It (Eso) – Stephen King

»Así que fueron volando. Y Wilson me llevó a uno de los cobertizos donde se guardaban los equipos y me dio una pala. Me acompañó al gran campo que estaba donde ahora se levanta la terminal de autobuses de la Northeast Airlines. Y me mira, medio sonriendo, y señala la tierra, y me dice:

»—¿Ves ese agujero, negro?

»No había ningún agujero, pero me pareció mejor darle la razón en todo. Así que miré el lugar que él señalaba y dije que lo veía, claro. Entonces él me encajó un puñetazo en la nariz y me tiró al suelo. Me dejó planchado, con la sangre chorreándome sobre la única camisa limpia que me quedaba.

»—¡No lo ves, porque algún estúpido lo rellenó! —me grita, con dos grandes manchas de color en la cara. Pero sonreía, y uno se daba cuenta de que lo estaba disfrutando—. Y lo que vas a hacer, señorito Buenastardes Tengausted, lo que va a hacer es sacar toda la tierra de mi agujero. ¡Volando!

»Así que me puse a cavar, por más de dos horas, y muy pronto estaba metido en ese agujero hasta la barbilla. El último medio metro era arcilla; cuando terminé estaba metido en el agua hasta los tobillos y tenía los zapatos empapados por completo.

»—Salga de ahí, Hanlon —me dice el sargento Wilson. Estaba sentado en la hierba, fumando un cigarrillo. No me ofreció ninguna ayuda. Yo estaba lleno de tierra y porquerías de pies a cabeza, por no mencionar la sangre que estaba secándose sobre mi camisa. Se levantó y vino. Señaló el agujero.

»—¿Qué ves allí, negro? —me preguntó.

»—Su agujero, sargento Wilson —le digo.

»—Sí. Bueno, he decidido que no lo quiero. No quiero ningún agujero hecho por un negro. Vuelva a echar la tierra, soldado Hanlon.

»Así que volví a rellenarlo. Cuando terminé estaba poniéndose el sol y empezaba a hacer frío. Él se acercó a mirar en cuanto di los últimos golpes de pala a la tierra para asentarla.

»—¿Y ahora qué ves, negro? —preguntó.

»—Un montón de tierra, señor —dije.

»Y él me pegó otra vez. Por Dios, Mikey, esa vez estuve a punto de dar un salto y abrirle la cabeza con el filo de la pala. Pero si hubiera hecho eso no habría vuelto a ver el cielo, como no fuera por entre las rejas. Aun así, a veces pienso que habría valido la pena. El caso es que conseguí mantener la calma.

»—¡Eso no es un montón de tierra, estúpido piojoso! —me vocifera, escupiendo saliva—. ¡Eso es MI AGUJERO, y será mejor que saques esa tierra de ahí ahora mismo! ¡Volando!

»Así que saqué la tierra de su agujero y después lo volví a rellenar, y después él viene a preguntarme por qué le había llenado el agujero justo cuando se está preparando para cagar dentro. Así que vuelvo a sacar la tierra. Y él se baja los pantalones y apunta su trasero rojo y flaco hacia el agujero y me sonríe con toda la cara, mientras hace lo suyo, y me dice:

»—¿Qué tal va, Hanlon?

»—Perfectamente, señor —le contesto enseguida, porque había decidido no ceder hasta caer desmayado o muerto. Estaba muy enojado.

»—Bueno, ya me encargaré de eso —dice él—. Para empezar, le conviene llenar ese agujero, soldado Hanlon. Mueva ese culo negro. Está perdiendo el ritmo.

»Así que lo rellené otra vez; por el modo en que sonreía, me di cuenta de que apenas iba entrando en calor. Pero justo entonces vino un compinche suyo con una lámpara de gas, a decirle que había caído una inspección por sorpresa y que Wilson estaba en infracción por haber estado ausente. Mis amigos dieron el presente por mí, así que yo no tuve problemas, pero los de Wilson, si es que se los puede llamar amigos, no se iban a molestar.

»Entonces me dejó ir. Al día siguiente yo esperaba ver su nombre en la lista de sancionados, pero no apareció. Seguramente dijo al teniente que se había perdido la inspección por estar enseñando a un negro bocazas quién era el dueño de todos los agujeros de la base: los que ya estaban cavados y los que no lo estaban. Probablemente le dieron una medalla en vez de mandarlo a pelar patatas. Y así eran las cosas en la compañía E, en Derry».

Corría 1958 cuando mi padre me contó esta historia. Calculo que se acercaba a los cincuenta años, aunque mi madre sólo tenía unos cuarenta. Le pregunté por qué había vuelto a Derry.

»Bueno, yo sólo tenía dieciséis años cuando me enrolé —dijo—. Tuve que agregarme edad para que me aceptaran. Y tampoco fue idea mía. Me lo ordenó mi madre. Yo era grande, y supongo que por eso pasó la mentira. Nací y me crié en Burgaw, Carolina del Norte, y allá sólo veíamos carne después de la cosecha de tabaco o en el invierno, a veces, si mi padre cazaba un mapache o una zarigüeya. El único buen recuerdo que conservo de Burgaw es el pastel de zarigüeya con tortas de maíz; una belleza.

»Cuando murió mi padre, en un accidente con máquinas de labranza, mi madre dijo que llevaría a Pichón Philly a Corith, donde tenía familia. Pichón Philly era el benjamín de la familia».

—¿Te refieres a mi tío Phil? —pregunté, sonriendo al pensar que alguien pudiera haberlo llamado Pichón Philly. Vivía en Tucson, Arizona; era abogado y estaba en el ayuntamiento de la ciudad desde hacía seis años. Cuando yo era chico lo consideraba rico. Supongo que lo era, considerando la posición de los negros en 1958. Ganaba veinte mil dólares al año.

—A él me refiero —confirmó mi padre—. Pero en aquellos tiempos era sólo un mocoso de doce años, que usaba un sombrero de papel y un mono remendado; no tenía zapatos. Era el menor, después de mí. Los mayores ya no estaban en casa: dos habían muerto, dos estaban casados y el otro en la cárcel. Ese era Howard, que nunca fue trigo limpio.

»“Vas a ir al ejército —me dijo tu abuela Shirley—. No sé si empiezan a pagar enseguida o no, pero en cuanto te paguen me envías un giro todos los meses. No me gusta que te vayas, hijo, pero si no nos mantienes, a mí y a Philly, no sé qué será de nosotros.”

»Me dio mi certificado de nacimiento para que lo presentara a la oficina de reclutamiento y entonces vi que había arreglado la fecha, no sé cómo, para darme dieciocho años.

»Bueno, fui a los tribunales, donde estaba el encargado de reclutar, y pedí alistarme. Él me dio los formularios y señaló la línea donde tenía que poner mi marca.

»—Sé escribir mi nombre —le dije. Y él rió como si no me creyera.

»—Bueno, ve, escribe, negrito —me dice.

»—Un momento —replico—. Quiero hacerle un par de preguntas.

»—Venga. Yo respondo a todo lo que puedas preguntar.

»—¿Es cierto que en el ejército se come carne dos veces por semana? —pregunté—. Eso dice mi mamá, pero quiero convencerme para que me enrole.

»—No, no se come carne dos veces por semana —dice.

»—Sí, ya lo imaginaba —dije, pensando que ese hombre parece un mal bicho, pero que al menos es un mal bicho sincero. Y entonces él me dice:

»—Se come carne todas las noches. —Y yo me pregunto cómo pude haberlo creído sincero.

»—Ya veo que me toma por idiota —dije.

»—En eso tienes razón, negro.

»—Bueno, pero si me enrolo quiero mandar mi paga a mi madre y a Pichón Philly.

»—Rellena esto —me explica, señalando un formulario para asignaciones—. ¿Qué otra cosa tienes en la cabeza?

»—Bueno, ¿se puede estudiar para oficial?

»Cuando dije eso, él echó la cabeza para atrás y se rió tanto que parecía a punto de ahogarse con su propia saliva. Después dijo:

»—Mira, hijo, el día en que haya oficiales negros en este ejército será cuando veas a Jesucristo bailando el charlestón por los teatros. Ahora, ¿firmas o no firmas? Se me está acabando la paciencia. Además, me estás apestando la oficina.

»Firmé, y vi que él adjuntaba el formulario de asignación a mi solicitud; después me tomó el juramento y yo ya fui soldado. Creí que me enviarían a Nueva Jersey, donde el ejército estaba construyendo puentes, ya que no había guerra en ninguna parte. Pero fui a parar a Derry, Maine, y a la compañía E».

Suspiró y se movió en la silla; era un hombre corpulento, cuyo pelo blanco se rizaba hasta pegarse al cráneo. En ese momento teníamos una de las mejores fincas de Derry y, probablemente, el mejor puesto caminero de productos al sur de Bangor. Los tres trabajábamos mucho y mi padre tenía que contratar mano de obra adicional durante la cosecha. Nos iba bien.

—Volví porque había visto el Sur y había visto el Norte —dijo él—, y en todas partes existía el mismo odio. No fue el sargento Wilson el que me convenció de eso. Él no era más que un sureño bruto, que llevaba el Sur dondequiera que fuese. No necesitaba vivir en el Sur para odiar a los negros. Los odiaba, simplemente. No; lo que me convenció fue el incendio del Black Spot. Mira, Mikey, en cierto sentido…

Echó un vistazo a mi madre, que estaba tejiendo. Ella no había levantado la mirada, pero comprendí que escuchaba con atención. Creo que mi padre también lo sabía.

—En cierto sentido —prosiguió—, fue el incendio lo que me hizo hombre. En ese incendio murieron sesenta personas, dieciocho de la compañía E. En realidad, cuando terminó el incendio ya no quedaba compañía. Henry Whitsun…, Stork Anson…, Alan Snopes…, Everett McCaslin…, Horton Sartoris… Todos mis amigos, todos murieron en ese incendio. Y no fue obra del viejo sargento Wilson ni de sus amigos, todos campesinos brutos. Fue obra de la Liga de la Decencia Blanca, sección Derry. Algunos de los chicos que van a la escuela contigo, hijo, fueron sus padres los que encendieron cerillas para incendiar el Black Spot. Y no estoy hablando de los chicos pobres, no.

—¿Por qué, papá? ¿Por qué hicieron eso?

—Era sólo Derry —dijo mi padre, frunciendo el entrecejo. Encendió lentamente su pipa y sacudió el fósforo para apagarlo—. No sé por qué pasó aquí. No puedo explicarlo, pero al mismo tiempo no me sorprende.

»La Liga de la Decencia Blanca era la versión norteña del Ku Klux Klan, ¿entiendes? Marchaban con las mismas sábanas blancas, quemaban las mismas cruces, enviaban las mismas notas de amenazas a los negros que, en opinión de ellos, estaban progresando más de lo que les correspondía u ocupando puestos destinados a los blancos. En las iglesias donde los predicadores hablaban de la igualdad de los negros, a veces ponían cargas de dinamita. Casi todos los libros de historia hablan más del KKK que de la Liga de la Decencia Blanca; mucha gente ni siquiera sabe que existió, tal vez porque casi todos los libros de historia han sido escritos por norteños, que tienen vergüenza.

»Era popular, sobre todo, en las grandes ciudades y en las zonas industriales. Nueva York, Nueva Jersey, Detroit, Baltimore, Boston, Portsmouth: todas tenían sus ramas. En Maine trataron de organizarse, pero sólo tuvieron éxito en Derry. Oh, por un tiempo hubo en Lewiston una rama bastante benevolente; pero a ellos no les preocupaba que los negros fueran violando mujeres blancas o robando trabajo a los blancos, porque allá no había negros. En Lewiston se ocupaban de los vagabundos, de los desocupados y del ejército comunista, como llamaban a los que se habían quedado sin trabajo. La Liga de la Decencia solía expulsar a esa gente de la ciudad en cuanto entraban. A veces les ponían ortiga en el fondillo de los pantalones. A veces prendían fuego a sus camisas.

»Bueno, aquí la Liga quedó bastante desarticulada después del incendio del Black Spot. Las cosas se les fueron de las manos, ¿comprendes? Como parece suceder en esta ciudad, de vez en cuando».

Hizo una pausa, chupando su pipa.

—Es como si la Liga de la Decencia Blanca fuera una semilla más, Mikey —prosiguió—, y hubiera encontrado aquí tierra que le convenía. Era un club para ricos, como otro cualquiera. Y después del incendio, todos se limitaron a esconder sus sábanas, a cubrirse mutuamente, y todo se escondió bajo el papeleo. —Su voz había tomado una especie de cruel desprecio que hizo levantar la vista a mi madre, con cara de preocupación—. Después de todo, ¿quién había muerto? Dieciocho negros del ejército, catorce o quince negros de la ciudad, cuatro miembros de una orquesta de negros… y unos cuantos negrófilos. ¿Qué importaba?

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