It (Eso) – Stephen King

Una casa, bosques, acciones, póliza de seguro y hasta una copia de su último testamento. Las ligaduras que te sujetan al mapa de tu vida, pensó.

Sintió un impulso, súbito y salvaje, de sacar el encendedor y prender fuego a toda esa basura de Por-la-presente y Por-lo-tanto y El-portador-de-este-certificado… Y bien podía hacerlo: los papeles de su caja fuerte habían perdido, de pronto, todo significado.

En ese momento le embargó el primer terror auténtico, y no tenía nada de sobrenatural. Era sólo la súbita conciencia de que resultaba muy fácil acabar con la propia vida. Eso no daba tanto miedo. Simplemente, se acercaba el ventilador a lo que se había recolectado durante años y se lo encendía. Fácil. Era cuestión de quemarla o aventarla y entonces lanzarse a la carretera.

Detrás de los papeles, que eran sólo primos segundos del efectivo, estaba el efectivo de verdad. Cuatro mil dólares en billetes de a diez, veinte y cincuenta.

Al cogerlo para guardárselos en el bolsillo de los vaqueros se preguntó si acaso no había sabido lo que estaba haciendo al poner allí el dinero: cincuenta un mes, ciento veinte el siguiente, a lo mejor sólo diez el próximo. Dinero de viejo escondido en los agujeros de las ratas. Dinero para lanzarse a la carretera.

«Terrorífico, macho», se dijo, notando apenas su propia voz. Tenía los ojos perdidos en la playa que aparecía a través del ventanal. Estaba desierta, los chicos del surfing se habían marchado; la pareja de luna de miel (si eso eran), también.

Pues sí, doctor, ahora lo recuerdo todo. ¿Recuerda a Stanley Uris, por ejemplo? Puede apostar su pellejo… ¿Recuerda cómo solíamos decir eso creyendo que era el gran chiste? Los gamberros le llamaban Stanley Urina. «¡Eh, Urina! ¡Eh, maldito asesino de Cristo! ¿Adónde vas? ¿A que uno de tus amigos maricones te la chupe?»

Cerró la caja fuerte con violencia y volvió a dejar el cuadro en su sitio de un manotazo. ¿Cuánto tiempo hacía que no pensaba en Stanley Uris? Rich se había marchado de Derry con su familia en la primavera de 1960 y qué pronto se habían desvanecido todas aquellas caras, su pandilla, ese triste puñado de perdedores con su caseta en lo que se llamaba entonces Los Barrens[8], gracioso nombre para un lugar de tan lujuriosa vegetación. Fingiéndose exploradores en la selva o marines luchando en los archipiélagos del Pacífico tomados por los japoneses, fingiéndose constructores de presas, vaqueros, hombres del espacio en un mundo selvático, fingiéndose todo lo que a uno se le puede ocurrir, pero se le ocurra lo que se le ocurra, no olvidemos de qué se trataba en realidad: se trataba de esconderse. Esconderse de los matones. Esconderse de Henry Bowers y de Victor Criss y de Belch Huggins y de todos los demás. Qué hatajo de perdedores habían sido: Stanley Uris con su narizota de chico judío; Bill Denbrough, que no podía decir otra cosa que «¡Hai-yo, Silver!» sin tartamudear de tal manera que lo sacaba a uno de quicio; Beverly Marsh, con sus moretones y sus cigarrillos enrollados en las mangas de la blusa; Ben Hanscom, tan enorme que parecía la versión humana de Moby Dick y Richie Tozier, con sus gafas gruesas y sus sobresalientes y su boca sabihonda y su cara pidiendo que la transformasen a golpes en formas nuevas y estimulantes. ¿Había una palabra que resumiese lo que habían sido? Oh, sí. Siempre la hubo. Le mot juste. En este caso, le mot juste era desastres.

Cómo volvía… cómo volvía todo… y allí estaba, en su madriguera, temblando con el desamparo de un pájaro sin nido en medio de una tormenta, temblando porque recordaba mucho más que a aquellos chicos de la infancia. Había otras cosas, cosas que en muchos años no habían vuelto por su cabeza, cosas que ahora temblaban rozando la superficie.

Cosas sangrientas.

Una oscuridad. Qué oscuridad.

La casa de la calle Neibolt y Bill gritando: ¡Tú, m-m-mataste a mi hermano, hijo de p-p-puta!

¿Lo recordaba ahora? Lo justo para no querer recordar nada más. Puedes apostar tu pellejo.

Un olor a basura, un olor a mierda y un olor a algo más. Algo peor que la mierda y la basura. Era el olor de la bestia, el olor de Eso, allá en la oscuridad, bajo Derry, donde las máquinas atronaban incesantemente.

Se acordó de George…

Pero eso fue demasiado. Corrió al baño, tropezando en el trayecto con su poltrona; estuvo a punto de caer. Llegó… pero apenas. Patinó por los lustrosos mosaicos hasta el inodoro, de rodillas, como un loco bailarín de breakdance; agarrándose a los bordes, vomitó cuanto tenía en las entrañas. Pero ni siquiera así se le pasó. De pronto vio a Georgie Denbrough como si hubiera estado con él el día anterior. George, que había sido el comienzo de todo; Georgie, asesinado en el otoño de 1957. Georgie había muerto justo después de la inundación, con uno de los brazos arrancado de su articulación, y Rich había bloqueado todo en su memoria. Pero a veces esas cosas vuelven, claro que sí. Vuelven, a veces vuelven.

Pasó el espasmo y Rich buscó a tientas el botón del depósito. Hubo un rugir de agua. La cena que había comido temprano, regurgitada en trozos calientes, desapareció discretamente por las tuberías.

Hacia las cloacas.

Hacia el palpitar, el hedor y la oscuridad de las cloacas.

Bajó la tapa, apoyó en ella la frente y empezó a llorar. Era la primera vez que lloraba desde la muerte de su madre, en 1975. Sin siquiera pensar en lo que estaba haciendo, ahuecó las manos bajo los ojos; las lentillas de contacto se deslizaron hacia fuera y quedaron en la palma de su mano, centelleando.

Cuarenta minutos después, sintiéndose como si hubiera salido de un encierro, purificado, de algún modo, arrojó sus maletas al maletero de su MG y sacó el coche del garaje. La luz ya menguaba. Miró su casa, con sus nuevas plantas y miró la playa, el agua que había tomado el brillo de la esmeralda clara, partido por una estrecha senda de oro batido. Y sintió la convicción de que jamás volvería a ver nada de todo eso, que era un muerto ambulante.

—Ahora vuelvo al hogar —susurró Rich Tozier, para sí—. Vuelvo al hogar, que Dios me ampare, vuelvo al hogar.

Puso la primera y arrancó sintiendo, una vez más, lo fácilmente que había caído en una grieta insospechada de lo que fuera una vida aparentemente sólida, la facilidad con que se volvía al lado oscuro, saliendo del azul del cielo al negro de la nada.

Del azul al negro, sí, eso era. Allí donde cualquier cosa podía estar esperando.

3

Ben Hanscom toma una copa

Si uno hubiera querido, en esa noche del 28 de mayo de 1985, encontrarse con el hombre al que la revista Time consideraba «tal vez la mayor promesa entre los jóvenes arquitectos norteamericanos», («Los jóvenes turcos y la conservación de la energía urbana», Time, 15 de octubre de 1984), tendría que haber tomado hacia oeste al salir de Omaha, por la Interestatal 80, girando por la salida de Swedholm hasta el centro de la ciudad (que no llega a mucho). Allí tendría que salir por la 92 a la altura de Bucky’s (especialidad de la casa: escalope de pollo). Y luego girar a la derecha para tomar la 63 que cruza como un hilo el desierto pueblito de Gatlin, y entrar, finalmente a Hemingford Home.

El centro de Hemingford Home hace que el de Swedholm parezca la ciudad de Nueva York. El distrito comercial consiste en ocho edificios, cinco de un lado y tres del otro. Allí está la peluquería «Buen Korte» (en el escaparate, un letrero escrito a mano, reza: SI ERES HIPPY VE A CORTARSE EL PELO A HOTRA PARTE) el cine de reestreno, la tienda de baratijas. Hay una sucursal del «Banco de Propietarios de Vivienda de Nebraska», una estación de servicio, una farmacia y la ferretería Nacional, Artículos para Granja, único negocio de la ciudad que luce medianamente próspero.

Además, cerca del extremo de la calle principal, algo apartado de los otros edificios, como un paria y, apoyado en el borde de la gran nada, está el clásico bar de carretera: «La Rueda Roja». Si uno hubiera llegado tan lejos, habría visto en el aparcamiento de tierra salpicado de baches un viejo «Cadillac 1968», descapotable, con antenas dobles en la parte trasera. La placa de identificación decía, simplemente: «EL CADDY DE BEN». Y dentro, caminando hacia el mostrador, uno habría encontrado al hombre: flaco, quemado por el sol, vestido con una camisa de cambray, vaqueros desteñidos y polvorientas botas de trabajo, bastante gastadas. Tenía leves patas de gallo alrededor de los ojos, pero en ninguna otra parte. Tenía treinta y ocho años, pero aparentaba, tal vez, diez menos.

—Hola, señor Hanscom —dijo Ricky Lee, poniendo una servilleta de papel en el mostrador mientras Ben se sentaba.

Ricky Lee parecía algo sorprendido, y lo estaba. Hasta entonces, nunca había visto a Hanscom en «La Rueda» un día de semana. Acudía regularmente todos los viernes por la noche y tomaba dos cervezas. Los sábados por la noche tomaba cuatro o cinco. Siempre preguntaba por los tres hijos varones de Ricky Lee. Siempre dejaba una propina de cinco dólares bajo la jarra de cerveza, cuando se retiraba. Tanto en la conversación profesional como en el aprecio personal, era holgadamente el cliente favorito de Ricky Lee. Los diez dólares semanales (y los cincuenta que dejaba bajo la jarra en cada Navidad, desde hacía cinco años) eran más que suficientes, pero mucho más valía la compañía de ese hombre. Una compañía digna siempre era una rareza, pero en un antro de mala muerte como ése, donde lo más común es la cháchara barata, escaseaba más que los dientes en mandíbula de gallina.

Aunque Hanscom tenía sus raíces en Nueva Inglaterra y había hecho sus estudios en California, poseía algo más que un toque de tejano extravagante. Ricky Lee esperaba siempre la llegada de Ben Hanscom los viernes y sábados por la noche, porque había aprendido, con el correr de los años, que podía contar con su presencia allí. El señor Hanscom podía estar construyendo un rascacielos en Nueva York (donde ya tenía tres edificios que habían dado mucho que hablar), una galería de arte en Redondo Beach o una galería comercial en Salt Lake City. Pero llegado el viernes por la noche, la puerta que daba al aparcamiento se abriría, entre las ocho y las nueve y media, para darle paso, como si viviera apenas al otro lado de la ciudad y hubiera decidido pasar por allí porque no había nada en la tele. Tenía avión propio y un aeródromo particular en su granja de Junkins.

Dos años antes, había estado en Londres diseñando y dirigiendo la construcción del nuevo centro de comunicaciones de la «BBC», edificio que aún provocaba acaloradas discusiones en la prensa británica. (The Guardian: «El más bello, quizá, entre los edificios construidos en Londres en los últimos veinte años»; el Mirror: «Descontando la cara de mi suegra después de una pelea en el bar, lo más feo que he visto en mi vida».) Cuando el señor Hanscom aceptó ese trabajo, Ricky Lee había pensado: Bueno, algún día volveré a verlo. O tal vez se olvide completamente de nosotros. Y ciertamente, el viernes siguiente a su partida hacia Inglaterra había pasado sin que se supiera nada de él, aunque Ricky Lee levantaba involuntariamente la mirada cada vez que se abría la puerta, entre las ocho y las nueve y media. Bueno, alguna vez volveré a verlo. Quizás. Alguna vez resultó ser a la noche siguiente. A las nueve y cuarto se abrió la puerta y Ben Hanscom entró, con sus vaqueros, una remera y sus viejas botas de correas, como si viniera apenas desde el otro lado de la ciudad. Y cuando Ricky le gritó, casi con júbilo: «¡Señor Hanscom, Dios sagrado! ¿Qué está haciendo aquí?», el señor Hanscom, había puesto cara de leve sorpresa, como si no hubiera nada de raro en el hecho de que él estuviera allí. Tampoco había sido la única vez: apareció todos los sábados durante los dos años que le llevó terminar su parte activa en el trabajo de la «BBC». Salía de Londres cada sábado por la mañana, a las once, en el Concorde (explicaba al fascinado Ricky Lee) y llegaba al aeropuerto Kennedy de Nueva York a las diez y cuarto de la mañana… cuarenta y cinco minutos antes de haber salido de Londres, al menos según el reloj. (Por Dios, es como viajar en el tiempo, ¿no?, había comentado Ricky Lee, impresionado). Una limusina lo esperaba para llevarlo al aeropuerto Teterboro, de Nueva Jersey, viaje que habitualmente consumía menos de una hora los sábados por la mañana. Sin mayores problemas, podía estar en la cabina de su Lear antes de mediodía; aterrizaba en Junkins a eso de las dos y media. Si uno iba hacia el oeste a la debida velocidad, contaba a Ricky, el día parecía durar una eternidad. Dormía una siesta de dos horas, pasaba una hora más con su capataz y media con su secretaria. Después de la cena, iba a pasar una hora y media en «La Rueda Roja».

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