It (Eso) – Stephen King

4

Mike contó la historia del pájaro de la fundición y de cómo había corrido al interior de la chimenea para escapar de él. Más tarde, tres de los Perdedores (Ben, Richie y Bill) fueron a la biblioteca pública. Ben y Richie vigilaban por si aparecían Bowers y compañía, pero Bill sólo miraba la acera con ceño fruncido, perdido en sus pensamientos. Una hora después de su relato, Mike se había separado de ellos diciendo que su padre le necesitaba en casa a las cuatro para cosechar guisantes. Beverly tenía que hacer algunos recados y preparar la cena para su padre. Tanto Eddie como Stan tenían sus propias obligaciones. Pero antes de separarse hasta el día siguiente, empezaron a excavar lo que sería (si Ben no se equivocaba) la casita subterránea. Para Bill (y para todos, según sospechaba), la primera palada de tierra había sido casi un acto simbólico. Estaban en marcha. Fuera lo que fuese aquello que se esperaba de ellos como grupo, como unidad, estaban en marcha.

Ben preguntó a Bill si daba crédito a la historia de Mike Hanlon. En ese momento pasaban junto al centro cívico y la biblioteca estaba allí cerca: un cuerpo de piedra, cómodamente sombreado por olmos centenarios, libres de la plaga que, más adelante, los haría ralear.

—Sí —dijo Bill—. C-c-creo que e-es verdad. Co-cosa de l-l-locos, pero v-v-verdad. ¿Y tú, Ri-Ri-Richie?

Richie asintió.

—Sí. Preferiría pensar que es mentira, no sé si me entendéis, pero lo creo. ¿Recordáis lo que dijo sobre la lengua del pájaro?

Bill y Ben asintieron. Pompones naranja en la lengua.

—Ésa es la cuestión —apuntó Richie—. Es como los villanos de los cómics, como Lex Luthor, el Acertijo o ésos. Siempre deja una señal característica.

Bill asintió, pensativo. Era, en verdad, como los villanos de los cómics. ¿Porque ellos lo veían así? ¿Porque pensaban en Eso de ese modo? Sí, tal vez sí. Era cosa de chicos, pero, al parecer, en eso se basaba ese monstruo: en cosas de chicos.

Cruzaron la calle hacia la acera de la biblioteca.

—P-p-pregunté a St-Stan si a-a-alguna vez oyó hab-hablar de un p-p-pájaro así —dijo Bill—. No ne-ne-necesariam-m-mente grande, p-p-pero re-re-re…

—¿Real? —sugirió Richie.

Bill asintió.

—D-d-dice que p-p-podría haber un pa-pájaro c-c-como ése en Su-Sudamérica o en A-África, p-p-pero por aqquí no.

—Entonces, ¿él no lo creyó? —preguntó Ben.

—S-s-sí lo cre-creyó —dijo Bill.

Y entonces les contó lo que Stan había sugerido a Bill, mientras caminaban juntos hacia el sitio en que habían dejado la bicicleta. Stan tenía la idea de que nadie más podía haber visto ese pájaro antes de que Mike les contara la anécdota. Otra cosa sí, tal vez, pero el pájaro no, porque el pájaro era el monstruo personal de Mike Hanlon. Pero de pronto…, jolín, de pronto el pájaro era propiedad de todo el Club de los Perdedores, ¿no? Cualquiera de ellos podía verlo. Tal vez no fuera exactamente el mismo; a Bill podría parecerle un cuervo; a Richie, un halcón; a Beverly, un águila dorada, al modo de ver de Stan. Pero Eso podía ser un pájaro para todos ellos a partir de ese momento. Bill respondió que, si era verdad, cualquiera de ellos podría ver al leproso, a la momia o, posiblemente, a los chicos muertos.

—Eso significa que deberíamos hacer algo muy pronto, si vamos a hacer algo —replicó Stan—. Eso sabe…

—¿Q-q-qué? —preguntó Bill, ásperamente—. T-t-todo lo q-que nos-nosotros s-sabemos.

—Mira, tío, si Eso sabe tanto, estamos listos —fue la respuesta de Stan—. Pero puedes estar bien seguro de que sabe que conocemos su existencia. Creo que tratará de atraparnos. ¿Todavía piensas en lo que hablamos ayer?

—Sí.

—Ojalá pudiese ir contigo.

—I-i-irán Ben y Ri-Richie. Ben es muy in-intelig-gente. Y Ri-Ri-Richie también, c-c-cuando no b-b-bromea.

Ahora, de pie ante la biblioteca, Richie preguntó a Bill qué tenía pensado, exactamente. Bill se lo explicó, hablando lentamente para no tartamudear demasiado. La idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía dos semanas, pero había hecho falta la historia de Mike sobre el pájaro para cristalizarla.

¿Qué se hace para eliminar a un pájaro?

Bueno, pegarle un tiro es bastante definitivo.

¿Qué se hace para eliminar a un monstruo?

Bueno, las películas sugerían que pegarle un tiro con una bala de plata era bastante definitivo.

Ben y Richie escucharon todo eso con mucho respeto. Después, Richie preguntó:

—¿De dónde se sacan las balas de plata, Gran Bill? ¿Las pides por correo?

—M-m-muy gra-gracioso. T-t-tenemos que hac-hacerla.

—¿Cómo?

—Creo que para averiguar eso hemos venido a la biblioteca.

Richie asintió y se subió las gafas al puente de la nariz. Detrás de los cristales, sus ojos lucían agudos y pensativos… pero cargados de dudas, según le pareció a Bill. Él también las tenía. Al menos, no se leían en esos ojos ganas de hacer el tonto y ése era un paso adelante.

—¿Estás pensando en la Walther de tu padre? —preguntó Richie—. ¿La que llevamos a Neibolt Street?

—Sí —contestó Bill.

—Aunque pudiésemos hacer balas de plata —dijo Richie—, ¿de dónde sacaríamos la plata?

—Yo me encargo de eso —repuso Ben, serenamente.

—Bueno… está bien. Dejaremos eso por cuenta de Parva. ¿Y después? ¿Vamos otra vez a Neibolt Street?

Bill asintió.

—O-o-otra vez. Y le vo-vo-volamos los s-s-sesos.

Se demoraron por un momento, mirándose con solemnidad, y entraron en la biblioteca.

5

—¡Jesús, María y José, otra vez ese tipo negro! —exclamó Richie, con la voz de policía irlandés.

Había pasado una semana; promediaba julio y la casita subterránea estaba casi lista.

—¡Pero muy buenos días, señor O’Hanlon, señor! Y muy, pero muy buen día promete ser, bueno como una patata en brote, como decía mi anciana ma…

—Que yo sepa, lo de muy buenos días se dice sólo hasta el mediodía, Richie —observó Ben, asomándose por el agujero—. Y el mediodía pasó hace dos horas.

Había estado, con Richie, poniendo el entablonado en los flancos del agujero. Ben se había quitado la sudadera porque hacía calor y el trabajo era pesado. Su camiseta estaba agrisada de sudor y se le pegaba a los michelines. Parecía prestar muy poca atención a su aspecto, pero Mike supuso que, si hubiese oído llegar a Beverly, habría estado dentro de su abultada sudadera en menos tiempo del que se necesita para un suspiro de amor.

—No seas tan puntilloso. Pareces Stan, el galán —dijo Richie.

Había salido del agujero cinco minutos antes porque, según dijo, era hora de una pausa para fumar.

—¿No dijiste que no tenías más cigarrillos? —se había extrañado Ben.

—No tengo, pero el principio no cambia.

Mike venía con el álbum de fotos de su padre bajo el brazo.

—¿Dónde están los otros? —preguntó.

Sabía que Bill no podía estar lejos porque había dejado su propia bicicleta bajo el puente, muy cerca de Silver.

—Eddie y Bill fueron al vertedero hace media hora para recoger más tablas —dijo Richie—. Stanny y Bev fueron a la ferretería de Reynolds para conseguir bisagras. No sé qué estará haciendo Parva allá abajo, pero no creo que sea nada bueno. Ese chico necesita que lo vigilen, ¿sabes? A propósito: si todavía quieres pertenecer al club, tienes que pagar veintitrés centavos. Tu parte de las bisagras.

Mike pasó el álbum del brazo izquierdo al derecho para excavar en sus bolsillos. Contó veintitrés centavos (lo cual dejó un total de diez en sus arcas) y los entregó a Richie. Luego caminó hasta el borde del agujero para mirar el interior.

Pero, en realidad, ya no era un agujero. Los costados estaban pulcramente cortados a escuadra y cubiertos de tablas. Eran tablas distintas entre sí, pero Ben, Bill y Stan se habían encargado de darles el mismo tamaño con herramientas tomadas del taller de Zack Denbrough (y Bill había cuidado muy bien de que todas volviesen al taller noche a noche, en las mismas condiciones en que habían sido cogidas). Ben y Beverly habían clavado travesaños entre los soportes. El agujero seguía poniendo algo nervioso a Eddie, pero así era su temperamento. A un lado habían amontonado cuidadosamente los cuadrados de césped que, más adelante, pegarían a la trampilla.

—Parece que sabéis lo que hacéis —comentó Mike.

—Por supuesto —dijo Ben, señalando el álbum—. ¿Qué has traído?

—Un álbum de Derry. Mi padre colecciona fotos viejas y recortes sobre la ciudad. Es su afición. El otro día estaba hojeándolo… Os dije que creía haber visto antes a ese payaso. Y era cierto. Estaba aquí. Por eso lo traje.

Le dio demasiada vergüenza agregar que no se había atrevido a pedir permiso a su padre. Temía las preguntas a las que pudiese llevar esa petición y por eso lo había cogido como un ladrón mientras el padre plantaba patatas en el sembrado oeste y la madre tendía la ropa en el patio trasero.

—Se me ocurrió que vosotros debíais echarle un vistazo —agregó.

—Bueno, a ver —dijo Richie.

—Preferiría esperar a que estuvieseis todos reunidos. Sería mejor.

—Bueno. —En realidad, Richie no tenía muchas ganas de seguir viendo fotos de Derry ni en ése ni en ningún otro álbum, después de lo que había pasado en la habitación de Georgie—. ¿Quieres ayudarnos a terminar el entablado?

—Por supuesto.

Mike dejó cuidadosamente el álbum en el suelo, bastante lejos del agujero, para que no se ensuciase con tierra, y tomó la pala de Ben.

—Cava aquí —indicó Ben, mostrando el punto a Mike—, más o menos treinta centímetros. Después yo pongo una tabla y la sostengo contra el lado mientras tú vuelves a echar la tierra.

—Bien pensado, hombre —dijo Richie, sabiamente, sentado en el borde de la excavación, balanceando las zapatillas adentro.

—Y a ti, ¿qué te pasa? —preguntó Mike.

—Tengo un hueso en la pierna —respondió Richie, tranquilamente.

—¿Cómo anda tu proyecto con Bill? —Mike se detuvo el tiempo suficiente para quitarse la camisa y empezó a cavar. Allí abajo hacía calor; los grillos zumbaban, soñolientos, como relojes estivales en la espesura.

—Bueno, no tan mal… —dijo Richie, y Mike creyó ver que lanzaba a Ben una leve mirada de advertencia—… supongo.

—¿Por qué no enciendes la radio, Richie? —preguntó Ben.

Deslizó una tabla en el agujero que Mike había cavado y la sostuvo allí. La radio a transistores de Richie estaba colgada por la correa en su sitio de costumbre, en la rama gruesa de un arbusto cercano.

—Tiene las pilas gastadas —dijo Richie—. Di mis últimos veinticinco centavos para las bisagras, ¿recuerdas? Qué cruel, Parva, qué cruel. Después de todo lo que he hecho por ti. Además, desde aquí sólo capto la WABI, que pasa rock de maricas.

—¿Qué? —se extrañó Mike.

—Parva cree que Tommy Sands y Pat Boone hacen rock and-roll, pero eso es porque está loco. Elvis hace rock and roll. Ernie K. Doe hace rock and roll. Carl Perkins hace rock and roll. Bobby Darin. Buddy Holly. Ahoh Peggy… my Peggy. Su-uh-oh…

Por favor, Richie —dijo Ben.

—Y también —dijo Mike, reclinándose sobre la pala— Fats Domino, Chuck Berry, Little Richard, Shep y los Limelights, LaVerne Baker, Frankie Lymon y los Teenagers, Hank Ballard y los Midnighters, los Coasters, Isley Brothers, los Crest, los Chords, Stick McGhee…

Lo estaban mirando tan sorprendidos que Mike se echó a reír.

—Después de Little Richard te perdí el rastro —dijo Richie.

Little Richard le gustaba, pero su héroe secreto, ese verano, era Jerry Lee Lewis. Por casualidad, su madre había entrado en la sala mientras actuaba Jerry Lee en Bandas de América. Fue en el momento en que Jerry Lee trepaba al piano y lo tocaba en posición invertida, con el pelo colgándole sobre la cara. Cantaba High School Confidential. Por un momento, Richie creyó que su madre se desmayaría. No fue así, pero quedó tan traumatizada por el espectáculo que esa noche, durante la cena, habló de enviar a Richie a uno de esos campamentos de estilo militar por el resto del verano. Ahora Richie sacudía su pelo sobre los ojos y comenzaba a cantar: Come on baby all the cats are at the high school…

Ben empezó a tambalearse en el fondo del agujero, apretándose la barriga como si tuviese ganas de vomitar. Mike se apretó la nariz, pero reía tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Richie—. ¿Y a vosotros qué os duele? ¡Eso fue estupendo! ¡Lo digo muy en serio!

—Oh, Dios —dijo Mike. Reía tanto que apenas podía hablar—. Eso no tenía precio. De veras. Impagable.

—Los negros no saben apreciar lo bueno —dijo Richie—. Creo que hasta la Biblia lo dice.

—Tu madre —dijo Mike, riendo más que nunca.

Cuando Richie, tras un franco desconcierto, le preguntó qué quería decir con eso, Mike se sentó en el suelo con un golpe seco y se meció atrás y adelante, aullando de risa y apretándose el vientre.

—A lo mejor piensas que estoy envidioso —dijo Richie—. A lo mejor piensas que me gustaría ser negro.

Entonces también Ben cayó al suelo, riendo como un loco. Todo el cuerpo le ondulaba de un modo alarmante. Sus ojos se dilataron.

—Basta, Richie —balbuceó—. Me voy a cagar en los pantalones. Si no paras, me vas a ma… matar.

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