It (Eso) – Stephen King

Bill se aferró del tosco borde de cemento y fue bajando a tientas, peldaño a peldaño. Eddie lo estaba ahogando. Su bolso, por Dios, ¿cómo vino a parar su bolso aquí? No importa. Pero si estás ahí, Dios, y si recibes súplicas, haz que esté bien, que no sufra por lo que Bev y yo hicimos esta noche ni por lo que yo hice un verano, cuando era niño… ¿y fue el payaso? ¿Fue Bob Gray el que la atrapó? Porque en ese caso no sé si el mismo Dios puede ayudarla.

—Tengo miedo, Bill —dijo Eddie, con voz débil.

El pie de Bill tocó agua fría, estancada. Descendió a ella, recordando la sensación y el olor a humedad, recordando la claustrofobia que ese lugar le había hecho experimentar… Y a propósito, ¿qué les había ocurrido? ¿Cómo se las habían arreglado en aquellos desagües y túneles? ¿Dónde habían ido, exactamente, y cómo habían logrado salir? Aún no recordaba nada de todo eso; no podía pensar sino en Audra.

—Yo t-t-también.

Se agachó un poco, haciendo una mueca al sentir el agua fría en los pantalones y en los testículos, para que Eddie pudiera bajar. Ambos se irguieron en el agua, hundidos hasta la pantorrilla, para observar a los otros, que ya bajaban por los peldaños.

XXI. DEBAJO DE LA CIUDAD

1

Eso, agosto de 1958

Había ocurrido algo nuevo.

Por primera vez en la eternidad, algo nuevo.

Antes del universo había sólo dos cosas. Una era Eso; la otra, la Tortuga. La Tortuga era una cosa vieja y estúpida que nunca salía de su caparazón. Eso pensaba que quizás había muerto, que estaba muerta desde hacía un billón de años, más o menos. Aunque así no fuera, seguía siendo una cosa vieja y estúpida; aunque la Tortuga hubiera vomitado el universo entero, eso no quitaba que fuera estúpida.

Eso había llegado hasta allí mucho después de que la Tortuga se retirara a su caparazón; allí, a la Tierra, donde había descubierto una profundidad de imaginación que era casi nueva, casi para tener en cuenta. Esa cualidad de imaginación hacía de la comida algo muy excitante. Sus dientes desgarraban carnes tensadas por terrores exóticos y voluptuosos miedos; soñaban con bestias nocturnas y cieno móvil; contra su voluntad, consideraban abismos infinitos.

Con esa sabrosa comida, Eso existía en un simple círculo de despertar para comer y dormir para soñar. Había creado un sitio a su imagen y semejanza y lo contemplaba con favor desde los fuegos fatuos que eran sus ojos. Derry era su corral de matanza; el pueblo de Derry, su ganado. Las cosas habían seguido.

Y entonces… esos niños.

Algo nuevo.

Por primera vez en la eternidad.

Al irrumpir Eso en la casa de Neibolt Street con intención de matarlos a todos, vagamente intranquilo por no haber podido hacerlo hasta entonces (y aquella intranquilidad, por cierto, había sido la primera novedad) había ocurrido algo totalmente inesperado, completamente inconcebible. Y Eso había sentido dolor, dolor, un gran dolor aullante en todas las formas que tomaba. Y por un momento, también había sentido miedo porque lo único que tenía en común con la vieja Tortuga estúpida y la cosmología del macrouniverso, fuera del diminuto huevo de ese universo, era justamente eso: todas las cosas vivientes deben regirse por las leyes de la forma que habitan. Por primera vez, Eso comprendió que, quizá, su capacidad de variar su forma podía ser una desventaja, a la vez que una ventaja. Hasta entonces nunca había sentido dolor ni miedo y por un momento temió morir… oh, su cabeza se había llenado de un gran dolor blanco como la plata y Eso había rugido y gemido y aullado, y los niños, de algún modo, habían escapado.

Pero ahora regresaban. Habían entrado a sus dominios bajo la ciudad: siete niños tontos que avanzaban a tientas, sin luces ni armas. Ahora los mataría, sin duda.

Eso había hecho un gran autodescubrimiento: no quería cambios ni sorpresas. No quería ninguna cosa nueva, nunca más. Sólo quería comer, dormir, soñar y volver a comer.

Después del dolor y de ese miedo breve, brillante, había surgido una emoción nueva (todas las emociones genuinas eran nuevas para él, aunque Eso era un gran mimo de las emociones): la cólera. Mataría a los niños porque, por una casualidad asombrosa, le habían hecho daño. Pero antes los haría sufrir porque por un breve instante le habían hecho sentir miedo.

Venid a mí, entonces —pensaba Eso, escuchando sus pasos—. Venid a mí, niños, y veréis cómo flotamos aquí abajo… cómo flotamos todos.

Sin embargo, había un pensamiento que se insinuaba, por mucho que Eso intentara alejarlo de sí. Era éste, simplemente: si todas las cosas fluían de Eso (tal como había sido desde que la Tortuga había vomitado el universo y quedado desmayada dentro de su caparazón), ¿cómo era posible que alguna criatura de este mundo o cualquier otro lo burlara o lo hiriera, aunque sólo fuera nimia y brevemente? ¿Cómo era posible semejante cosa?

Así, una última novedad había venido a Eso, no ya emoción, sino fría especulación: ¿y si Eso no era lo único, como siempre había creído?

¿Y si había Otro?

¿Y si, más aún, esos niños eran agentes de ese Otro?

¿Y si…, y si…?

Eso empezó a temblar.

El odio era nuevo. El dolor era nuevo. El ver burlados sus propósitos era nuevo. Pero lo más horriblemente nuevo era ese miedo. No el miedo a los niños, porque eso había pasado, sino el miedo de no ser lo único.

No, no había ningún Otro. No podía ser. Tal vez por el hecho de ser niños, su imaginación tenía cierto poder primitivo que Eso había subestimado por un momento. Pero ahora que regresaban, Eso los dejaría venir. Vendrían y Eso los arrojaría, uno a uno, en el macrouniverso…, en los fuegos fatuos de sus ojos.

Sí.

Cuando llegaran allí, Eso los arrojaría, aullantes y demenciales, a los fuegos fatuos.

2

En los túneles, 14.15 h.

Bev y Richie tenían unas diez cerillas, entre ambos, pero Bill no permitió que las utilizaran. Por el momento, al menos, había una vaga penumbra en los desagües. No era gran cosa, pero le permitía ver a un metro veinte hacia adelante; mientras pudiera seguir así, ahorrarían las cerillas.

Supuso que esa poca luz provenía de ventilaciones en las aceras, allá arriba, y quizá de los agujeros redondos para ventilación que tenían las tapas de ingreso. Resultaba extraño pensar que estaban debajo de la ciudad, pero a esas alturas lo estaban, sin duda.

El agua se había vuelto más profunda. En tres ocasiones dejaron atrás animales muertos: una rata, un gatito, algo brillante e hinchado que parecía una marmota. Bill oyó que uno de los otros murmuraba, asqueado, al navegar junto a ellos.

El agua por la que se iban arrastrando era relativamente tranquila, pero todo eso terminaría muy pronto: no mucho más adelante se oía un bramido hueco, incesante, que iba cobrando volumen hasta convertirse en un rugido monocorde. La tubería se desviaba en ángulo hacia la derecha. Cuando giraron en el recodo, se encontraron con tres desagües que vertían agua en aquélla por donde caminaban. Estaban alineadas verticalmente, como las lentes de un semáforo y allí terminaba el tubo que les había servido de entrada. La luz había aumentado, marginalmente; Bill levantó la vista y vio que estaban en un tubo de piedra, cuadrado, de unos cuatro o cinco metros de altura. Allá arriba se veía una rejilla de alcantarilla. El agua caía a baldes sobre ellos, como en una ducha primitiva.

Bill investigó las tres tuberías, desolado. La más alta estaba arrojando agua casi limpia, aunque traía hojas, colillas, envolturas de golosinas, cosas así. La del medio traía aguas residuales. Y de la más baja brotaba un torrente pardo grisáceo, lleno de bultos.

—¡E-e-eddie!

Eddie se puso a su lado, con el pelo planchado contra la cabeza. Su yeso era una masa empapada y chorreante.

—¿Por d-dónde?

Si uno quería saber cómo construir algo, se lo preguntaba a Ben. Si uno quería saber por dónde ir, se lo preguntaba a Eddie. Era algo sobre lo que el grupo no hablaba, pero todos lo sabían. Cuando uno estaba en un vecindario desconocido y quería volver a un sitio familiar, Eddie podía llevarlo a uno de regreso, girando a derecha e izquierda con invariable confianza, hasta que uno se veía reducido a seguirlo con la esperanza de que todo resultara bien… y, al parecer, siempre era así. Cierta vez, Bill había contado a Richie que, cuando había comenzado a jugar con Eddie en Los Barrens, tenía siempre miedo de perderse; Eddie, nunca. Con sus indicaciones los dos salían siempre donde él había previsto. «Si me perdiera en el Amazonas y Eddie estuviera conmigo, no me preocuparía en absoluto —había dicho Bill a Richie—. Él sabe. Mi padre dice que algunas personas son así, como si tuvieran una brújula en la cabeza».

—¡No te oigo! —gritó Eddie.

—Pppregunté por d-d-dónde.

—¿Por dónde qué? —Eddie sujetaba el inhalador con la mano sana. Bill se dijo que no parecía un chico, sino una rata ahogada.

—¿Por d-dónde seguimos?

—Bueno, eso depende de a dónde queramos ir —dijo Eddie.

Bill lo habría cogido por el pescuezo de buen grado, aunque la pregunta era muy lógica. Eddie contemplaba las tres tuberías, vacilante. Por todas ellas podrían pasar, pero la última parecía bastante estrecha.

Bill indicó a los otros que formaran círculo.

—¿D-dónde d-d-diablos está E-e-eso? —preguntó.

—En el medio de la ciudad —respondió Richie, de inmediato—. Bien en el medio de la ciudad. Cerca del canal.

Beverly asintió con la cabeza. Ben y Stan hicieron lo mismo.

—¿M-m-mike?

—Sí. Está cerca del canal. O debajo de él.

Bill volvió a mirar a Eddie.

—¿P-p-por cuál?

Eddie señaló, con desgana, la tubería inferior. El corazón de Bill dio un vuelco, pero eso no le extrañó.

—Por ahí.

—Oh, Dios —protestó Stan, amargado—. Por ahí baja la mierda.

—No sab… —comenzó Mike, pero se interrumpió. Inclinó la cabeza como si escuchara. Sus ojos parecían alarmados.

—¿Qué…? —interrogó Bill.

Pero Mike se cruzó los labios con un dedo. Ahora Bill también lo oía: chapoteos. Se acercaban. Gruñidos y palabras sofocadas. Henry no había renunciado.

—Rápido —indicó Ben—. Vamos.

Stan volvió la vista hacia atrás. Después miró la más baja de las tres tuberías. Apretó los labios y asintió.

—Vamos —dijo—. La mierda se lava.

—¡Stan el galán acaba de soltarse uno bueno! —exclamó Richie—. ¡Juaca juaca jua…!

—Richie, ¿quieres callarte? —siseó Beverly.

Bill abrió la marcha por la tubería haciendo muecas por el olor. Era olor a cloaca, era mierda, pero había también otro olor, ¿verdad? Más bajo, más vital. Si el gruñido de un animal pudiera tener olor (y Bill se dijo que era posible, si el animal en cuestión había estado comiendo ciertas cosas), ése habría sido el subolor que percibían. Vamos en la dirección correcta, sí. Eso ha estado aquí… y durante mucho tiempo.

Cuando hubieron avanzado cinco o seis metros, notaron que el aire se había puesto rancio y malsano. Bill avanzaba lentamente, pisando cosas que no eran barro. Miró sobre el hombro y dijo:

—T-t-tú ven d-d-detrás de m-mí, E-E-Eddie. T-t-te voy a ne-necesitar.

La luz se evaporó hasta un gris muy pálido; se mantuvo así por poco tiempo y luego desapareció, dejándolos en

(del cielo azul a)

la negrura. Bill avanzaba arrastrando los pies entre el hedor con la sensación de estar atravesándolo físicamente. Iba con una mano tendida hacia adelante; parte de él esperaba encontrar, en cualquier momento, pelaje áspero y ojos verdes abiertos en la oscuridad. El fin llegaría en una llamarada de dolor, cuando Eso le arrancara la cabeza.

La oscuridad estaba llena de sonidos, todos amplificados y resonantes.

Bill oía los pies de sus amigos que se arrastraban tras los suyos; a veces, algún murmullo. Había gorgoteos y extraños gruñidos metálicos. En una ocasión, un torrente de agua asquerosamente tibia le pasó entre las piernas haciéndolo vacilar sobre los talones, mojado hasta los muslos. Eddie le manoteó frenéticamente la espalda de la camisa, hasta que el pequeño torrente cedió. Richie, desde el extremo de la fila, aulló con lamentable buen humor:

—Creo que acaba de mearnos el alegre gigante verde, Bill.

Bill oía correr el agua o los desechos en borbotones canalizados por la red de tuberías menores que, seguramente, corría sobre su cabeza. Recordó la conversación sostenida con su padre sobre las cloacas de Derry y creyó saber qué era ese tubo: servía para recibir el exceso que se presentaba durante las lluvias torrenciales y la temporada de inundaciones. Todo lo de arriba saldría de Derry, arrojado al arroyo Torrault y al río Penobscot. A la ciudad no le gustaba bombear su mierda al Kenduskeag porque de ese modo el canal apestaría. Pero las aguas residuales iban al Kenduskeag y cuando eran demasiado abundantes para las tuberías comunes, se producía un desborde… como el que acababan de recibir. Y si se había producido uno, podía haber otro. Levantó la vista, intranquilo. No veía nada, pero estaba seguro de que había rejillas en el arco superior de la tubería y, quizá, también a los lados. En cualquier momento podía haber…

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