It (Eso) – Stephen King

—¿Marsh? —La frente se cubrió de delicadas arrugas.

—Sí, verá…

Aquí no hay ningún Marsh —dijo la anciana.

—Pero…

—A menos que… no se refiere a Alvin Marsh, ¿verdad?

—¡Sí! —dijo Beverly—. ¡Mi padre!

La mano de la anciana se elevó para tocar el camafeo. Miró a Beverly con más atención haciéndola sentir ridículamente joven, como si fuera una niña exploradora que iba a vender pastitas o etiquetas buscando donaciones para el equipo de fútbol. Entonces la anciana sonrió…, una sonrisa amable que era, sin embargo, triste.

—Caramba, parece que lo había perdido de vista, señorita. No me gusta ser la que le dé una mala noticia, justamente una desconocida, pero su padre murió hace cinco años.

—Pero… en el timbre…

Beverly miró otra vez y emitió una exclamación aturdida, que no llegaba a risa. En su agitación, en su certeza inconsciente, pero pétrea, de que su padre aún estaría allí, había confundido KERSH con MARSH.

—¿Usted es la señora Kersh? —preguntó, aturdida por la noticia sobre su padre, pero también sintiéndose estúpida por el error; la señora la tomaría por analfabeta o poco menos.

—En efecto —dijo la anciana.

—Y usted…, ¿conoció a mi padre?

—Muy poco —dijo la señora Kersh.

Su modo de hablar se parecía un poco al de Yoda en El imperio contraataca y Beverly tuvo nuevamente ganas de reír. ¿En qué otro momento había experimentado los mismos cambios bruscos de emociones? En verdad, no recordaba cuándo…, pero tenía el horrible presentimiento de que lo haría muy pronto.

—Él alquiló el apartamento de la planta baja antes que yo. Nos vimos por unos días, él yendo y yo viniendo. Se cambió a Roward Lane. ¿Conoce el pasaje?

—Sí —dijo Beverly.

Roward Lane se abría en esa misma calle, a cuatro manzanas de distancia; allí, los edificios de apartamentos eran más pequeños y aún más ruinosos.

—Yo solía verlo en el mercado de la avenida Costello, a veces —dijo la señora Kersh—; también en la lavandería, antes de que la cerraran. De vez en cuando cambiábamos unas palabras. Yo…, mujer, está muy pálida. Lo siento. Pase y le serviré un té.

—No se preocupe, sería demasiada molestia —dijo Beverly, débilmente.

Pero en realidad se sentía pálida, como un vidrio empañado a través del cual casi era imposible mirar. No le vendría mal un té y una silla.

—No es ninguna molestia —dijo la señora Kersh, cálidamente—. Es lo menos que puedo hacer, después de haberle dado una noticia tan desagradable.

Antes de que pudiera protestar, Beverly se encontró en su viejo apartamento, que ahora parecía mucho más pequeño, pero bastante seguro. Seguro, probablemente, porque casi todo estaba cambiado. En vez de la mesa de fórmica rosa con sus tres sillas, había una pequeña mesa redonda, no mucho más grande que una mesita rinconera, con flores de tela en un florero de arcilla. En vez de la vieja nevera Kelvinator, con su motor redondo encima (su padre vivía luchando con él para mantenerlo en funcionamiento), se veía una Frigidaire de color cobrizo. La cocina era pequeña, pero parecía eficiente. En las ventanas pendían cortinas azul intenso; detrás de los vidrios asomaban tiestos con flores. El suelo, de linóleo cuando ella era niña, había sido devuelto a la madera original que, tras muchas aplicaciones de cera, tenía un brillo maduro.

La señora Kersh apartó la vista de las hornallas donde estaba poniendo agua a calentar.

—¿Usted creció en esta casa?

—Sí —dijo Beverly—, pero ahora se la ve muy distinta, tan limpia y elegante… ¡Es una maravilla!

—Qué amable es —comentó la señora Kersh y la sonrisa la rejuveneció porque era radiante—. Tengo algo de dinero, ¿comprende? No es gran cosa, pero con mi jubilación vivo a gusto. Cuando era joven vivía en Suecia. Vine a este país en 1920, a los catorce años, sin dinero. Es la mejor manera de aprender el valor del dinero, ¿no le parece?

—Sí —dijo Bev.

—En el hospital, trabajaba —dijo la señora Kersh—. Muchos años, desde 1925 trabajé allí. Llegué a ecónoma en jefe. Todas las llaves tenía. Mi esposo invirtió nuestro dinero muy bien. Ahora he llegado a un pequeño puerto. Eche un vistazo a la casa, señorita, mientras hierve el agua.

—No, no podría…

—Por favor. Todavía me siento culpable. ¡Mire, si quiere!

Y ella miró. El cuarto de sus padres era ahora el de la señora Kersh y la diferencia era profunda. Parecía más luminoso y aireado. Una gran cómoda de cedro, con las iniciales R. G. grabadas en la madera, lanzaba al aire su suave aroma. La cama estaba cubierta por un gigantesco edredón estampado con mujeres sacando agua, pastores llevando al ganado, hombres apilando heno. Un edredón maravilloso.

La habitación de Bev se había convertido en salita de costura. Había allí una máquina Singer, con su mesa de hierro forjado bajo un par de lámparas sencillas y eficaces. En una pared colgaba un cuadro de Jesús; en otra, una foto de John F. Kennedy. Bajo el retrato de Kennedy había una hermosa vitrina llena de libros en vez de porcelana, sin haber perdido en el cambio.

Lo último que visitó fue el baño.

Lo habían redecorado en un color rosa, demasiado suave y agradable como para parecer chillón. Todos los artefactos eran nuevos, pero ella se aproximó al lavabo con la sensación de que la vieja pesadilla había vuelto a apresarla. Miraría por ese ojo negro y sin párpados, se iniciaría el susurro, y entonces la sangre…

Se inclinó sobre el lavabo captando un reflejo de su cara pálida y sus ojos oscurecidos en el espejo y miro hacia el interior del ojo esperando las voces, la risa, los quejidos, la sangre.

No hubiera podido decir cuánto tiempo pasó así, inclinada sobre el lavabo, esperando lo ocurrido veintisiete años atrás. Fue la voz de la señora Kersh la que le hizo reaccionar:

—¡El té, señorita!

Dio un respingo, rota la semihipnosis, y salió del baño. Si en algún lugar de ese desagüe había existido la magia negra, ya se había ido… o dormía.

—¡Oh, es muy amable de su parte!

La señora Kersh levantó la mirada con su sonrisa brillante.

—Oh, señorita, si supiera que pocas visitas recibo últimamente no diría eso. ¡Caramba, si más que esto le sirvo al hombre de Hidroeléctricas Bangor que viene a verificar el contador! ¡Lo estoy engordando!

En la mesa redonda de la cocina había tazas y platitos delicados de porcelana blanca con bordes azules. Había un plato de pastitas y pequeños trozos de tarta. Además de los dulces, una tetera de peltre despedía un suave vapor de agradable fragancia. Bev, divertida, pensó que sólo faltaba una cosa: los diminutos sándwiches descortezados, en tres tipos: queso crema y aceitunas, berros y ensalada de huevo.

—Siéntese —dijo la señora Kersh—. Siéntese, señorita, y yo serviré.

—No soy señorita —corrigió Beverly, levantando la mano izquierda para mostrar el anillo.

La señora Kersh sonrió con un gesto que decía: ¡Pss!

—A todas las chicas jóvenes y bonitas les digo señorita —aclaró—. Es costumbre. No se ofenda.

—No, en absoluto. —Pero Beverly, por algún motivo, experimentaba un deje de intranquilidad. En la sonrisa de la anciana, algo le había parecido un poquito… ¿desagradable? ¿Falso? ¿Alerta? Qué ridículo.

—Me encanta el modo en que ha arreglado la casa.

—¿Sí? —dijo la anciana, sirviendo el té.

La infusión parecía oscura, lodosa. Beverly no sentía muchos deseos de beberla… y de pronto se dijo que no quería estar allí.

Decía Marsh, en verdad, bajo el timbre, le susurró su mente, de súbito, y tuvo miedo.

La señora Kersh le pasó el té.

—Gracias —dijo Beverly. Aunque pareciera lodo, su aroma era maravilloso. Lo probó. Sabía bien. Deja de asustarte por cualquier cosa, se dijo—. Esa cómoda de cedro, en especial, es una pieza estupenda.

—¡Ah, es una antigüedad! —dijo la señora Kersh.

Y rió. Beverly notó que la belleza de la anciana tenía un solo defecto, bastante común en la zona del Norte: sus dientes eran muy feos; fuertes sí, pero feos, amarillos; los dos incisivos estaban cruzados. Los caninos parecían muy largos, casi colmillos.

Eran blancos; cuando abrió la puerta sonrió y tú misma notaste que eran muy blancos.

De pronto su miedo creció. De pronto sintió el deseo, la necesidad, de estar lejos de allí.

—¡Muy antiguo, sí! —exclamó la señora Kersh y bebió el contenido de su taza de un solo trago, con un súbito y sorprendente ruido de absorción. Miró a Beverly, le sonrió, y ella vio que sus ojos también habían cambiado. Las córneas eran amarillas, ancianas, surcadas por legañosas puntadas rojas. Su pelo era más ralo; la trenza parecía desnutrida, sin sus reflejos dorados, de un tono gris opaco.

—Muy antiguo —rememoró la señora Kersh sobre su taza vacía mirando astutamente a Beverly con sus ojos amarillentos. Sus dientes torcidos volvieron a aparecer en una sonrisa repulsiva, casi libidinosa—. Me acompañó desde la patria. ¿Las iniciales talladas, R. G.? ¿Las ha visto usted?

—Sí. —Su voz parecía provenir desde lejos. Una parte de su cerebro insistía: Si ella no se da cuenta de que has notado el cambio, tal vez no corras peligro, si ella no se da cuenta, no ve que…

—Mi padre —dijo ella, marcando mucho la P. Beverly vio que también el tono de su vestido había cambiado. Se había convertido en un negro escabroso, que se iba deshaciendo. El camafeo era un cráneo, cuya mandíbula colgaba en una mueca morbosa—. Se llamaba Robert Gray, más conocido por el apodo de Bob Gray, más conocido como Pennywise, el Payaso Bailarín. Aunque ése tampoco era su nombre. Pero a él le gustaban sus chistes.

Volvió a reír. Algunos dientes se le habían puesto tan negros como el vestido. Las arrugas de su piel eran más profundas. El rosa lechoso de su cutis se había convertido en un amarillento enfermizo. Sus dedos eran garras. Sonrió a Beverly.

—Coma algo, querida.

Su voz se había elevado media octava, pero en ese registro sonaba cascada, casi el ruido de una puerta de cripta que se balanceara sin sentido sobre goznes llenos de tierra negra.

—No, gracias —se oyó decir Beverly con la voz aguda de la criatura que piensa oh-me-tengo-que-ir. Las palabras no parecían originarse en su cerebro. Antes bien, brotaban de su boca y tenían que llegar hasta sus oídos para que ella tuviera conciencia de lo que había dicho.

—¿No? —preguntó la bruja, siempre sonriente.

Sus garras manotearon el plato. Empezó a meterse en la boca, con las dos manos, finas pastitas de melaza y delicados trozos de tarta. Sus horribles dientes desgarraban y mordían; sus uñas, largas y sucias, se clavaban en los dulces; las migas caían por la laja huesuda de su mentón. Su aliento tenía el olor de viejos cadáveres reventados por los gases de su propia descomposición. Su risa era un carcajeo mortífero. Su pelo era más ralo; aquí y allá dejaba ver el cuero cabelludo.

—Oh, a él le gustaban sus chistes, a mi padre. Esto es un chiste, señorita, por si le gustan: mi padre me parió, antes que mi madre. ¡Me cagó por el culo! ¡Ji, ji, ji!

—Tengo que irme —se oyó decir Beverly con la misma voz aguda y herida, la de una niña a la que se ha avergonzado cruelmente en su primera fiesta.

No había fuerza en sus piernas. Tuvo la vaga conciencia de que en su taza no había té sino mierda, mierda líquida, pequeño recuerdo de las cloacas que corrían bajo la ciudad. Y ella había bebido parte de eso; no mucho pero sí un sorbo, oh Dios, oh Dios, oh Jesús bendito, por favor, por favor…

La mujer estaba encogiéndose ante sus ojos. Enflaquecía. Ahora era una vieja con cara de manzana marchita que reía con una voz aguda y chillona, meciéndose.

—Oh, mi padre y yo somos una sola cosa —dijo—, sólo él, sólo yo. Y usted, querida, si es prudente huirá, volverá corriendo a su casa, a toda velocidad, porque quedarse será peor que morir. En Derry nadie muere de verdad. Usted ya lo sabía; ahora créalo.

Beverly, a cámara lenta, recogió sus piernas. Como desde fuera, se vio a si misma poniéndose de pie y retrocediendo de la mesa y de la bruja, en un tormento de horror e incredulidad. Por primera vez comprendía que esa pequeña mesa de comedor, tan pulcra, no era de roble oscuro sino de cobertura de chocolate. Aun ante sus ojos, la bruja, siempre riendo, con los ojos amarillentos y viejos astutamente desviados hacia el rincón, partió un trozo y se lo puso ávidamente en la trampa negra que era su boca.

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