It (Eso) – Stephen King

Sí que es guapo, piensa ella. Es un pensamiento fresco, despejado, de esos que se tienen al despertar, cuando una no tiene la mente sobrecargada. Viste un suéter y vaqueros desteñidos. Lleva el pelo, de color rubio oscuro, atado hacia atrás con un trozo de cuero crudo y eso recuerda a Beverly la cola de caballo que llevaba cuando era niña. Piensa: Seguro que tiene una hermosa polla de universitario cortés. Lo bastante larga como para divertirse, pero no tanto como para ser muy arrogante.

Vuelve a reír, totalmente incapaz de contenerse. Se da cuenta de que ni siquiera tiene pañuelo para enjugarse los ojos chorreantes y eso la hace reír aún más.

—Será mejor que se controle si no quiere que la azafata la expulse del avión —dice él, solemne.

Ella se limita a sacudir la cabeza, riendo; ya le duelen las costillas y el estómago.

Él le tiende un pañuelo blanco, limpio y ella lo usa. De algún modo, eso la ayuda a controlarse. No cesa enseguida, por cierto, pero su risa va menguando a pequeñas sacudidas y jadeos. De vez en cuando piensa en el gran pato sobre el flanco del avión y eructa otro torrente de risitas.

Al cabo de un momento, le devuelve el pañuelo.

—Gracias.

—Por Dios, señora, ¿qué le ha pasado en la mano? —El se la suelta por un momento, preocupado.

Beverly baja la vista y ve sus uñas desgarradas, las que se rompió hasta la cutícula al tumbar el tocador contra Tom. Ese recuerdo duele más que las uñas y acaba definitivamente con la risa. Retira la mano, pero con suavidad.

—Me la cogí con la puerta del coche, en el aeropuerto —dice, pensando en todas las mentiras que ha dicho para ocultar lo que Tom le hacía, en todas las mentiras que decía para disimular los moretones que le hacia su padre. ¿Es ésa la última vez, la última mentira? Qué maravilloso seria… casi demasiado como para creerlo. Piensa en un médico que acudiera a ver un caso de cáncer terminal y dijera: «Las radiografías muestran que el tumor se está reduciendo. No tenemos idea de por qué, pero así es».

—Ha de doler muchísimo —dice él.

—Tomé unas aspirinas. —Ella vuelve a abrir la revista proporcionada por la compañía, aunque él sabe, sin duda, que ya la ha hojeado dos veces.

—¿Adónde va?

Beverly cierra la revista, lo mira, sonríe.

—Usted es muy simpático, pero no quiero conversar. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dice él, devolviéndole la sonrisa—. Pero si quiere brindar por el pato del avión, cuando lleguemos a Boston, cuente conmigo.

—Gracias, pero debo tomar otro avión.

—Vaya, que mal me salió el horóscopo esta mañana —comenta él, mientras vuelve a abrir su novela—. Pero su risa es maravillosa. Podría enamorar a cualquiera.

Ella abre otra vez su revista, pero se descubre observando sus uñas rotas en vez de leer el artículo sobre los placeres de Nueva Orleáns. Bajo dos de ellas tiene ampollas de sangre purpúrea, en su mente oye los gritos de Tom: «¡Te voy a matar, hija de puta!». Se estremece, helada. Hija de puta para Tom, hija de puta para las costureras que se afanaban antes de los desfiles importantes y recibían, a cambio, las iras de Beverly Rogan; hija de puta para su padre, mucho antes de que Tom o las indefensas costureras fueran parte de su vida.

Hija de puta.

Pedazo de puta.

Grandísima puta.

Cierra momentáneamente los ojos.

El pie, cortado por un fragmento de frasco de perfume, al huir de la habitación, le palpita más que los dedos. Kay le dio una tirita, un par de zapatos y un cheque por mil dólares que Beverly se apresuró a cobrar, a las nueve de la mañana, en el First Bank of Chicago.

Contra las protestas de Kay, Beverly libró un cheque suyo por mil dólares, en una simple hoja de papel para máquina.

Cierta vez leí que tienen que pagar un cheque sin fijarse en qué papel está escrito —dijo a Kay. Su voz parecía surgir de otro sitio. Como de una radio en otra habitación—. Alguien cobró, una vez, un cheque firmado en una cápsula de descompresión. Lo leí en El libro de los récords, me parece. —Hizo una pausa y rió, intranquila. Kay la miraba con sobriedad, casi solemne—. Pero en tu lugar lo cobraría muy pronto, antes de que a Tom se le ocurra cancelar las cuentas.

Aunque no se siente cansada (sabe, sin embargo, que a esas alturas ha de estar funcionando a base de pura energía nerviosa y café negro) la noche anterior le parece algo soñado.

Recuerda haber sido seguida por tres adolescentes que la llamaban y silbaban, pero sin atreverse a abordarla. Recuerda su alivio al ver el blanco resplandor fluorescente de una tienda nocturna, volcado sobre las aceras, en una esquina. Recuerda que entró y dejó que el encargado, lleno de granos en la cara, le mirara la pechera de la blusa vieja, mientras lo convencía de que le prestara cuarenta centavos para el teléfono público. No fue difícil, considerando el espectáculo que estaba ofreciendo.

Llamó primero a Kay McCall marcando de memoria. El teléfono sonó diez o doce veces; empezaba a temer que Kay estuviera fuera de casa cuando su voz soñolienta murmuró:

—Que la excusa sea buena, quienquiera que sea —en el momento en Beverly iba a cortar.

—Soy Bev, Kay —dijo, vacilando. Luego se lanzó de lleno—. Necesito ayuda.

Hubo un silencio momentáneo. Por fin Kay volvió a hablar. Ahora parecía totalmente despierta.

—¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?

—Estoy en una tienda nocturna, en la esquina de Streyland Avenue y no sé qué otra calle. Yo… acabo de abandonar a Tom, Kay.

Su amiga, rápida, enfática y excitada:

—¡Bien! ¡Por fin! ¡Albricias! Iré a buscarte. ¡Ese hijo de puta! ¡Ese mierda! Iré a buscarte en el Mercedes, ¡qué joder! ¡Con bombos y platillos!

—Voy a tomar un taxi —dijo Bev, sosteniendo los otros veinte centavos en la mano sudorosa. En el espejo redondo de la pared posterior veía que el empleado le miraba el trasero con profunda y soñadora concentración—. Pero tendrás que pagarme el taxi cuando llegue. No tengo dinero. Ni un centavo.

—Le daré cinco dólares de propina —exclamó Kay—. ¡Me has dado la mejor noticia desde que Nixon presentó la renuncia! Ven corriendo, mujer, y… —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo con voz seria, tan llena de bondad y amor que Beverly se sintió a punto de llorar—. Gracias a Dios que te decidiste, Bev. Lo digo en serio. Gracias a Dios.

Kay McCall, una ex diseñadora que se casó rica, se divorció más rica aún y descubrió el feminismo en 1972, unos tres años antes de que Beverly la conociera. En el momento culminante de su controvertida popularidad, se la acusó de haber abrazado el feminismo después de usar leyes arcaicas y machistas para sacar a su esposo, un industrial, hasta el último centavo de lo que la ley permitía.

—¡Tonterías! —había asegurado Kay a Beverly, cierta vez—. Los que dicen eso nunca se acostaron con Sam Chacowicz. Unas cosquillas, dos sacudidas y a otra cosa: ése era el lema de Sammy. La única vez que aguantó más de setenta segundos fue haciéndose una paja en la bañera. Yo no lo estafé; me limité a cobrar mi sueldo de soldado con retroactividad.

Escribió tres libros: uno sobre el feminismo y la mujer trabajadora, otro sobre feminismo y familia y el tercero sobre feminismo y espiritualidad. Los dos primeros fueron bastante celebres. En los tres años transcurridos desde el último, sin embargo, había pasado un poco de moda y Beverly pensaba que, para ella, era una especie de alivio. Sus inversiones habían dado buenos frutos («El feminismo y el capitalismo no se excluyen mutuamente, gracias a Dios», había dicho a Beverly, cierta vez), por lo que ahora era una mujer adinerada, con casa en la ciudad, casa en el campo y dos o tres amantes, lo bastante viriles como para seguirle el tren en la cama, pero no tanto como para ganarle jugando al tenis. «Cuando llegan a eso, los dejo de inmediato», decía ella, como si hablara en broma, aunque Beverly se preguntaba si era realmente así.

Beverly llamó un taxi y se acurrucó en el asiento trasero con su maleta, feliz de escapar a la mirada del empleado. Dio al conductor la dirección de Kay.

Su amiga la estaba esperando en el extremo del sendero de entrada, con un abrigo de visón sobre el camisón de franela. Calzaba pantuflas rosadas peludas, con grandes pompones. Por suerte, los pompones no eran anaranjados; eso habría podido hacer que Beverly huyera otra vez en la noche, gritando. El trayecto hasta la casa de Kay había sido extraño; a ella iban volviendo cosas, recuerdos, con tanta celeridad y nitidez que se sentía asustada. Era como si alguien hubiera entrado en su cabeza con una excavadora, para excavar un cementerio mental cuya existencia ella ignorara hasta entonces. Sólo que eran nombres y no cadáveres los que estaban apareciendo, nombres que ella no había recordado en años: Ben Hanscom, Richie Tozier, Greta Bowie, Henry Bowers, Eddie Kaspbrak… Bill Denbrough. Especialmente, Bill; lo apodaban Bill el Tartaja, con esa franqueza de los chicos que a veces se toma por candor y otras veces por crueldad. Él le había parecido muy alto, perfecto, hasta que abrió la boca y comenzó a hablar, claro.

Nombres…, lugares…, cosas que habían pasado.

Con frío y calor alternativamente, había recordado las voces del desagüe… y la sangre. Su padre le había dado una buena tunda por gritar. Su padre… Tom…

La amenazó el llanto… y en ese momento Kay pagó al conductor y le dio una propina tal que el hombre, asombrado, exclamó:

—¡Gracias, señora! ¡Qué te parece!

Kay la llevó a la casa, la metió bajo la ducha, le dio una bata cuando salió, preparó café y revisó sus heridas. Le puso tintura de yodo en el pie y una tirita sobre el corte. Vertió una generosa medida de coñac en su segunda taza de café y le ordenó que la bebiera hasta la última gota. Después preparó dos raciones de jugoso bistec con champiñones frescos salteados.

—Muy bien —dijo—, ¿qué pasó? ¿Hay que llamar a la policía o sólo enviarte a Reno para que trámites el divorcio lo más rápido posible?

—No puedo decirte mucho —dijo Beverly—. Te parecería demasiado demencial. Pero en realidad la culpa fue mía…

Kay plantó la mano sobre la mesa. Hizo contra la caoba lustrada el ruido de un pistoletazo de bajo calibre. Bev dio un salto en la silla.

—No quiero oírte decir eso —exclamó Kay, con las mejillas muy encendidas y los ojos pardos echando chispas—. ¿Cuánto tiempo hace que somos amigas? ¿Nueve años, diez? Si llego a oírte decir una vez más que fue culpa tuya, vomitaré. ¿Me oyes? Voy a vomitar, joder. No fue culpa tuya, ni esta vez ni la vez anterior ni nunca. ¿No sabes el miedo que teníamos, casi todos tus amigos, de que ese hombre te rompiera algo, tarde o temprano, o acabara por matarte?

Beverly la miraba con ojos como platos.

—Y eso sí habría sido culpa tuya, al menos hasta cierto punto, por seguir con él y dejar que pasara. Pero ahora lo has dejado. Gracias a Dios, porque ya era hora. Pero no vengas, con las uñas rotas, el pie herido y marcas de cinturón en los hombros, a decirme que fue culpa tuya.

—No me pegó con el cinturón —dijo Bev. La mentira fue automática… tanto como la intensa vergüenza que hizo subir un miserable rubor a su cara.

—Si has terminado con Tom, también deberías terminar con las mentiras —observó Kay, serenamente. La miró con tanto amor, tan largamente, que Bev se vio obligada a bajar la vista. Sentía regusto a sal de lágrimas en el fondo de la garganta—. ¿A quién creías engañar? —preguntó Kay, siempre sin levantar la voz. Alargó la mano sobre la mesa para tomar las de Bev—. Las gafas ahumadas, las blusas de manga larga y cuello alto… Tal vez hayas engañado a uno o dos clientes, pero no a tus amigos, Bev. A la gente que te estima, no.

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