It (Eso) – Stephen King

La segunda sí, fue recobrada. La pelota pertenecía a otro chico de sexto curso (Eddie no recordaba su nombre, pero los otros le llamaban Estornudo porque siempre estaba resfriado) y había estado en uso por media primavera y medio verano de 1958. Como resultado, ya no era la creación esférica casi perfecta, de cuero blando y costura roja, que saliera de la caja; estaba rozada, con manchas de hierba y varios cortes. Sus costuras empezaban a aflojarse en un lado. Eddie, que solía recobrar las pelotas perdidas cuando el asma se lo permitía (disfrutando el indiferente «¡Gracias, flaco!» con que se la recibían los jugadores) sabía que pronto alguien traería un rollo de cinta engomada para emparcharla, a fin de que les sirviera por una semana más.

Pero antes de que llegara ese día, un muchacho de séptimo curso, con el extraño nombre de Stringer Dedham, arrojó hacia Belch Huggins una pelota con lo que él llamaba «cambio de velocidad». Belch calculó perfectamente el pitch (las pelotas lentas eran su especialidad) y bateó con tanta fuerza que la envejecida pelota de Estornudo perdió su cubierta, que cayó revoloteando a uno o dos metros de la segunda base, como, una polilla blanca, gigantesca. La pelota en sí continuó subiendo hacia un glorioso crepúsculo, desmadejándose. En el trayecto, mientras los chicos seguían su curso con maravillada mudez, pasó por encima del alambrado y continuó. Eddie recordaba que Stringer Dedham había dicho «¡A la mierr-da!», con voz pasmada de asombro. La pelota seguía, dibujando una senda en el cielo. Todos vieron el cordel que se iba soltando. Tal vez antes de que cayera, seis muchachos treparon por la alambrada. Eddie recordó que Tony Tracker, riendo como loco, había gritado:

—¡Ésa parecía salida del Yankee Stadium! ¿Me oís? ¡Del Yankee Stadium tendría que haber salido, joder!

Fue Peter Gordon quien encontró la pelota, no lejos del arroyo que el Club de los Perdedores cerraría con un dique, menos de tres semanas después. Lo que restaba no medía más de siete centímetros de diámetro, era una especie de torcido milagro que no se hubiera roto el cordel.

Por tácito acuerdo, los niños llevaron los restos de aquella pelota a Tony Tracker, quien la examinó sin decir palabra, rodeado de niños igualmente silenciosos. Visto desde lejos, el grupo parecía tener una solemnidad casi religiosa: la veneración de una reliquia. Belch Huggins ni siquiera corrió de base en base. Estaba entre los otros, como si no tuviera idea exacta de dónde estaba. Lo que Tony Tracker le devolvió, aquel día, era más pequeño que una pelota de tenis.

Eddie, perdido en esos recuerdos, caminó desde el sitio en donde había estado la meta, cruzando el montículo del pitcher (sólo que no era un montículo, sino una depresión sin grava) hasta salir del rombo. Se detuvo por un instante, sorprendido por el silencio; luego siguió caminando hasta la cerca. Estaba más herrumbrada que nunca y cubierta por una fea planta trepadora, pero seguía allí. Al otro lado se veía el descenso del suelo, agresivamente verde.

Los Barrens se parecían más que nunca a una selva. Por primera vez, Eddie se preguntó por qué llamaban Barrens (áridos) a una zona de vegetación tan enmarañada y selvática. ¿Por qué no llamarla La Espesura? ¿O La Jungla?

Barrens.

El sonido era ominoso, casi siniestro. Lo que conjuraba en la mente no era una maraña de arbustos y árboles tan densos que debían luchar por recibir un poco de sol, sino terrenos áridos y desiertos que se extendían interminablemente. Barrens. Mike había dicho que todos ellos eran yermos, y parecía cierto. Ni un sólo niño, entre los siete. Aun con la moda de la planificación familiar, resultaba un desafío a la ley de las probabilidades.

Dejó vagar los ojos a través del ruinoso campo en forma de diamante oyendo el ruido lejano de los coches de Kansas Street, el ruido lejano del agua corriendo y goteando allá abajo. Podía verla brillar en el sol de primavera como destellos de cristal. Los troncos de bambú aún estaban allí, en medio del verde. Más allá, en los terrenos cenagosos que bordeaban el Kenduskeag, había, supuestamente, arena movediza.

Allá abajo, en ese revoltijo, pasé los días más felices de mi niñez, pensó, estremecido.

Estaba por gritar sobre sus talones cuando algo le llamó la atención: un cilindro de cemento con una pesada tapa de acero. Agujeros Morlock los llamaba Ben, riendo con la boca pero no con los ojos. Llegaban casi a la cintura (si uno era niño) y en la tapa se leía DPTO. DE OBRAS PUBLICAS DE DERRY, en relieve metálico, formando un semicírculo. Y desde muy adentro se oía un zumbido. Algún tipo de maquinaria.

Agujeros Morlock.

Allí fuimos. En agosto. Al final. Entramos por uno de esos agujeros Morlock, como les decía Ben, en las cloacas, pero al cabo de un rato ya no eran cloacas. Eran…, eran…, ¿qué?

Allá abajo estaba Patrick Hockstetter. Antes de que Eso se lo llevara, Beverly le vio hacer algo malo, que la hizo reír, pero sabía que era malo. Tenía algo que ver con Henry Bowers, ¿no? Sí, creo que sí. Y…

Giró súbitamente en redondo y echó a andar hacia el abandonado garaje. No quería seguir contemplando Los Barrens. No le gustaban los pensamientos que conjuraban. Quería estar en su casa, con Myra. No quería estar allí. Él…

—¡Cógela, chico!

Giró hacia el sonido de la voz. Una especie de pelota venía sobre el alambrado, directamente hacia él. Rebotó en la grava. Eddie alargó una mano y la cogió. En su acto reflejo, el movimiento fue tan pulcro que resultó casi elegante.

Cuando miró lo que tenía en la mano, todo en él pareció aflojarse. En otros tiempos había sido una pelota de béisbol. Ahora era sólo una esfera envuelta en cordel porque la cubierta se había desprendido de un golpe. Se veía el cordel suelto, colgando, que pasaba sobre la cerca, como un hilo de telaraña, y desaparecía en Los Barrens.

Dios —pensó Eddie—. Dios, está aquí. Eso está aquí, conmigo, AHORA.

—Baja a jugar, Eddie —dijo la voz, al otro lado del alambrado.

Y Eddie reconoció, con horror próximo al desmayo, la voz de Belch Huggins, asesinado en los túneles, bajo Derry, en agosto de 1958. Allí estaba Belch, en persona, trepando por el terraplén al otro lado de la cerca.

Llevaba un uniforme de béisbol de los Yankees, lleno de hojas otoñales y manchado de verde. Era Belch, pero también el leproso, una criatura odiosamente levantada de la húmeda tumba en que había pasado largos años. La carne de su cara pesada pendía en hilachas y surcos pútridos. Tenía un ojo vaciado. En su pelo se agitaban cosas. Llevaba en una mano un guante de béisbol lleno de moho. Hundió los dedos putrefactos de la mano derecha en los rombos de la alambrada y, cuando los enroscó, Eddie oyó un horrible ruido de chapoteo que estuvo a punto de volverlo loco.

—Ésa podría haber salido del Yankee Stadium —dijo Belch, sonriendo. Un sapo, nocivamente blanco y pataleante, cayó de su boca al suelo—. ¿Me oyes? ¡Ésa podría haber salido del maldito estadio de los Yankees! Y a propósito, Eddie, ¿quieres que te la chupe? Lo hago por diez centavos. Qué diablos, te lo hago gratis.

La cara de Belch se transformó. La nariz bulbosa, como de gelatina, cayó hacia adentro, revelando dos canales de carne viva, los que Eddie había visto en sus sueños. Su pelo se hizo áspero, más retirado de las sienes y blanco como tela de araña. La piel podrida de la frente se desgarró, descubriendo el hueso blanco, cubierto de una sustancia mucosa, como los lentes empañados de un reflector. Belch había desaparecido; ahora estaba allí lo que había aparecido bajo el porche del 29 de Neibolt Street.

—Bobby cobra sólo diez —croó, mientras empezaba a trepar por el alambrado, dejando trozos de carne en los rombos de los hilos cruzados. La cerca tintineaba bajo su peso. Allí donde tocaba la enredadera, el verde se volvía negro—. Te lo hace donde estés. Cinco más por otra vez.

Eddie trató de gritar, pero no emitió sino un chirrido seco, sin sentido. Sus pulmones parecían la ocarina más vieja del mundo. Bajó la mirada a la pelota que tenía en la mano y, de pronto, el objeto empezó a exudar sangre por entre los cordeles. Las gotas cayeron a la grava y le salpicaron los mocasines.

La arrojó y dio dos pasos atrás, tambaleándose, con los ojos dilatados, frotándose las manos en la pechera de la camisa. El leproso había llegado a lo alto de la cerca. Su cabeza se balanceaba recortada contra el cielo: una silueta de pesadilla, como las máscaras de la noche de Brujas. Sacó la lengua: un metro de lengua, tal vez, que descendió por la cerca como una serpiente.

Estaba allí… y al segundo siguiente había desaparecido.

No se borró, como los fantasmas de película; simplemente, desapareció, en un guiño, de la existencia. Pero Eddie oyó un sonido que confirmaba su solidez esencial: un pop, como el de una botella de champán descorchada. Era el ruido del aire que se precipitaba a llenar el vacío, allí donde había estado el leproso.

Giró en redondo y echó a correr, pero no pudo avanzar tres metros antes de que cuatro formas tiesas surgieran de entre las sombras bajo la plataforma de carga. Al principio pensó que eran murciélagos y se cubrió la cabeza, gritando. Luego vio que eran cuadrados de lona, los mismos que los muchachos habían usado de bases para jugar allí.

Giraban y flameaban en el aire inmóvil; Eddie tuvo que agachar la cabeza para esquivar una. De pronto, a un tiempo, se asentaron en sus sitios de costumbre levantando pequeñas nubes de polvo: meta, primera base, segunda, tercera.

Jadeando, Eddie corrió más allá de la meta, con los labios contraídos y el rostro blanco como queso de crema.

¡WAC! El ruido de un bate al golpear una pelota fantasma. Y entonces…

Eddie se detuvo, con las piernas ya sin fuerzas y un gruñido en los labios. La tierra se abultaba en línea recta, desde la meta a la primera base, como si un topo gigantesco estuviera excavando rápidamente un túnel, apenas bajo la superficie de la tierra. A cada lado rodaba la grava. La forma bajo la tierra llegó a la base y la lona voló por el aire con tanta fuerza que emitió un chasquido como el que hacen los limpiabotas cuando se sientan bien y sacuden el paño. La tierra empezó a abultarse entre la primera y la segunda base, cada vez a más velocidad. La segunda base voló por el aire con un sonido similar. Apenas había vuelto a aposentarse cuando la forma subterránea había llegado a la tercera y corría hacia la meta.

También la meta voló, pero antes de que la lona pudiera descender, aquella cosa asomó de la tierra como un horrible regalo de cumpleaños. Y la cosa era Tony Tracker; su rostro era una calavera a la cual aún se aferraban algunos trozos de carne ennegrecida. Su camisa blanca era un amasijo de hebras podridas. Asomó de la tierra en la meta, hasta la cintura, meciéndose como un grotesco gusano.

—Puedes apretar ese bate todo lo que quieras —dijo Tony Tracker con voz arenosa, chirriante. Sus dientes sonreían con lunática familiaridad—. Da igual, Fuelle Pinchado; ya te atraparemos. A ti y a tus amigos. ¡Y jugaremos a la P’LOTA!

Eddie lanzó un chillido y retrocedió, tropezando. Había una mano en su hombro. La esquivó. La mano ejerció presión por un momento, antes de retirarse. Eddie se volvió. Era Greta Bowie. Estaba muerta. Le faltaba la mitad de la cara. En la roja carne restante reptaban los gusanos. Tenía un globo verde en una mano.

—Accidente de coche —dijo, con la mitad reconocible de la boca, y sonrió. La sonrisa provoco un indecible sonido de desgarramiento, y Eddie vio moverse tendones crudos, como terribles correas—. Yo tenía dieciocho años, Eddie. Borracha y llena de droga. Aquí estamos tus amigos, Eddie.

Él retrocedió apartándose de ella con las manos delante de la cara. Greta caminó hacia él. En sus piernas se había secado la sangre en largas salpicaduras. Llevaba mocasines.

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