It (Eso) – Stephen King

—Bueno, dímelo. ¿O vas a salirme otra vez con esa i-i-idiotez de que debo recordarlo solo?

—No —dijo Mike—, creo que en este caso no hay problema en decírtelo. Esa frase es un antiguo trabalenguas inglés que se convirtió en ejercicio de dicción para ceceosos y tartamudos. Aquel verano, el verano de 1958, tu madre insistía en que lo aprendieras. Tú solías andar por ahí, murmurándolo por lo bajo.

—¿Sí? —se extrañó Bill. Y luego agregó, lentamente, respondiendo a su propia pregunta—: Sí.

—Seguramente tenías muchos deseos de complacerla.

Bill, que súbitamente se sentía al borde del llanto, se limitó a asentir con la cabeza. No estaba en condiciones de hablar.

—Nunca lo conseguiste —dijo Mike—. Eso lo recuerdo. Te esforzabas como un loco, pero siempre se te enredaba la lengua.

—Sí que lo dije —contestó Bill—. Una vez, al menos.

—¿Cuándo?

Bill descargó el puño contra la mesa con tanta fuerza que le dolió.

—¡No lo recuerdo! —gritó.

Y luego, inexpresivo, repitió:

—No, no lo recuerdo.

XII. TRES HUÉSPEDES SIN INVITACIÓN

1

Un día después de que Mike Hanlon hiciera sus llamadas, Henry Bowers empezó a oír voces. Las voces habían estado hablándole durante todo el día. En principio, Henry pensó que provenían de la luna. Ya avanzada la tarde, mientras trabajaba en la huerta, levantó la vista y vio la luna en el cielo azul, pálida y pequeña. Una luna-fantasma.

Por eso, en realidad, creyó que era la luna que le estaba hablando. Sólo una luna-fantasma podía hablar con voces fantasmales: las voces de sus antiguos amigos, las voces de aquellos chicos que solían jugar en Los Barrens, tanto tiempo atrás. Y otra vez…, una a la que no se atrevía a poner nombre.

Victor Criss fue el primero en hablar desde la luna. Van a volver, Henry. Todos, macho. Vuelven a Derry.

Luego fue Belch Huggins el que habló desde la luna, tal vez desde su cara oscura. Tú eres el único, Henry. De todos nosotros, el único que queda. Tienes que arreglar cuentas con ellos, por mí y por Vic. Ningún mocoso puede derrotarnos de ese modo. Caramba, una vez bateé una pelota en el campo de Tracker y Tony Tracker dijo que esa bola podría haber salido del estadio de los Yankees.

Siguió trabajando con la azada mientras contemplaba la luna-fantasma en el cielo. Al cabo de un rato, Fogarty se acercó y le pegó en la nuca haciéndole caer de bruces.

—Estás sacando los guisantes junto con las hierbas, idiota.

Henry se levantó sacudiéndose la tierra de la cara y del pelo. Allí estaba Fogarty, con su chaquetilla y sus pantalones blancos, enorme, con su voluminosa barriga. Los guardias (a quienes se llamaba, en Juniper Hill, «consejeros») tenían prohibido llevar porras, pero varios de ellos, entre quienes estaban Fogarty, Adler y Koontz, eran los peores, llevaban rollos de monedas en el bolsillo. Casi siempre golpeaban con ellas en el mismo lugar: en la nuca. No había reglamento que prohibiera las monedas; en Juniper Hill no se las consideraba armas mortíferas.

—Lo siento, señor Fogarty —dijo Henry, ofreciéndole una amplia sonrisa que mostró una fila irregular de dientes amarillos. Parecían postes en la acera de una casa embrujada. Henry había empezado a perder los dientes a los catorce años, más o menos.

—Sí, lo sientes —dijo Fogarty—. Y lo sentirás mucho más si te pesco haciendo eso otra vez, Henry.

—Sí, señor Fogarty.

Fogarty se alejó, dejando grandes huellas pardas con sus zapatos negros en la tierra de la Huerta Oeste. Aprovechando que estaba de espaldas, Henry se tomó un momento para mirar en derredor, subrepticiamente. Habían sacado a todos los de la sala azul a trabajar con la azada apenas amainada la lluvia. Allí se ponía a los que antes habían sido muy peligrosos y que se consideraban sólo moderadamente peligrosos. En realidad, todos los pacientes de Juniper Hill estaban considerados moderadamente peligrosos. Se trataba de una institución para enfermos mentales con tendencias asesinas, erigida en las afueras de Augusta, cerca de la frontera municipal de Sidney. Henry Bowers estaba allí porque, en el otoño de 1958, lo habían declarado culpable del asesinato de su padre. Aquel año había sido famoso por los juicios a criminales. Tratándose de juicios a criminales, 1958 era el gran año.

Sólo que ellos no lo creían culpable de asesinar sólo a su padre. Si hubiera sido sólo por su padre, Henry no habría pasado veinte años en el hospital para enfermos mentales de Augusta, casi siempre inmovilizado por medios químicos o físicos. No, no sólo por su padre. Las autoridades creían que él los había matado a todos o a casi todos.

Tras el veredicto, el Derry News había publicado un artículo en primera plana titulado: Termina la larga noche de Derry. En él recordaban los puntos sobresalientes: el cinturón del desaparecido Patrick Hockstetter que se encontró en el escritorio de Henry; el montón de libros escolares, algunos asignados a Belch Huggins, otros a Victor Criss, ambos desaparecidos y ambos amigos del chico Bowers, que habían aparecido en el armario de Henry; y lo más condenatorio: una braguita, escondida en una desgarradura de su colchón, identificada, gracias a una marca de lavandería, como perteneciente a Veronica Grogan, fallecida.

Henry Bowers, según el Derry News, era el monstruo que había asolado Derry en la primavera y el verano de 1958.

Pero el Derry News, en su primera plana del 6 de diciembre, había proclamado que terminaba la larga noche de Derry. Y hasta un «idiota» como Henry sabía que, en Derry, la noche jamás terminaría.

Lo habían acribillado a preguntas, rodeándolo, apuntándole con el dedo. El jefe de policía lo había abofeteado dos veces; otra vez, un detective llamado Lottman le había dado un puñetazo en el vientre para que confesara y no les hiciera perder tiempo.

—Allí fuera hay gente que no está nada contenta, Henry —le había dicho ese Lottman—. Hace mucho tiempo que no se lincha a nadie en Derry, pero en cualquier momento podría volver a ocurrir.

Seguramente, estaban dispuestos a prolongar aquello todo el tiempo necesario, no porque temieran que los justos de Derry irrumpieran en la comisaría para llevarse a Henry y colgarlo de un manzano silvestre, sino porque ansiaban desesperadamente cerrar las cuentas de ese verano, lleno de sangre y horror. Habrían prolongado aquello, pero Henry no lo hizo necesario. Querían que él se confesara culpable de todo; al cabo de un rato lo comprendió así. A él no le molestó. Después del horror visto en las cloacas, después de lo que había pasado con Belch y Victor, ya todo le daba igual. Dijo que sí, que había matado a su padre. Eso era cierto. Sí, había matado a Victor Criss y a Belch Huggins. Eso también era cierto; al menos, los había llevado a los túneles donde habían sido asesinados. Sí, había matado a Patrick. Sí, también a Verónica. Sí a éste, sí a todos. No era verdad, pero no importaba. Había que cargar con la culpa. Tal vez para eso lo habían dejado vivir. Y si se negaba…

Comprendió lo del cinturón de Patrick. Se lo había ganado a las cartas, un día de abril, pero no le quedaba bien y por eso lo arrojó dentro de su escritorio. También comprendía lo de los libros; diablos, los tres andaban juntos y se preocupaban tanto por los textos que les daban en la escuela como un pájaro carpintero por el claqué. Probablemente los armarios de ellos estaban llenos de libros de Henry y los policías seguramente lo sabían.

En cuanto a la braguita… no, no sabía cómo podía haber ido a parar a su colchón.

Pero creía saber quién —o qué— se había encargado de eso.

Mejor no hablar de esas cosas.

Mejor cerrar la boca.

Así que lo enviaron a Augusta. Por fin, en 1979, lo trasladaron a Juniper Hill; desde entonces sólo se había metido en líos una vez, y eso porque, al principio, nadie entendía. Un sujeto quiso apagarle el velador. El velador era un Pato Donald saludando con el sombrerito de marinero. Donald era la protección cuando se ponía el sol. Sin luz alguna, podían entrar cosas. Los cerrojos de la puerta y el alambrado no las detenían. Entraban en forma de niebla. Cosas. Hablaban y reían… y a veces daban manotazos. Cosas peludas, cosas suaves, cosas con ojos. El tipo de cosas que habían asesinado, realmente, a Vic y a Belch, mientras los tres perseguían a los chicos por los túneles, debajo de Derry, en agosto de 1958.

En ese momento, al mirar a su alrededor, vio a los otros internos de la sala azul. Allí estaba George DeVille, que había asesinado a su mujer y a sus cuatro hijos una noche del invierno, en 1962. George mantenía la cabeza estudiosamente inclinada. Su pelo blanco ondeaba en la brisa y de la nariz le colgaban alegremente los mocos mientras trabajaba con la azada. Un enorme crucifijo de madera se bamboleaba contra su pecho, allá estaba Jimmy Donlin. En los periódicos sólo se decía de él que había matado a su madre en Portland, durante el verano de 1965; lo que los periódicos no decían era que Jimmy había intentado un novedoso experimento para deshacerse del cadáver: cuando la policía lo encontró, Jimmy ya se había comido más de la mitad, incluyendo los sesos. «Con ellos me volví el doble de inteligente», confesó Jimmy a Henry, cierta noche, tras la hora de apagar la luz.

Una hilera detrás de Jimmy estaba el pequeño francés Benny Beaulieu, trabajando frenéticamente y cantando el mismo verso una y otra vez, como siempre. Benny había sido incendiario…, pirómano. En ese momento, mientras trabajaba, repetía un verso de The Doors: «Trata de incendiar la noche, trata de incendiar la noche, trata de incendiar la noche, trata de…».

Al cabo de un rato, eso acababa por alterar los nervios a cualquiera.

Más allá de Benny estaba Franklin de Cruz, que había violado a más de cincuenta mujeres antes de que lo atraparan con las manos en la masa, en un parque de Bangor. Las edades de sus víctimas iban de los tres a los ochenta y un años. No era muy remilgado, Frank de Cruz. Y junto a él, pero más atrás, Arlen Weston pasaba tanto tiempo contemplando soñadoramente su azada como usándola. Fogarty, Adler y John Koonts habían probado el método de las monedas para convencerlo de que se diera un poco de prisa; un día, Koontz le había pegado con demasiada fuerza, quizá, porque Arlen había sangrado, no sólo por la nariz sino también por las orejas, y esa noche había tenido convulsiones. No fueron muy grandes. Pero desde entonces, Arlen se había retirado cada vez más hacia su propia negrura interior; ahora era un caso desesperado, casi totalmente desconectado del mundo. Detrás de Arlen…

—Si no levantas eso te voy a ayudar otro poquito, Henry —bramó Fogarty.

Henry levantó la azada y siguió trabajando. No quería tener convulsiones y terminar como Arlen Weston.

Pronto empezaron otra vez las voces. Pero esa vez eran las de los otros, las voces de los chicos que lo habían metido en eso, susurrándole desde la luna-fantasma.

Ni siquiera pudiste alcanzar a un gordo, Bowers —susurró uno de ellos—. Ahora soy rico, y tú estás dándole a la azada. ¡Me río de ti, imbécil!

No p-p-podías atrapar n-n-ni un re-resfriado, B-b-bowers. ¿Has le-le-leído algún b-b-buen libro d-d-desde que te en-encerraron? ¡Yo escribí un m-m-montón! Soy ri-ri-rico y tú estás en Ju-ju-juniper Hill. ¡Me río de ti, pedazo de estúpido!

—Callaos —susurró Henry a las voces fantasmales, usando la azada más deprisa y volviendo a arrancar las plantas de guisantes junto con las hierbas. El sudor le corría por las mejillas como, si fuera llanto—. Podíamos haberos atrapado. Claro que podíamos.

Te hicimos encerrar, capullo —rió otra voz—. Me perseguiste, pero no pudiste atraparme y ahora también yo soy rico. ¡Bien, talón de plátano!

—Cállate —murmuró Henry, apresurando el trabajo—. ¡Callaos todos!

¿Querías meterte bajo mis braguitas, Henry? —lo provoco otra voz—. ¡Qué lástima! Dejé que todos me lo hicieran; yo era más que una cualquiera. Pero ahora también soy rica y estamos otra vez todos juntos y estamos haciéndolo otra vez, pero tú no podrías, aunque yo te lo permitiera, porque no se te pone tiesa. Así que me río de ti, Henry, me río, de ti…

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