It (Eso) – Stephen King

—Pero ¿y las mujeres?

—Un par de rameras —dijo, indiferente—. Además, eso pasó en Derry, no en Nueva York ni en Chicago. El lugar, hijito, interesa tanto como lo que pasa. Por eso los titulares son más grandes cuando un terremoto mata a doce personas en Los Ángeles que cuando mata a tres mil en alguna remota comarca del Medio Este.

Además, eso pasó en Derry.

Lo he oído decir otras veces y supongo que, si continúo con esta investigación, lo oiré muchas veces más, interminablemente. Lo dicen como si hablaran con un retardado: con paciencia. Tal como uno contestaría: «Por la ley de gravedad», si alguien preguntara por qué estamos pegados al suelo, cuando caminamos. Lo dicen como si fuera una ley natural que cualquier hombre normal debería comprender. Y lo peor, por supuesto, es que sí, lo comprendo.

Tenía una última pregunta para Norbert Keene.

—¿Vio usted aquel día, una vez iniciada la refriega, a alguien que no conociese?

La respuesta del señor Keene fue tan pronta que mi temperatura sanguínea bajó diez grados… al menos, ésa fue mi sensación.

—¿Te refieres al payaso? ¿Cómo te enteraste, hijo?

—Oh, lo oí en alguna parte.

—Lo vi sólo por un instante. Una vez que las cosas se pusieron al rojo, estuve muy atento a lo mío, claro. Pero en cierto momento me volví y lo vi calle arriba, entre los suecos, bajo la marquesina del Bijou. No vestía de payaso ni nada de eso. Llevaba un mono de granjero y una camisa de algodón. Pero tenía la cara cubierta con esa pintura blanca que usan los payasos y una enorme sonrisa roja, pintada. Además, tenía mechones de pelo artificial, de color naranja. Bastante cómico.

»Lal Machen no lo vio. Pero Biff, sí. Sólo que Biff debió de confundirse, porque creyó verlo en una de las ventanas de un apartamento, a la izquierda. Y cuando hablé del asunto con Jimmy Gordon (lo mataron en Pearl Harbor, no sé si lo sabías; se hundió con su barco, el California, creo que era), dijo haber visto a ese tipo detrás del monumento a la guerra.

El señor Keene sacudió la cabeza, sonriendo un poquito.

—Es extraño, cómo se pone la gente en una cosa así y más extraño todavía lo que recuerdan cuando todo pasa. Puedes escuchar dieciséis relatos diferentes: no habrá dos que coincidan. Lo del arma que tenía ese payaso, por ejemplo…

—¿Qué arma? —inquirí—. ¿También él estaba disparando?

Ayuh —dijo el señor Keene—. La única vez que lo vi, parecía tener un Winchester. Más tarde se me ocurrió que debió parecerme un Winchester porque ésa era el arma que yo tenía. Biff Marlow creyó verlo con un Remington porque era su propia arma. Y cuando interrogué a Jimmy, dijo que el tipo disparaba con un viejo Springfield, como el suyo. Curioso, ¿no?

—Curioso —logro balbucir—. Señor Keene…, ¿a ninguno de ustedes le extrañó ver allí a un payaso… y además vestido con un mono de granjero?

Ayuh —dijo él—. Nos extrañó, sí, aunque no era gran cosa, como comprenderás. Imaginamos que sería alguien con ganas de participar, pero sin ser reconocido. Tal vez un miembro del Concejo Municipal; Horst Mueller o Trace Naugler, que por entonces era el alcalde. También pudo haber sido un profesional que quiso pasar inadvertido: un médico, un abogado. Yo no habría reconocido ni a mi propio padre en aquel revuelo.

Rió un poquito. Le pregunté dónde estaba la gracia.

—También existe la posibilidad de que fuera un payaso de verdad. En aquella época, la feria de Esty llegaba mucho antes que en la actualidad. La semana en que los Bradley encontraron su final, esa feria estaba en lo mejor. Allí había payasos. Tal vez alguno de ellos se enteró de que teníamos un carnaval propio y vino a participar.

Me sonrió secamente.

—Ya casi he terminado —dijo—, pero quiero contarte algo más, ya que pareces tan interesado y escuchas con tanta atención. Fue algo que Biff Marlow dijo quince o dieciséis años más tarde mientras tomábamos unas cervezas en Bangor. Lo dijo de repente, sin que tuviera nada que ver con lo que estábamos hablando. Dijo que ese payaso estaba asomado por la ventana a tal punto que habría debido caerse. No asomaba sólo la cabeza, los hombros y los brazos; Biff dijo que había sacado el cuerpo hasta las rodillas y que estaba suspendido en el aire, disparando contra los coches, con esa enorme sonrisa roja.

—Como si estuviera flotando —dije.

—Exacto —asintió el señor Keene—. Y Biff observó otra cosa, algo que lo inquietó por semanas enteras. Una de esas cosas que uno tiene en la punta de la lengua, pero no logra sacar; como un mosquito o un jején posado en la piel. Según dijo, finalmente se dio cuenta de lo que era una noche en que tuvo que levantarse para ir al baño. Mientras estaba allí, meando, sin pensar en nada en especial, se le ocurrió de pronto que el tiroteo había empezado a las dos y veinticinco de la tarde, a pleno sol. Pero el payaso no hacía sombra. No hacía ni un poquito de sombra.

Cuarta parte
JULIO DE 1958

Tú letárgica, atendiéndome, esperando
el fuego y yo
atendiéndote estremecido por tu belleza
Estremecido por tu belleza
Estremecido.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, Paterson.

Pues yo nací con mi traje de nacer.
El médico me palmeó en el culo
y dijo: «Vas a ser algo especial,
tú, dulce culito».

SIDNEY SIMIEN, «Mi culito»

XIII. LA APOCALÍPTICA BATALLA A PEDRADAS

1

Bill es el primero en llegar. Se sienta en una de las sillas de respaldo alto, junto a la puerta de la sala de lectura, y observa a Mike que atiende a los últimos lectores de la noche: una anciana con un montón de novelas baratas de terror, un hombre con un enorme tomo histórico sobre la guerra civil, y un chico escuálido que espera para retirar una novela cuya etiqueta adhesiva indica un plazo de siete días. Bill nota, sin sorpresa, que es suya, la última publicada. Siente que la sorpresa está más allá de él, el don de encontrarse con lo no buscado, una realidad en la que se creía y que ha resultado ser un sueño apenas, después de todo.

Una muchacha bonita, con falda escocesa sujeta con un gran alfiler de gancho dorado (Cielos —piensa Bill—, hacía años que no veía una de ésas. ¿Se estarán poniendo otra vez de moda?), saca fotocopias con un ojo puesto en el gran reloj de péndulo, tras el escritorio de control. Los sonidos son suaves y consoladores como los de cualquier biblioteca: roces y chirridos de zapatos en el linóleo rojo y negro del suelo, el incesante tic tac del reloj que deja caer secos segundos; el ronroneo gatuno de la fotocopiadora.

El chico retira su novela de William Denbrough y se acerca a la muchacha en el momento en que ella termina y empieza a arreglar sus papeles.

—Puedes dejar esas copias en el escritorio, Mary —dice Mike—. Yo me encargo de guardarlas.

Ella le brinda una sonrisa agradecida.

—Gracias, señor Hanlon.

—Buenas noches. Buenas noches, Billy. Id a casa directamente.

—¡Si no te andas con cuidado… te agarrará… el hombre… del saco! —canturrea el chico escuálido, mientras desliza un brazo posesivo por la cintura de la chica.

—Bueno, no creo que tenga ningún interés en dos fulanos tan feos como vosotros —dice Mike—, pero id con cuidado de todos modos.

—Sí, señor Hanlon —responde Mary, bastante seria, mientras da un ligero puñetazo al hombro del chico—. Vamos, feo —dice riendo.

Al hacer eso, deja de ser una quinceañera bonita y mansamente deseable para convertirse en la niña de once años, con aspecto de potrillo, pero no tan desgarbada, que fue Beverly Marsh. Cuándo pasan junto a Bill, se siente estremecido ante su belleza… y tiene miedo; querría acercarse al chico y decirle, con severidad, que vaya a su casa por calles bien iluminadas y no se vuelva si alguien le habla.

No se puede tener cuidado con un patinete, señor, dice una voz fantasmal dentro de su cabeza. Y Bill esboza una melancólica sonrisa de adulto.

Observa al chico, que abre la puerta para que pase su amiguita. Salen al vestíbulo y se acercan un poco más. Bill apostaría sus derechos de autor sobre el libro que ese tal Billy lleva bajo el brazo a que le ha robado un beso antes de abrirle la puerta exterior. Y si no lo hiciste, jódete por tonto, Billy, macho —piensa—. Ahora llévala a su casa sana y salva. ¡Por el amor de Dios, llévala a su casa sana y salva!

Mike le llama.

—Enseguida estaré contigo, Gran Bill. En cuanto haya archivado esto.

Bill hace un gesto de asentimiento y cruza las piernas. La bolsa de papel que tiene en el regazo crepita un poco. Dentro hay una botellita de whisky; tal vez no haya deseado nunca una copa con tantas ganas como en estos momentos. Mike podrá darles agua, al menos, aunque no hielo. Y tal como se siente en ese momento, muy poca agua le bastará.

Piensa en Silver, apoyada en la pared del garaje, en la casa de Mike. Y desde allí sus pensamientos avanzan naturalmente hasta el día en que se reunieron todos en Los Barrens (todos, menos Mike) y cada uno volvió a contar su historia; leprosos bajo los porches, momias que caminaban en el hielo, sangre en los sumideros y niños muertos en la torre-depósito; fotos que se movían y hombres-lobo que perseguían a los niños por calles desiertas.

Aquel día, antes del 4 de julio, se habían adentrado en Los Barrens. Ahora lo recuerda. En la ciudad hacía calor, pero estaba fresco en la sombra enmarañada de la ribera oriental del Kenduskeag. Recuerda que había uno de esos cilindros de cemento, a poca distancia; murmuraba para sus adentros, tal como la fotocopiadora había murmurado para la bonita quinceañera hace un momento. Bill recuerda eso, y recuerda también que, una vez contadas todas las historias, los otros lo miraron.

Buscaban que él les dijera qué hacer a continuación, cómo proceder, y él, simplemente, no lo sabía. El no saberlo le produjo una especie de desesperación.

En este momento, al mirar la sombra de Mike, estirada y grande en la pared de madera oscura, le sobreviene una súbita certeza: si no lo supo en aquella oportunidad fue porque el grupo no estaba completo aún, aquel 3 de julio por la tarde. La integración se cumplió más tarde, en el foso de grava abandonada detrás del vertedero, por donde se podía salir de Los Barrens trepando fácilmente por cualquiera de los dos lados: la calle Kansas o la Merit. En realidad, en el sitio exacto donde estaba ahora la elevación de la ruta interestatal. El foso de grava no tenía nombre; era viejo; sus costados desmigajados estaban llenos de hierbas y matojos. Allí aún había municiones de sobra, más que suficientes para una apocalíptica batalla a pedradas.

Pero antes de eso, en la ribera del Kenduskeag, él no había sabido qué decir. ¿Qué pretendían que dijera? ¿Qué quería decir él? Recuerda haber mirado todas las caras, una a una: la de Ben, la de Bev, la de Eddie, la de Stan, la de Richie. Y recuerda música. Little Richard. «Juomp-bomp-a-lomp-bomp…».

Música a bajo volumen. Y dardos de luz en sus ojos. Recuerda los dardos de luz porque…

2

Richie había colgado su radio de transistores en la rama más baja del árbol contra el cual estaba recostado. Aunque se habían puesto a la sombra, el sol rebotaba en la superficie del Kenduskeag, caía en el cromado de la radio y, desde allí, en los ojos de Bill.

—S-s-saca eso, R-R-Richie —dijo Bill—. Me v-v-va a dejar ci-ciego.

—Sí, Gran Bill —repuso Richie de inmediato, sin ninguna salida graciosa.

Y bajó la radio de la rama. Además, la apagó, y Bill lamentó que lo hubiera hecho. El silencio, roto sólo por el agua ondulante y el vago zumbido de la maquina que bombeaba aguas residuales, parecía muy estridente. Todos los ojos lo observaban. Él quiso decirles que miraran a otra parte. ¿Por quién lo tomaban? ¿Por un bicho raro?

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