It (Eso) – Stephen King

Pero no pudo decir eso, por supuesto, porque ellos no hacían sino esperar a que él les dijese qué hacer. Habían descubierto algo espantoso y necesitaban que él les dijese cómo actuar. ¿Por qué yo?, habría querido gritarles. Pero no lo hizo porque también sabía eso. Era porque, le gustara o no, había sido designado para ese puesto. Porque era el de las ideas, porque había perdido un hermano por culpa de Eso, fuera lo que fuese. Pero, por sobre todas las cosas, porque se había convertido, de un modo oscuro que jamás comprendería por completo, en el Gran Bill.

Echó una mirada a Beverly y apartó rápidamente la vista de la serena confianza que encontró en sus ojos. Cuando miraba a Beverly sentía algo raro en la boca del estómago. Algo así como polillas.

—No p-p-podemos ir a la p-p-policía —dijo, por fin. Su voz sonó demasiado áspera ante sus propios oídos; demasiado alta—. Tampoco podemos recurrir a nuestros p-p-pa-padres. A menos que… —Miró a Richie con aire esperanzado—. ¿Q-q-qué me di-dices de tu madre y tu padre, cuatro-ojos? P-p-parecen bastante pa-pasables.

—Mi buen amigo —dijo Richie, con la voz de Toodles, el mayordomo—, es evidente que no posee conocimiento alguno sobre mis progenitores. Ellos…

—Habla como la gente, Richie —dijo Eddie, desde su sitio, junto a Ben.

Estaba sentado junto a Ben por una simple razón: ese chico le hacía sombra. Su rostro lucía pequeño, enjuto y preocupado como el de un anciano. Tenía el inhalador en la mano derecha.

—Dirían que soy candidato a ocupar una camisa de fuerza —dijo Richie.

Ese día llevaba un par de gafas viejas. La víspera, un amigo de Henry Bowers, llamado Gard Jagermeyer, se le había acercado por detrás, en el momento en que Richie había salido de la heladería con un barquillo de pistacho, gritando «Tú te quedas», mientras lo golpeaba con todas sus fuerzas en la espalda con los puños entrelazados. Ese tal Jagermeyer pesaba unos dieciocho kilos más que Richie. Lo arrojó a la alcantarilla haciéndole volar las gafas y el barquillo. Así se había roto el cristal izquierdo: la madre estaba furiosa y había prestado muy poco oído a las explicaciones del chico.

—Yo sólo sé que actúas a tontas y a locas —le había dicho—. Francamente, Richie, ¿crees que tenemos un árbol de gafas del que podemos arrancar un par nuevo cada vez que rompes las viejas?

—Pero, mamá, ese chico me empujó vino por atrás, y era grande y me empujó…

Por entonces, Richie estaba al borde de las lágrimas. Esa imposibilidad de explicarse ante su madre lo hacía sufrir mucho más que verse arrojado a la alcantarilla por Gard Jagermeyer, un tío tan estúpido que ni siquiera se habían molestado en enviarlo a los cursos de verano.

—No quiero oír una palabra más —dijo Maggie Tozier, secamente—. Pero la próxima vez que veas llegar a tu padre extenuado, después de trabajar hasta muy tarde por tercera vez consecutiva, piensa un poco, Richie. Hazme el favor: piensa.

—Pero, mamá…

—Basta, he dicho.

La voz de la madre sonó seca y definitiva; peor aún, parecía a punto de llorar. Salió del cuarto y el televisor se encendió a demasiado volumen. Richie se quedó solo, miserablemente sentado ante la mesa de la cocina.

Fue ese recuerdo lo que hizo que Richie volviera a sacudir la cabeza.

—Mis padres son buenas personas, pero jamás creerían algo así.

—¿Y o-o-otros chi-chicos?

Miraron en derredor, recordaría Bill, años más tarde, como buscando a alguien que no estaba allí.

—¿Quién? —preguntó Stan, vacilante—. No sé de nadie que me merezca confianza.

—De cu-cu-cualquier modo… —dijo Bill, con voz afligida.

Y calló un breve silencio, mientras él pensaba qué decir.

3

Interrogado al respecto, Ben Hanscom habría dicho que Henry Bowers lo odiaba más que a los otros Perdedores por lo que había ocurrido aquel día en Los Barrens, al caer ambos desde Kansas Street y por lo que había ocurrido el día en que él, con Richie y Beverly, habían escapado desde el Aladdin, pero, también y sobre todo, porque, al no permitirle copiar de su examen, había hecho que lo enviaran a los cursos de verano provocando la ira de su padre, Butch Bowers, que tenía fama de loco.

Ante la misma pregunta, Richie Tozier habría dicho que Henry lo odiaba a él como a nadie por el día en que había escapado, por la gran tienda de Fresse, de él y de sus otros mosqueteros.

Stan Uris habría dicho que él era el más odiado por Henry, por ser judío. (Estaba en el tercer curso, y Henry, que ya cursaba quinto, le había lavado la cara con nieve hasta hacérsela sangrar mientras él gritaba, histérico de dolor y de miedo).

Bill Denbrough creía merecer todo el odio de Henry por ser flaco y tartamudo y por vestir bien. («¡P-p-pero m-m-miren a ese ma-ma-maldito ma-ma-marica!», había gritado Henry, en cierta fiesta escolar, al verlo aparecer con corbata. Antes de terminar el día, la corbata había sido arrancada de un tirón y arrojada a un árbol de Charter Street).

En realidad, odiaba a los cuatro, pero el habitante de Derry que merecía el primer puesto en la lista de odios de Henry no figuraba en el Club de los Perdedores, aquel 3 de julio. Era un niño negro llamado Michael Hanlon, quien vivía a cuatrocientos metros de la granja de Los Bowers.

El padre de Henry, que merecía plenamente su fama de loco, era Oscar Butch Bowers. Butch Bowers asociaba su declinación financiera, física y mental a la familia Hanlon en general y al padre de Mike en particular. Will Hanlon, según decía siempre a sus pocos amigos y a su hijo, lo había hecho encerrar en la cárcel al morir todos sus pollos.

—Para cobrar el seguro, por supuesto —decía mirando a su público, desafiándolo a negarlo—. Hizo que algunos de sus amigos mintieran para apoyarlo. Y por culpa suya tuve que vender mi Mercury.

—¿Quién lo respaldó, papá? —había preguntado Henry, que tenía ocho años, ardiendo ante la injusticia sufrida por su padre. Para sus adentros pensaba que, cuando fuese mayor, buscaría a esos mentirosos, los llenaría de miel y los plantaría en hormigueros, como en esas películas del oeste que pasaban en el Bijou los sábados por la tarde.

Como su hijo era auditorio incansable (aunque, de habérsele preguntado, él habría respondido que así debía ser), Bowers llenaba sus oídos con una letanía de odio y mala suerte. Explicaba a su hijo que, aunque todos los negros eran estúpidos, algunos eran también astutos y que, en el fondo, odiaban a los hombres blancos y que querían «hacérselo a las blancas». Tal vez no lo había hecho sólo por el seguro, después de todo, decía Butch; tal vez Hanlon había decidido echarle la culpa de la muerte de esos pollos porque Butch era quien tenía el puesto de venta más próximo a la carretera. Lo había hecho, de todos modos, tan seguro como que la mierda se pega a las mantas. Y después había conseguido que unos cuantos negrófilos de la ciudad lo respaldaran y amenazaran a Butch con meterlo en la cárcel si no le pagaba.

—¿Y por qué no? —preguntaba Butch a su silencioso hijo, de ojos redondos y cuello sucio—. ¿Por qué no? Después de todo, yo sólo peleé por este país contra los japoneses. Como nosotros había muchos, pero él era el único negro del condado.

Al asunto de los pollos había seguido un incidente tras otro: a su tractor se le había roto el eje; se le rompió el arado bueno en el sembrado norte; le salió en el cuello un grano que se infectó, hubo que abrirlo y, tras una nueva infección, extirparlo quirúrgicamente; el negro empezó a usar su dinero mal habido para bajar sus precios haciendo que Butch perdiera clientela.

Aquello era una letanía incesante en los oídos de Henry: el negro, el negro, el negro. Todo era culpa del negro. El negro tenía una bonita casa blanca, con dos plantas y caldera de petróleo, mientras que Butch, con su mujer y su hijo, vivían en un cobertizo de papel alquitranado, o poco más. Cuando la granja dejó de dar dinero suficiente y Butch tuvo que ir a trabajar en los bosques por una temporada, fue por culpa del negro. Cuando se les secó el pozo, en 1956, fue por culpa del negro.

Meses después, Henry, que tenía diez años, empezó a alimentar a Mr. Chips, el perro de Mike, con huesos de caldo y bolsas de patatas fritas. Llegó el momento en que Mr. Chips sacudía la cola y acudía corriendo cuando él lo llamaba. Cuando el perro estuvo bien habituado a Henry y sus bocados, recibió medio kilo de carne picada llena de insecticida. Había encontrado el veneno en el cobertizo de atrás y con los ahorros de tres semanas, compró la carne en la carnicería de Costello.

Mr. Chips comió la mitad de la carne envenenada, se detuvo.

—Anda, termina con eso, negro piojoso —lo instó Henry.

Mr. Chips meneó la cola. Como Henry lo había llamado así desde un principio, consideraba que ése era su segundo nombre. Cuando empezaron los dolores, Henry sacó un trozo de soga y ató el perro a un haya, para que no pudiera correr a su casa. Luego se sentó en una roca plana, calentada por el sol, con la barbilla, apoyada en las manos, para ver cómo agonizaba al animal. Tardó mucho en morir, pero a Henry le pareció tiempo bien empleado. Al final, Mr. Chips tuvo convulsiones; por entre los dientes le caía una espuma verde.

—¿Te gusta, negro piojoso? —preguntó Henry. El perro, al oír su voz, levantó sus ojos moribundos y trató de menear la cola—. ¿Te ha gustado el almuerzo, perro de mierda?

Una vez el perro estuvo muerto, Henry le quitó la soga y volvió a su casa, a contar a su padre lo que había hecho. Por aquel entonces, Oscar Bowers estaba rematadamente loco; un año después, su esposa lo abandonaría después de recibir una paliza que estuvo a punto de matarla. Henry sentía por su padre el mismo miedo y, a veces, lo odiaba espantosamente, pero también lo amaba. Y esa tarde, después de contarle lo que había hecho, sintió que, por fin, había hallado la clave para lograr el afecto de su padre, porque Butch le dio en la espalda unas palmadas tan fuertes que el chico estuvo a punto de caer, lo llevó a la sala y le sirvió una cerveza. Era la primera vez que Henry tomaba cerveza y por el resto de su vida asociaría su sabor con emociones positivas: victoria y amor.

—Brindemos por un trabajo bien hecho —había dicho el demente padre de Henry.

Entrechocaron sus botellas pardas y bebieron todo su contenido. Hasta donde Henry podía asegurarlo, los negros nunca descubrieron quién había matado al perro, pero debían tener sus sospechas. Ojalá las tuvieran.

Los del Club de Perdedores conocían a Mike de vista; al ser el único niño negro de la ciudad, habría sido extraño que no lo conocieran. Pero eso era todo, porque Mike no iba a la escuela municipal. Como su madre era bautista devota, lo enviaban a la escuela religiosa de Neibolt Street. Entre las lecciones de geografía, lectura y aritmética, había lecciones bíblicas y análisis de temas tales como «El significado de los diez mandamientos en un mundo sin Dios», y coloquios sobre cómo tratar los problemas morales de cada día (si uno veía a un compañero robar algo en una tienda, por ejemplo, u oía que un maestro pronunciaba el nombre de Dios en vano).

Para Mike, la escuela religiosa estaba bien. A veces sospechaba, aunque de un modo muy vago, que se estaba perdiendo algunas cosas, tal vez una comunicación más amplia con la gente de su edad, pero estaba dispuesto a esperar al instituto para llegar a ellas. La perspectiva lo ponía un poco nervioso, porque su piel era parda, pero sus padres recibían buen trato de la gente de la ciudad, hasta donde él podía apreciar y Mike estaba convencido de que, si él trataba bien a los otros, a él se lo trataría de la misma manera.

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