It (Eso) – Stephen King

Recibidas las órdenes, Ricky Lee se acercó nuevamente a Ben Hanscom.

—Señor Hanscom, me parece que, en realidad, ya ha tomado bast…

Hanscom echó la cabeza hacia atrás. Exprimió. Esa vez aspiró el jugo de limón como si fuera cocaína. Tragó el whisky como si fuera agua. Y miró a Ricky Lee, solemnemente.

—Bingo-banga, vi a toda la banda bailando en la sala de mi casa —dijo, y se echó a reír.

En la jarra sólo quedaba, aproximadamente, un dedo de whisky.

—Sí, ya basta —aseguró Ricky Lee, alargando la mano hacia la jarra.

Hanscom lo apartó suavemente.

—El daño ya está hecho, Ricky Lee —dijo—. El daño ya está hecho, viejo.

—Señor Hanscom, por favor…

—Tengo algo para tus chicos, Ricky Lee, casi lo olvido.

Llevaba puesto un chaleco descolorido y sacó algo de uno de sus bolsillos. Ricky Lee oyó un tintineo apagado.

—Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años —dijo el cliente. No había en su voz la menor gangosidad—. Dejó unas cuantas deudas y esto. Quiero que se lo des a tus chicos, Ricky Lee.

Y puso tres dólares de plata en el mostrador, donde centellearon bajo las luces suaves. Ricky Lee contuvo la respiración.

—Es muy amable, señor Hanscom, pero no puedo…

—Había cuatro, pero di uno de ellos a Bill el Tartaja y a los otros. Billy Denbrough, así se llamaba en realidad. Nosotros le llamábamos Bill el Tartaja, así como decíamos «apuesto mi pellejo». Era uno de los mejores amigos que he tenido en mi vida. Y he tenido unos cuantos, ¿sabes? Aun gordo como era, tenía unos cuantos amigos. Bill el Tartaja es ahora un escritor.

Ricky Lee apenas lo escuchaba. Estaba mirando, fascinado, los dólares de plata: 1921, 1923 y 1924. Sólo Dios sabía cuánto podían valer, sólo por el peso en plata pura.

—No puedo aceptarlos —repitió.

—Pero yo insisto en que los aceptes.

El señor Hanscom tomó la jarra y la vació por completo. Por entonces, ya debería haber estado en el suelo, pero sus ojos no se apartaban de los de Ricky Lee. Estaban acuosos y muy inyectados en sangre, pero Ricky Lee habría jurado sobre un montón de Biblias que también estaban sobrios.

—Me está asustando un poco, señor Hanscom —dijo Ricky Lee.

Dos años antes, Gresham Arnold, borracho de cierta reputación en la zona, había entrado en «La Rueda Roja» con un cilindro de monedas de a veinticinco y un billete de veinte dólares metido en la cinta del sombrero. Entregó las monedas a Annie con instrucciones de ponerlas de a cuatro en el tocadiscos automático. Luego puso los veinte dólares en el mostrador e indicó a Ricky Lee que sirviera una copa a todos los presentes. Ese borracho, ese tal Gresham Arnold, había sido mucho antes una estrella del baloncesto que jugaba en los Carneros de Hemingford. Por primera y probablemente por última vez, había llevado a su equipo al primer puesto de la liga nacional de institutos, en 1961. Ante el joven parecía abrirse un futuro casi sin límites. Pero había abandonado la universidad en el primer semestre, víctima de la bebida, las drogas y las fiestas interminables. Volvió a su casa, destrozó el descapotable amarillo que sus padres le habían regalado por su graduación y consiguió trabajo como jefe de vendedores en el negocio de su padre, que era representante de John Deere. Pasaron cinco años. El padre no se decidía a despedirlo, de modo que acabó por vender el negocio y se retiró a Arizona, perseguido y envejecido antes de tiempo por la inexplicable (y al parecer irreversible) degeneración de su hijo. Mientras el negocio era de su padre y podía fingir, siquiera, que trabajaba, Arnold hizo algún esfuerzo por moderarse con la bebida. Después se dejó ganar por completo. A veces, se ponía peligroso, pero la noche en que apareció con las monedas e invitó a todos los presentes, estaba más dulce que un caramelo. Todo el mundo le dio las gracias con amabilidad. Annie pasaba las canciones de Moe Bandy porque a Gresham Arnold le gustaba el viejo Moe Bandy. Sentado en la barra (en el mismo taburete que ocupaba el señor Hanscom en esos momentos, notó Ricky Lee con creciente intranquilidad), bebió tres o cuatro whiskys con bíter, cantando al compás de los discos, sin causar problemas. Cuando Ricky Lee cerró «La Rueda», él volvió a su casa y se colgó de su cinturón en una viga de la planta alta. Gresham Arnold tenía los mismos ojos de Ben Hanscom, aquella noche.

—¿Así que estoy asustándote un poco? —preguntó Hanscom, sin apartar la vista de la jarra y cruzó pulcramente las manos frente a aquellos tres dólares de plata—. Es probable. Pero no estarás tan asustado como yo, Ricky Lee. Pide a Dios que no te deje estar nunca tan asustado.

—Bueno, pero ¿qué pasa? —preguntó Ricky Lee—. A lo mejor… —se mojó los labios—. A lo mejor puedo echarle una mano.

—¿Qué pasa? —Ben Hanscom se echó a reír—. Bueno, no mucho. Esta noche recibí una llamada de un viejo amigo. Un tío llamado Mike Hanlon. Me había olvidado completamente de él, Ricky Lee, pero eso no me asustó tanto. Después de todo, nos conocimos siendo chicos y los chicos olvidan, ¿verdad? Por supuesto. Apuesto mi pellejo. Lo que me asustó fue que, a medio camino hacia aquí, me di cuenta de que no sólo me había olvidado de Mike: me había olvidado completamente de mi infancia.

Ricky Lee se limitó a mirarlo. No comprendía lo que ese hombre estaba diciendo, pero se veía asustado, eso sí. No cabía duda. Parecía extraño en Ben Hanscom, pero era cierto.

—Te digo que me había olvidado de todo —dijo, golpeando ligeramente el mostrador con los nudillos, para dar énfasis—. ¿Has oído alguna vez de una amnesia tan absoluta que uno ni siquiera se dé cuenta de que tiene amnesia?

Ricky Lee sacudió la cabeza.

—Yo tampoco. Pero esta noche, mientras venía hacia aquí, me vino todo de golpe. Recordaba a Mike Hanlon, pero sólo porque él me había llamado por teléfono. Me acordaba de Derry, pero sólo porque él me había llamado desde allá.

—¿Derry?

—Y eso era todo. Me di cuenta de que no pensaba en mi infancia desde… No sé siquiera desde cuándo. Y entonces, justo en ese momento, volvió todo, en un torrente. Como lo que hicimos con el cuarto dólar de plata, por ejemplo.

—¿Qué hicieron con él, señor Hanscom?

El ingeniero miró su reloj y, de pronto, bajó de su taburete. Se tambaleó un poquito, apenas. Eso fue todo.

—No puedo permitir que se me escape el tiempo —dijo—. Esta noche tengo que volar.

Ricky Lee puso inmediatamente expresión de alarma. Hanscom se echó a reír.

—No seré yo quien pilote el avión. Esta vez no. Voy con United Airlines, Ricky Lee.

—Ah. —Seguramente se le veía el alivio en la cara, pero no importaba—. ¿Adónde va?

Hanscom aún tenía la camisa abierta. Observó pensativamente las líneas blancas, melladas, de la vieja cicatriz, y comenzó a abotonarse la camisa.

—¿No te lo dije, Ricky Lee? A casa. Vuelvo a casa. Da esos dólares a tus chicos.

Echó a andar hacia la puerta. Algo en su modo de caminar, hasta en la manera de tirarse de los pantalones, aterrorizó a Ricky Lee. De pronto se parecía tanto al difunto y poco llorado Gresham Arnold que era como ver a un fantasma.

—¡Señor Hanscom! —gritó, alarmado.

Hanscom se volvió. Ricky Lee dio un rápido paso hacia atrás. Su trasero chocó contra la estantería, las copas tintinearon brevemente y las botellas se golpearon entre sí. Había dado ese paso atrás porque, de pronto, tenía la seguridad de que Ben Hanscom estaba muerto. Sí, Ben Hanscom yacía muerto en algún lugar, en una zanja, en un desván, tal vez en un armario, con el cinturón alrededor del cuello y las punteras de sus costosas botas colgando a cinco centímetros del suelo. Esa cosa que estaba allí, junto al tocadiscos automático, mirándolo con fijeza, era un espectro. Fue sólo un momento, pero bastó para cubrirle el acelerado corazón con una capa de hielo. Estaba seguro de ver las sillas y las mesas a través de ese hombre.

—¿Qué pasa, Ricky Lee?

—N-n-o, nada.

Ben Hanscom miraba a Ricky Lee con los ojos bordeados por dos medias lunas de color púrpura. Sus mejillas ardían. Tenía la nariz roja e irritada.

—Nada —susurró Ricky Lee otra vez.

Pero no podía apartar la vista de esa cara, la cara de un hombre que ha muerto hundido en el pecado y se yergue, duro, ante la humeante puerta del infierno.

—Yo era gordo y éramos pobres —dijo Ben Hanscom—. Ahora me acuerdo. Y recuerdo que alguien, una niña llamada Beverly o Bill el Tartaja, me salvó la vida con un dólar de plata. Me vuelvo loco de miedo por lo que pueda seguir recordando esta noche. Pero no importa lo asustado que pueda estar, porque de todos modos volverá. Todo está allí, como una gran burbuja que crece en mi mente. Y voy igual, porque todo lo que he conseguido, lo que ahora tengo, se debe, de algún modo, a lo que hicimos entonces, y en este mundo hay que pagar lo que se recibe. Tal vez por eso Dios nos hizo niños, para empezar cerca del suelo; Él sabe que uno debe caerse muchas veces y sangrar mucho antes de aprender esa simple lección. Se paga por lo que se recibe, se posee lo que se paga… y, tarde o temprano, lo que se posee vuelve a uno.

—Volverá este fin de semana, ¿verdad? —preguntó Ricky Lee, con los labios entumecidos. En su creciente aflicción, sólo eso le servía de apoyo—. Volverá este fin de semana, como siempre, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Hanscom, con una sonrisa horrible—. Esta vez estaré mucho más lejos que en Londres, Ricky Lee.

—¡Señor Hanscom…!

—Da esas monedas de plata a tus chicos —repitió.

Y se escurrió hacia la noche.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó Annie, pero Ricky Lee no le hizo caso.

Levantó la tabla divisoria de la barra y corrió a una de las ventanas que daban al aparcamiento. Vio que se encendían los faros del Caddy de Hanscom, oyó el ronroneo del motor. El coche salió del aparcamiento levantando tras de sí una cola de gallo de polvo. Las luces traseras se redujeron a puntos rojos por la autopista 63. El viento nocturno de Nebraska comenzó a dispersar el polvo.

—Se toma un barril entero y tú lo dejas irse con ese cochazo —protestó Annie—. Qué bien, Ricky Lee.

—No te preocupes.

—Se va a matar.

Y aunque eso había estado pensando Ricky Lee, menos de cinco minutos antes, giró hacia ella en el momento en que las luces traseras desaparecían de la vista y sacudió la cabeza.

—No lo creo —dijo—. Aunque, por el modo en que estaba, sería mejor que se matara.

—¿Qué te dijo?

Él meneó la cabeza. Todo estaba confuso en su mente y la suma total carecía de significado.

—No tiene importancia. Pero no creo que volvamos a ver a ese hombre. Nunca más.

4

Eddie Kaspbrak toma su medicamento

Si uno quiere saber todo cuanto puede saberse del norteamericano de clase media, hombre o mujer, al acercarse al final de este milenio, basta con echar un vistazo a su botiquín. Al menos, eso se ha dicho. Pero, ¡por Dios!, echemos un vistazo al que Eddie Kaspbrak está abriendo después de apartar misericordiosamente su cara blanca y sus grandes ojos fijos.

En el estante superior hay Anacin, Excedrin, Excedrin PM, Contac, Gelusil, Tylenol y un gran frasco azul de Vicks. Hay una botella de Vivarin, otra de Serutan y dos de Leche de Magnesia Phillips: la común, que tiene gusto a tiza líquida, y el nuevo sabor a menta, que tiene gusto a tiza líquida con sabor a menta. Hay un frasco de Rolaids, conviviendo amistosamente con un gran frasco de Tums. Los Tums están junto a un frasco de tabletas Di-Gel con sabor a naranja. Los tres parecen un terceto de extrañas alcancías, llenas de píldoras en lugar de monedas.

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