It (Eso) – Stephen King

Antes de que Rich pudiera acordarse de eso, una telefonista le preguntó de qué ciudad, por favor.

—Derry, señorita…

¡Derry, por Dios! Hasta el nombre parecía extraño y olvidado en su boca. Pronunciarlo era como besar una antigüedad.

—¿Tiene el número del «Town House» de Derry?

—Un momento, señor.

Imposible. Debe de haber desaparecido, derribado en algún programa de renovación urbana. Convertido en el Club de los Elks, en una bolera o en un salón de videojuegos. O tal vez incendiado hasta los cimientos, una noche, cuando la ley de las probabilidades hizo que algún viajante borracho se quedara dormido con el cigarrillo en la mano. Desaparecido, Richie, igual que los anteojos por los que te fastidiaba Henry Bowers. ¿Cómo dice la canción de Springsteen? «Días de gloria, perdidos en el guiño de una chica». ¿Qué chica? Hombre, Bev, por supuesto, Bev…

Podía ser que el «Town House» estuviera cambiado, pero no había desaparecido, por lo visto, pues una inexpresiva voz de robot surgió en la línea diciendo:

—El… número… es… 9… 4… 1… 8… 2… 8… 2. Repito: el… número… es…

Pero Rich lo había anotado la primera vez. Fue un placer colgarle a esa voz monótona; resultaba fácil imaginar a un gran monstruo globular, de la Sección de Información, sepultado en algún punto de la Tierra, sudando riachuelos y sosteniendo miles de teléfonos en miles de tentáculos articulados. Versión telefónica del Doctor Octopus, némesis de Spidey. Año tras año, el mundo en el que Rich vivía se parecía cada vez más a una enorme casa electrónica hechizada donde fantasmas digitales y asustados seres humanos habitaban en intranquila coexistencia.

Aún de pie. Parafraseando a Paul Simon, aún de pie, después de tantos años.

Marcó el número del hotel que había visto a través de los anteojos de su infancia. Marcarlo, 1-207-9418282, era fatalmente fácil. Sostuvo el auricular contra su oreja mientras miraba por el amplio ventanal de su estudio. Los surfistas se habían ido, una pareja caminaba lentamente por la playa, cogidos de la mano, por el mismo lugar. Esa pareja parecía uno de los pósters de la agencia donde trabajaba Carol Feeny, perfectos. Exceptuando, claro está, el hecho de que ambos usaban gafas.

¡Te vamos a coger, caraculo! ¡Te vamos a romper las gafas!

«Criss, transmitió su mente de pronto. El apellido era Criss. Victor Criss».

¡Cristo! No tenía ningún interés en recordar eso a esas alturas, pero lo mismo daba. Algo estaba pasando allá en las bóvedas, allí donde Rich Tozier conservaba su colección personal de Viejos Éxitos Dorados. Las puertas se estaban abriendo.

Sólo que allá abajo no hay discos, ¿verdad? Allá abajo no eras Rich Discos Tozier, el gran disc-jockey de «KLAD», el Hombre de las Mil Voces, ¿eh? Y esas cosas que se están abriendo… no son exactamente puertas, ¿verdad?

Trató de quitarse de encima esos pensamientos.

Lo que debo recordar es que estoy bien. Yo estoy bien, tú estás bien, Rich Tozier está bien. Eso sí, me vendría bien un cigarrillo.

Había dejado de fumar hacía cuatro años, pero sí, le habría sentado bien un cigarrillo.

No son discos, sino cadáveres. Los sepultaste, pero ahora se ha producido una especie de descabellado terremoto y la Tierra está escupiendo a la superficie. Allá abajo no eres Rich Discos Tozier; allá abajo eres Richie Cuatro Ojos, nada más, y estás con tus compañeros, tan asustado que sientes las pelotas volviéndose mermelada de ciruelas. Ésas son puertas y no se están abriendo. Son criptas, Richie. Se están resquebrajando y los vampiros que habías dado por muertos vuelven a alzar el vuelo, todos.

Un cigarrillo, sólo uno. Hasta uno light podría servir, por Dios sagrado.

¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Te vas a tragar esa maldita cartera de libros!

—«Town House» —dijo una voz masculina con acento del Norte; había viajado desde Nueva Inglaterra por el Medio Oeste y bajo los casinos de Las Vegas hasta alcanzar llegar a sus oídos.

Rich preguntó a la voz si podía reservar una suite en el «Town House» a partir del día siguiente. La voz le dijo que podía y le preguntó por cuánto tiempo.

—No podría decirle. Tengo…

Hizo una pausa breve, minúscula. ¿Qué tenía, en realidad? Con los ojos de su mente vio a un muchachito con una cartera de tartán llena de libros, que huía de los gamberros. Vio a un chiquillo con gafas, flaco, pálido, que parecía gritar: ¡Péguenme! ¡Adelante, péguenme!, de algún modo misterioso, a todos los matones que pasaban. ¡Tengan mis labios: háganlos puré contra mis dientes! ¡Tengan mi nariz; háganla sangrar, rómpanla, si pueden! ¡Denme un puñetazo en la oreja para que se me hinche como una coliflor! ¡Pártanme una ceja! ¡Aquí está mi barbilla: busquen el punto del knock-out! Y mis ojos, tan azules, tan aumentados por estas odiosas gafas, con una patilla remendada con celo. ¡Rompan los cristales! ¡Hundan un fragmento de vidrio en uno de estos ojos y ciérrenlo para siempre, qué joder!

Cerró los ojos y dijo:

—Tengo cierto negocio en Derry, ¿comprende? No sé cuánto me llevará la transacción. ¿Qué le parecen tres días con posibilidad de prórroga?

—¿Con posibilidad de prórroga? —repitió el empleado, dubitativo. Rich esperó, paciente, a que el tío procesara aquello en su mente—. ¡Ah, comprendo! ¡Me parece muy bien!

—Gracias; y… ejem…, espero que pueda votar por nosotros en noviembre —dijo John F. Kennedy—. Jackie quiere… ejem…, redecorar el Despacho Oval y yo tengo un puesto preparado para mí… ejem…, hermano Bobby.

—¿Señor Tozier?

—Sí.

—Ah…, me parece que la línea se cruzó por algunos segundos.

Sólo un antiguo camarada del DOP[7] —pensó Rich—. Del Dead Old Party, por si quieres saberlo. No te preocupes por eso. —Le recorrió un escalofrío y volvió a decirse, casi con desesperación—: Estás bien, Rich.

—Yo también lo oí —dijo—. Líneas cruzadas, seguro. ¿Cómo quedamos con lo de esas habitaciones?

—No hay problema —dijo el empleado—. Aquí en Derry hacemos negocio, pero no demasiado.

—¿De veras?

Oh, ayuh —asintió el empleado.

Rich volvió a estremecerse. Había olvidado eso, también: ese simple modismo de Nueva Inglaterra que reemplaza al sí. Oh, ayuh.

¡Te voy a coger, basura!, aulló la voz fantasmal de Henry Bowers. Y él sintió que más criptas se resquebrajaban dentro de él. El hedor que percibía no era el de los cadáveres putrefactos, sino el de los recuerdos podridos y eso era, de algún modo, peor.

Dio al empleado del «Town House» su número de la American Express y colgó. Luego llamó a Steve Covall, director de programación de la «KLAD».

—¿Qué pasa, Rich? —preguntó Steve.

El último sondeo de audiencia había demostrado que la «KLAD» ocupaba el primer puesto en el canibalístico mercado del «rock-FM» en Los Ángeles. Desde entonces, Steve estaba de excelente humor —gracias a Dios por los pequeños favores.

—Bueno, tal vez lamentes haberlo preguntado —dijo a Steve—. Voy a lanzarme a la carretera.

—A tomar… —oyó el fruncido en la voz de Steve—. Creo que no te entiendo, Rich.

—Que tengo que ponerme las botas de leguas. Que me largo.

—¡Cómo que te vas! Según el programa que tengo aquí, bien delante de mis ojos, sales al aire mañana desde las dos a las seis de la tarde, como siempre. Más aún, a las cuatro entrevistas a Clarence Clemons en los estudios. ¿Conoces a Clarence Clemons, Rich?

—Clemons puede hablar perfectamente con Mike O’Hara en vez de hacerlo conmigo.

—Clarence no quiere hablar con Mike, Rich. No quiere conversar con Bobby Russel. Ni conmigo. Clarence es un fanático de Buford Kissdrivel y de Wyatt, el Homicida de la Bolsa. Quiere hablar contigo, amigo mío. Y no tengo ningún interés en encontrarme con un furioso saxofonista de ciento veinte kilos que estuvo a punto de ser fichado por un equipo profesional de rugby, poniéndose frenético en mi estudio.

—No tiene fama de frenético —dijo Rich—. Y estamos hablando de Clarence Clemons, no de Keith Moon.

Hubo un silencio en la línea. Rich esperó, con paciencia.

—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó Steve, al fin. Sonaba quejumbroso—. Porque, a menos que haya muerto tu madre, que te hayan descubierto un tumor cerebral o algo por el estilo, esto es una putada.

—Tengo que irme, Steve.

—Entonces, ¿está enferma tu madre? ¿O murió?, Dios no lo permita.

—Murió hace diez años.

—¿Tienes un tumor cerebral?

—Ni siquiera un pólipo rectal.

—No le veo la gracia, Rich.

—No.

—Te estás portando como un maldito tramposo y eso no me gusta.

—A mí tampoco, pero tengo que irme.

—¿Adónde? ¿Por qué? ¿De qué se trata? Dímelo a mí.

—Me llamó alguien. Alguien a quien conocí hace mucho tiempo. En otro lugar. En aquella época sucedió algo. Hice una promesa. Todos prometimos que volveríamos si ese algo volvía a empezar. Y parece que ha empezado.

—¿De qué algo estás hablando, Rich?

—Preferiría no decírtelo. —Además, si te dijera la verdad me tomarías por loco: no recuerdo nada.

—¿Cuándo hiciste esa famosa promesa?

—Hace mucho tiempo. En el verano de mil novecientos cincuenta y ocho.

Hubo otra larga pausa. Sin duda, Steve Covall estaba tratando de decidir si Rich Discos Tozier, alias Buford Kissdrivel, alias Wyatt el Homicida de la Bolsa, etcétera, etcétera, le estaba tomando el pelo o estaba sufriendo una especie de colapso mental.

—Serías apenas un niño —dijo Steve, secamente.

—De once años. Para doce.

Otra larga pausa. Rich esperaba, paciente.

—Está bien —dijo Steve—. Cambiaré los turnos. Haré que Mike te reemplace. Puedo llamar a Chuck Foster para que haga algunos turnos, supongo, si descubro en qué restaurante chino se ha refugiado últimamente. Voy a hacer todo esto porque hemos sido amigos durante mucho tiempo. Pero no olvidaré jamás que me dejaste plantado, Rich.

—Corta el rollo —dijo Rich. Pero su dolor de cabeza iba de mal en peor. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. ¿O Steve lo tomaba por un inconsciente?—. Necesito algunos días de licencia. Eso es todo. Y tú te portas como si te hubiera cagado todos los planes.

—Algunos días de licencia ¿para qué? ¿Para la reunión de ex boy scouts en las Cataratas de Letrina, Dakota del Norte, o en Villa Fregona, Virginia?

—En realidad, creo que es en las Cataratas de Letrina, Arkansas, viejo —dijo Buford Kissdrivel con su gran Voz de barril vacío.

Pero Steve no se dejó distraer.

—¿Todo porque hiciste una promesa cuando tenías once años? ¡A los once años no se hacen promesas en serio, por el amor de Dios! Y aunque así fuera, Rich, tú me comprendes. Aquí no estamos en una compañía de seguros ni en un despacho de abogados, sino el mundo del espectáculo, por Dios, y ya sabes de qué se trata, coño. Si me hubieras avisado una semana atrás no estaría como estoy, con el teléfono en una mano y una botella de whisky en la otra. Me estás poniendo entre la espada y la pared y lo sabes, así que no insultes mi inteligencia.

Steve estaba hablando casi a gritos. Rich cerró los ojos. No olvidaré jamás, había dicho Steve y Rich suponía que era cierto. Pero Steve también había dicho que los chicos de once años no hacen promesas en serio y eso no tenía nada de cierto. Rich no recordaba cuál había sido la promesa y ni siquiera estaba seguro de querer recordarlo, pero había sido muy en serio.

—Tengo que irme, Steve.

—Sí y ya te dije que me las puedo arreglar. Así que vete, vete y déjame plantado, maldita sea.

—Steve, estás llev…

Pero Steve ya había colgado. Rich hizo lo propio. En el momento en que se alejaba, el teléfono volvió a sonar. Aun antes de atender, supo que era otra vez Steve, más furioso que nunca. A esas alturas no serviría de nada hablar con él, no conseguiría más que empeorar las cosas. Deslizó hacia la derecha la llave que el aparato tenía a un lado y la llamada enmudeció en medio de un timbrazo.

Subió la escalera, sacó dos maletas del armario y las llenó echando apenas una mirada al montón de ropa: vaqueros, camisas, ropa interior, calcetines. Sólo después descubriría que había llevado sólo ropa de niño. Transportó las maletas a la planta baja.

En la pared del comedor había una fotografía del Gran Sur, en blanco y negro, tomada por Ansel Adams Rich, la hizo girar sobre los goznes ocultos poniendo al descubierto una gran caja de hierro. Después de abrirla, se abrió paso entre los papeles (aquí, la casa, cómodamente instalada entre la falla geográfica y la banda de protección contra incendios, diez hectáreas de bosques en Idaho, un manojo de acciones). Había comprado las acciones aparentemente al azar (su corredor de Bolsa se agarraba la cabeza cuando lo veía llegar), pero todas habían subido con el correr de los años. A veces le sorprendía que era casi (no del todo, pero sí casi) rico. Todo por cortesía del rock and roll… y de las Voces, por supuesto.

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