It (Eso) – Stephen King

6

Un sábado, no mucho después del incidente del dique en Los Barrens, el señor Nell y la foto que se movía, Richie, Ben y Beverly Marsh se encontraron, cara a cara, no con un monstruo, sino con dos… y pagaron para verlos. Al menos, pagó Richie. Esos monstruos asustaban, pero no eran peligrosos de verdad. Acechaban a sus víctimas desde la pantalla del Teatro Aladdin, mientras Richie, Ben y Bev miraban desde la galería.

Uno de los monstruos era un hombre lobo representado por Michael Landon. Y estaba estupendo, porque hasta cuando era lobo tenía un corte de pelo a lo cola de pato. El otro era un corredor de coches muerto, estrellado, representado por Garry Conway. Era resucitado por un descendiente de Víctor Frankenstein, quien arrojaba las partes que no le hacían falta a unos cocodrilos que tenía en el sótano. El programa incluía también un noticiero de MovieTone que mostraba la última moda de París y las últimas explosiones de cohetes Vanguard en Cabo Cañaveral, dos dibujos animados de Warner Brothers, uno de Popeye y otro de Pingüi (por algún motivo, el gorro que usaba Pingüi siempre hacía que Richie reventara de risa), y los AVANCES DE PRÓXIMOS ESTRENOS. Los próximos estrenos incluían dos películas que Richie puso inmediatamente en su lista de cosas a ver: Me casé con un monstruo del espacio exterior y The Blob.

Durante la función, Ben estuvo muy callado. El viejo Parva había estado a punto de ser descubierto por Henry, Belch y Victor, algo antes, y Richie supuso que eso lo tenía preocupado. Pero Ben ni siquiera se acordaba de esos malvados (estaban sentados abajo, cerca de la pantalla, arrojándose envolturas de palomitas y silbando). El motivo de su silencio era Beverly. Su proximidad lo abrumaba a tal punto que estaba casi enfermo. El cuerpo le estallaba en carne de gallina y un momento después, con sólo sentir que ella se movía en la butaca, se le encendía la piel como con una fiebre tropical. Cuando la mano de Beverly rozaba la suya, al tomar palomitas de maíz, él temblaba de exaltación. Más tarde pensaría que esas tres horas en la oscuridad, junto a Beverly, habían sido las más largas y las más cortas de su vida.

Richie, sin saber que Ben estaba en las afiladas garras del primer amor, se sentía de maravilla. Para él había muy pocas cosas mejores que un par de películas de terror en un cine lleno de chicos que chillaban y gritaban en las partes sanguinarias. Por cierto, no relacionó ninguno de los sucesos de esas dos películas baratas con lo que estaba pasando en la ciudad… al menos, no por el momento.

El viernes por la mañana había visto el anuncio de Doble Terror en Sábado Matiné publicado en el News y casi de inmediato olvidó lo mal que había dormido la noche anterior… hasta que había tenido que levantarse a encender la luz del armario, cosa de chiquillos, sin duda, pero hasta entonces no había podido pegar un ojo. Sin embargo, a la mañana siguiente las cosas parecían otra vez normales… o casi. Empezaba a pensar que tal vez él y Bill habían compartido la misma alucinación. Claro que los cortes en los dedos de Bill no eran alucinaciones; o tal vez se los había hecho con las hojas del álbum. Era papel grueso. Podía ser. Tal vez. Además, ¿quién lo obligaba a pasarse los diez años siguientes pensando en eso? Nadie.

Por lo tanto, tras una experiencia que habría puesto a cualquier adulto a la búsqueda del psiquiatra más cercano, Richie Tozier se levantó, desayunó abundantemente con tortitas, vio el anuncio de las dos películas de terror en la página de Espectáculos, revisó sus fondos, descubrió que estaban un poco escasos (tal vez «inexistentes» sería la palabra más adecuada) y empezó a fastidiar a su padre pidiéndole tareas para hacer.

El padre, que había bajado a la mesa con la bata de dentista ya puesta, dejó el suplemento de deportes y se sirvió la segunda taza de café. Era un hombre de aspecto agradable y cara bastante flaca. Llevaba gafas con montura de acero, estaba quedándose calvo por atrás y moriría de cáncer de laringe en 1973. Miró el aviso que Richie señalaba.

—Películas de terror —dijo Wentworth Tozier.

—Sí —confirmó Richie, muy sonriente.

—Y tienes la sensación de que no puedes perdértelas.

—¡Sí!

—Probablemente morirías en convulsiones de desilusión si no vieras esas dos basuras.

—¡Sí, sí, en efecto! ¡Estoy seguro! ¡Graaag!

Richie cayó de la silla al suelo apretándose el cuello con la lengua afuera.

Era su modo (peculiar, admitido) de poner en marcha su encanto.

—Oh, Dios, Richie, ¿por qué no dejas de hacer eso? —pidió la madre desde el fogón donde estaba friéndole un par de huevos para completar las tortitas.

—Vaya, Richie —dijo el padre, mientras el chico volvía a su silla—, supongo que el lunes pasado me olvidé de darte tu asignación. No se me ocurre otro motivo para que hoy, viernes, necesites más dinero.

—Bueno…

—¿Desapareció?

—Bueno…

—Ese es un tema sumamente profundo para un niño de mente tan superficial —observó Wentworth Tozier. Apoyó el codo en la mesa y el mentón en la palma de la mano mirando a su único hijo, según parecía, con intensa fascinación—. ¿Adónde habrá ido a parar?

Richie adoptó inmediatamente la Voz de Toodles, el mayordomo inglés.

—Vaya, la gasté, qué te parece, jefe. Pip-pip-cherió y todas esas tonterías que dicen las canciones. Fue mi contribución al esfuerzo de guerra. Todos debemos combatir a los sanguinarios hunos, cada uno a su modo, ¿no? Qué cosa terrible, ¿eh-wot? Qué cosa espantosa, ¿wot-wot? Qué cosa…

—Que cosa de mierda —dijo Went, amistosamente, mientras cogía la mermelada de frambuesa.

—Nada de vulgaridades a la hora del desayuno, por favor —dijo Maggie Tozier a su esposo, mientras traía los huevos de Richie a la mesa. Y a Richie—: No me explico por qué quieres llenarte la cabeza con esas porquerías.

—Oh, mamá —dijo Richie.

Por fuera suplicaba; por dentro, se sentía jubiloso. Conocía a sus padres como la palma de sus manos (queridas y usadas manos) y estaba seguro de conseguir lo que buscaba: trabajo que hacer y permiso para ir a la matinée del sábado.

Went se inclinó hacia Richie, con una amplia sonrisa.

—Creo que te tengo exactamente donde quería —dijo.

—¿De veras, papi? —Richie también sonrió… algo intranquilo.

—Oh, sí. ¿Conoces nuestro césped, Richie? ¿Te has fijado en nuestro césped?

—Por cierto que sí, jefe —respondió Richie, tratando otra vez de convertirse en Toodles—. Un poco desastrado, ¿eh-wot?

—Wot-wot —concordó el padre—. Y tú, Richie, te encargarás de remediar ese estado.

—¿Yo?

—Tú. Lo cortarás, Richie.

—Sí, papá, por supuesto —dijo Richie.

Pero una sospecha terrible acababa de florecer en su mente. Tal vez su padre no se refería sólo al césped del frente.

La sonrisa de Wentworth Tozier se ensanchó hasta convertirse en la mueca sanguinaria de un tiburón.

Todo, oh estúpida criatura de mis ingles. El del frente, el de atrás y el de los lados. Cuando termines, te cruzará la palma con dos piezas de papel verde, con el retrato de Washington a un lado.

—No entiendo, papá —dijo Richie, pero temía entender.

—Dos dólares.

—¿Dos dólares por todo el césped? —exclamó Richie, auténticamente ofendido—. ¡Pero si es el más grande de la manzana! ¡Caramba, papá!

Went suspiró y volvió a tomar el periódico. Richie leyó el titular de la primera plana: «NUEVOS TEMORES POR LA DESAPARICIÓN DE UN NIÑO». Pensó por un instante en el extraño álbum de George Denbrough, pero eso había sido una alucinación, seguramente… y de cualquier modo, eso había sido ayer y hoy era hoy.

—Supongo que no tienes tantas ganas de ver esas películas, después de todo —dijo Went, desde atrás del periódico.

Un momento después, sus ojos aparecieron por arriba, estudiando a Richie. Estudiándolo con un aire bastante presumido, a decir verdad. Estudiándolo como el jugador que tiene cuatro cartas de un mismo palo estudia a su adversario por encima del abanico de cartas.

—Cuando se lo encargas a los mellizos Clark, le das dos dólares a cada uno.

—Eso es cierto —admitió Went—. Pero ellos no quieren ir mañana al cine, que yo sepa. De lo contrario, han de tener fondos suficientes, porque últimamente no han aparecido para verificar el estado del verdor que rodea nuestro domicilio. Tú, por el contrario, deseas ir y careces de los fondos necesarios. Esa presión que sientes en la cintura puede deberse a los cinco panqueques y a los dos huevos de tu desayuno, Richie, o a que te tengo agarrado. ¿Wot-wot?

Los ojos de Went volvieron a perderse tras el periódico.

—Me está extorsionando —dijo Richie a su madre, que sólo tomaba una tostada. Estaba tratando otra vez de perder unos kilos—. Esto es extorsión, espero que te des cuenta.

—Sí, querido, me doy cuenta —dijo su madre—. Tienes huevo en el mentón.

Richie se limpió el huevo del mentón.

—¿Tres dólares si tengo todo listo cuando vuelvas a casa, esta noche? —preguntó al periódico.

Los ojos de su padre volvieron a aparecer brevemente.

—Dos con cincuenta.

—Oh, vaya —suspiró Richie—. Eres peor que Rico MacPato.[18]

—Es mi ídolo —dijo Went tras el periódico—. Decídete, Richie. Quiero leer este comentario de boxeo.

—Hecho —dijo Richie y volvió a suspirar.

Cuando los padres lo tenían a uno pillado por los cojones, sabían muy bien cómo apretar. Bien pensadas las cosas, era bastante risáceo.

Mientras cortaba el césped practicó sus Voces.

7

Terminó (el frente, la parte trasera y los lados) a las tres de la tarde del viernes y comenzó el sábado con dos dólares y cincuenta centavos en los bolsillos de su vaquero. Casi una fortuna. Llamó a Bill, pero Bill le dijo que tenía que ir a Bangor para su terapia.

Richie le dio su pésame y agregó, con su mejor voz de Bill el Tartaja:

—D-d-dales c-c-con T-t-todo, G-g-gran B-b-bill.

—Vete al cuerno, T-t-tozier —dijo Bill y cortó.

A continuación, Richie llamó a Eddie Kaspbrak, pero lo encontró aún más deprimido que a Bill. La madre había comprado un billete de autobús. Irían a visitar a las tías de Eddie que vivían en Haven, en Bangor y en Hampden, respectivamente. Las tres eran gordas, como la señora Kaspbrak, y las tres solteras.

—Las tres van a pellizcarme la mejilla y dirán que cuánto he crecido —se quejó Eddie.

—Eso es porque saben que eres muy rico, Eds, como yo. Desde la primera vez que te vi me di cuenta de que eras un nene muy requeterrico.

—A veces eres un plomo, Richie.

—Entre colegas nos conocemos, Eds, y tú eres el mejor de nosotros. ¿Irás a Los Barrens, la semana que viene?

—Supongo que sí, si vosotros también vais. ¿Quieres que juguemos a pistoleros?

—Puede ser. Pero… creo que yo y Gran Bill tenemos algo que contaros.

—¿Qué?

—En realidad, creo que le corresponde contarlo a Bill. Hasta pronto. Que te diviertas con tus tías.

—Muy gracioso.

Su tercera llamada fue a Stan el Galán, pero Stan había caído en desgracia con sus padres por romper la ventana mientras jugaba con un platillo volador hecho con un plato de pastel que giró al revés. Crash. Tenía que pasarse el fin de semana haciendo tareas en la casa y probablemente también el fin de semana siguiente. Richie declaró su conmiseración; después preguntó a Stan si iría a Los Barrens en la semana siguiente. Stan dijo que sí, siempre que su padre no decidiera dejarlo castigado.

—Venga, Stan, fue sólo una ventana —dijo Richie.

—Sí, pero muy grande —replicó Stan, antes de colgar.

Richie iba a abandonar el teléfono, pero se acordó de Ben Hanscom. Buscó en la guía y halló a una tal Arlene Hanscom. Era el único nombre de mujer entre los cuatro Hanscom anotados, de modo que Richie se arriesgó a llamar:

—Me gustaría ir, pero ya me gasté la asignación —dijo Ben. Lo dijo como si lo deprimiera y avergonzara admitirlo; en realidad se había gastado todo en golosinas, pastas, refrescos y bocadillos.

Richie, que estaba nadando en oro (y a quien no le gustaba ir al cine solo), propuso:

—Tengo dinero de sobra. Yo pago las entradas. Puedes devolvérmelo después.

—¿Sí? ¿De veras? ¿Me prestarías?

—Seguro —exclamó Richie, intrigado—. ¿Por qué no?

—¡De acuerdo! —aceptó Ben, feliz—. ¡Oh, será grandioso! ¡Dos películas de terror! ¿Dijiste que una era de hombres lobo?

—Sí.

—¡Guau! ¡Me encantan las películas de hombres lobo!

—Bueno, Parva, no te vayas a mojar los pantalones.

Ben se echó a reír.

—Nos encontramos delante del Aladdin, ¿te parece bien?

—Sí, de acuerdo.

Richie colgó y se quedó mirando el teléfono, pensativo. De pronto se le ocurrió que Ben Hanscom estaba muy solo. Y eso, a su vez, lo hizo sentir heroico. Mientras subía la escalera, a toda velocidad, para buscar unas revistas que leer antes del espectáculo, iba silbando.

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