It (Eso) – Stephen King

Bill creía que todos eran obra de la misma persona…, si acaso era una persona. A veces lo dudaba. Así como a veces se extrañaba de lo que sentía con respecto a Derry ese verano. ¿Sería consecuencia de la muerte de George, del hecho de que sus padres lo ignoraran, tan sumidos en el dolor por el hijo menor que no se daban cuenta de que el mayor seguía con vida y podía estar sufriendo? ¿Por todas esas cosas, combinadas con los otros asesinatos? ¿Por las voces que a veces parecían hablarle en la cabeza, susurrándole (y, ciertamente, no eran variaciones de su propia voz porque ésas no tartamudeaban, eran pausadas, pero firmes), aconsejándole que hiciera ciertas cosas y otras no? ¿Eran esas cosas las que le hacían ver a Derry de un modo diferente? ¿Verla a veces amenazadora, con calles inexploradas que, en vez de acoger, parecían bostezar en una especie de silencio ominoso? ¿Era eso lo que hacía que algunas caras pareciesen enigmáticas y asustadas?

No lo sabía, pero estaba convencido —así como estaba convencido de que todas las muertes eran obra de la misma mano— de que Derry había cambiado, en verdad, y de que la muerte de su hermano había señalado el principio de ese cambio. Las negras suposiciones que surgían en su cabeza provenían de la idea acechante de que en Derry, en esa temporada, podía ocurrir cualquier cosa. Cualquier cosa.

Pero cuando tomó la última curva todo estaba estupendamente. Ben Hanscom seguía allí, sentado junto a Eddie. Eddie se había incorporado, las manos en el regazo, la cabeza inclinada, el pecho aún zumbándole. El sol, ya bajo, proyectaba largas sombras verdes a través del arroyo.

—Sí que has ido rápido —dijo Ben levantándose—. No te esperaba hasta dentro de media hora.

—Tengo una bicicleta muy rá-rápida —dijo Bill con cierto orgullo.

Por un momento, los dos se miraron con cautela, precavidos. Luego Ben sonrió, como tanteando, y Bill le devolvió la sonrisa. El chico era gordo, pero parecía un tío legal. Y se había quedado al pie del cañón. Para eso hacían falta agallas, porque Henry y sus malditos amigos aún podían andar por ahí.

Bill guiñó el ojo a Eddie, que lo miraba con muda gratitud.

—T-t-toma, E-e-e-eddie.

Le lanzó el inhalador. Eddie se lo hundió en la boca abierta, apretó el gatillo y aspiró convulsivamente. Luego se reclinó hacia atrás, con los ojos cerrados. Ben lo observaba con preocupación.

—¡Vaya! Sí que le ha dado fuerte, ¿no?

Bill asintió.

—Por un rato tuve miedo —dijo Ben, en voz baja—. No sabía qué iba a hacer si le daban convulsiones o algo así. Traté de recordar eso que nos enseñaron en la asamblea de la Cruz Roja, en abril. Sólo me vino a la mente lo de meterle un palo entre los dientes para que no se mordiera la lengua.

—Creo que eso es para los e-ep-epilépticos.

—Ah, sí, me parece que tienes razón.

—Pero n-no l-le va a p-p-pasar nada —aclaró Bill—. Ese c-c-hisme lo cura. M-mi-mira.

La trabajosa respiración de Eddie se había normalizado. Abrió los ojos y los miró.

—Gracias, Bill —dijo—. Ésta sí que fue mala.

—Creo que empezó cuando te aplastaron la nariz, ¿no? —preguntó Ben.

Eddie sonrió melancólicamente y se levantó, guardando el inhalador en el bolsillo trasero.

—Ni siquiera estaba pensando en mi nariz. Pensaba en mi madre.

—¿Sí? ¿De veras?

Ben parecía sorprendido, pero su mano fue a los jirones de su sudadera y empezó a juguetear allí, nervioso.

—En cuanto vea la sangre que tengo en la camisa me llevará a la Sala de Emergencias del hospital, en cinco segundos.

—¿Por qué? —inquirió Ben—. Si ya pasó. ¡Jo!, me acuerdo de un chico que iba conmigo en el parvulario, Scooter Morgan. Y empezó a sangrarle la nariz cuando se cayó del columpio. A él sí que lo llevaron a la Sala de Emergencias, pero porque seguía sangrando.

—¿Sí? —preguntó Bill, interesado—. ¿Y m-m-murió?

—No, pero faltó a la escuela una semana.

—No importa qué haya pasado —comentó Eddie, sombrío—. Ella me llevará igual. Dirá que me la he roto y que tengo pedazos de hueso en el cerebro o algo por el estilo.

—P-p-pero los huesos ¿t-t-te pueden llegar al ce-cerebro? —se extrañó Bill.

Aquello estaba convirtiéndose en la conversación más interesante de las últimas semanas.

—No sé. Si crees a mi madre, puede pasarte cualquier cosa. —Eddie se volvió otra vez hacia Ben—. Me lleva a la Sala de Emergencias una o dos veces por mes. Detesto ese lugar. Una vez, un enfermero le dijo que tendrían que cobrarle alquiler. Ella se enojó muchísimo.

—Vaya —dijo Ben. Pensaba que la madre de Eddie debía de ser muy rara. No tenía conciencia de que en ese momento, sus dos manos estaban jugueteando con los restos de la sudadera—. ¿Y por qué no le dices que no? Algo así como «¡Pero, mamá, si estoy bien! Quiero quedarme a ver Caza submarina». Algo así.

—Ohhh —murmuró Eddie, incómodo, y no dijo más.

—Tú te llamas Ben Ha-Ha-Hanscom, ¿no? —preguntó Bill.

—Sí. Y tú eres Bill Denbrough.

—S-Sí. Y él es e-e-e-e…

—Eddie Kaspbrak —se presentó Eddie—. Detesto que tartamudees mi nombre, Bill. Pareces Elmer Fudd.

—D-disculpa.

—Bueno, encantado de conoceros —saludó Ben.

Sonó afeminado y algo tímido. Entre los tres se hizo el silencio. Pero no era un silencio del todo incómodo. En él se hicieron amigos.

—¿Por qué te perseguían esos tipos? —preguntó Eddie, al fin.

—S-siempre están pe-persiguiendo a alg-g-guien —observó Bill—. Odio a esos follamadres.

Ben guardó silencio por un instante, sobre todo por admiración a Bill, por haber usado lo que su madre solía llamar La peor de las Palabras. Ben no había dicho nunca La Peor de las Palabras en voz alta, aunque la había escrito (en letras sumamente pequeñas) en un poste de teléfono, en la noche de Halloween, dos años atrás.

—Bowers se sentó junto a mí durante los exámenes —dijo, por fin—. Quería copiar de mí. No le dejé.

—Parece que quieres morir joven, hombre —dijo Eddie, admirado.

Bill el Tartaja estalló en una carcajada. Ben lo miró duramente, pero decidió que no estaba riéndose de él (no habría podido decir como lo sabía) y sonrió.

—Creo que sí —reconoció—. La cuestión es que ahora tiene que hacer el curso de recuperación. Él y esos dos tipos estaban esperándome, y así fueron las cosas.

—P-p-parece que te hub-b-biera atr-ropellad-do un tren —observó Bill.

—Caí aquí abajo desde Kansas. Por la ladera. —Ben miró a Eddie—. Ahora que lo pienso, creo que nos vamos a encontrar en la Sala de Emergencias. Cuando mamá vea esta ropa, me va a llevar allí.

Esa vez, Bill y Eddie rompieron a reír al unísono y Ben los imitó. Le dolía la barriga cuando se reía, pero igual rió, aguda, algo histéricamente. Al fin tuvo que sentarse en el barranco y el ruido a burbuja reventada que hizo su trasero contra la tierra le hizo empezar otra vez. Le gustaba el sonido de su risa con la de ellos. Era un sonido que nunca había oído hasta entonces: no el de risa mezclada (eso lo había oído muchas veces) sino el de risa mezclada de la cual formaba parte la suya propia.

Miró a Bill Denbrough, él le sostuvo la mirada, y bastó eso para hacerles reír otra vez.

Bill se levantó los pantalones, se subió el cuello de la camisa y comenzó a caminar encorvado, con gesto hosco y chulo. Su voz se hizo más grave:

Te voy a matar, capullo. No me vengas con mierdas. Seré tonto, pero soy grandote. Rompo nueces con la cabeza. Meo vinagre y cago cemento. Me llamo Tocinillo Bowers y soy la polla jefe por estas partes de Derry.

Eddie había caído redondo en la orilla y estaba rodando por el suelo, aullando de risa, con las manos sujetándose el vientre. Ben estaba doblado en dos, con la cabeza entre las rodillas, los ojos lagrimeantes y los mocos pendiéndole de la nariz en largas cintas blancas, riendo como una hiena.

Bill se sentó con ellos y poco a poco, los tres se tranquilizaron.

—Algo hay de bueno en este asunto, después de todo —dijo Eddie, por fin—. Si Bowers tiene que hacer el curso de recuperación, no lo veremos mucho por aquí.

—¿Vosotros soléis jugar en Los Barrens? —preguntó Ben.

Ni en mil años se le habría cruzado esa idea por la cabeza, con la mala fama que tenían Los Barrens, pero ahora que estaba allí no le parecían tan malos. En realidad, ese sector del barranco era muy agradable a esa hora, cuando la tarde avanzaba lentamente hacia el crepúsculo.

—C-claro. Está guai. C-c-casi na-nadie nos mo-molesta aq-q-quí. B-b-bowers y esos otros no v-v-vienen nunca.

—¿Tú y Eddie?

—Y R-r-r…

Bill sacudió la cabeza. Cuando tartamudeaba, su rostro se anudaba como un estropajo mojado. De pronto, Ben tuvo una idea rara: Bill no había tartamudeado ni una vez mientras imitaba a Henry Bowers.

—¡Richie! —exclamó Bill, por fin. Hizo una pausa y prosiguió—: Richie T-tozier también s-s-suele venir. Pero hoy t-t-tenía que ayudar a su pa-pa-padre a limpiar la bu… bu-bu…

—La buhardilla —completó Eddie y arrojó una piedra al agua. Plonc.

—Sí, lo conozco —dijo Ben—. ¿Venís mucho por aquí?

La idea lo fascinaba… y le hacía sentir, también, una especie de estúpidas ansias.

—B-b-bastante —respondió Bill—. ¿Por qué no v-vienes ma-ma-mañana? Y-yo y E-eddie est-t-tábamos tratando de hacer un d-d-dique.

Ben no pudo contestar. Estaba atónito, no sólo por el ofrecimiento, sino por el aire espontáneo y casual con que había sido hecho.

—A lo mejor deberíamos hacer otra cosa —sugirió Eddie—. Después de todo, el dique no estaba funcionando demasiado bien.

Ben se levantó para bajar al arroyo sacudiéndose la tierra de sus enormes jamones. Todavía quedaban montones de pequeñas ramas a cada lado del arroyo, pero cualquier otra cosa que hubieran puesto había sido arrastrada por el agua.

—Tendríais que conseguir tablas —dijo Ben—. Conseguir tablas y ponerlas una frente a otra… como el pan de un sándwich.

Bill y Eddie lo miraban, intrigados. Ben se hincó sobre una rodilla.

—Mirad —explicó—: tablas aquí y aquí. Las hundís en el fondo, una frente a la otra. ¿Entendéis? Después, antes de que el agua pueda llevárselas, rellenáis el espacio de en medio con rocas y arena…

—Relle-llenamos —dijo Bill.

—¿Eh?

—Que rell-llenamos contigo.

—Oh.

Ben se sentía extremadamente estúpido (y estaba seguro de que se le notaba en la cara). Pero no le importó parecer estúpido porque de pronto se sintió también muy feliz. No recordaba haberse sentido tan feliz en muchísimo tiempo.

—Bueno, sí. Entonces, si rellenáis… si rellenamos el espacio de en medio con piedras y cosas así, se sostendrá. A medida que el agua se acumule, la tabla que esté contra la corriente se inclinará contra las rocas. La segunda tabla, después de un rato, se torcería hacia atrás y se iría con el agua, supongo, pero si tenemos una tercera tabla… Bueno, mirad.

Y dibujó en el polvo con un palito. Bill y Eddie Kaspbrak se inclinaron sobre el diseño para estudiarlo con sobrio interés.

It (eso) Stephen King, 1986

—¿Has construido alguna vez un dique? —preguntó Eddie, con tono de respeto, casi religioso.

—No.

—Entonces, ¿c-c-cómo sabes que va a funcionar?

Ben lo miro, desconcertado.

—Seguro que funciona —dijo—. ¿Por qué no iba a funcionar?

—Pero ¿c-c-cómo lo s-s-sabes? —insistió Bill. Ben reconoció el tono de la pregunta; no era de sarcasmo ni de incredulidad, sino de franco interés—. ¿Cómo te d-das c-c-cuenta?

—No lo sé, me doy cuenta —dijo Ben.

Miró nuevamente su dibujo en el suelo, como para confirmar su seguridad. Nunca en su vida había visto un encajonado, ni siquiera en diagramas, y no tenía idea de que acababa de dibujar una representación bastante exacta de esa técnica.

—B-b-bueno —aceptó Bill y dio a Ben una palmada en la espalda—. Nos v-v-vemos ma-mañana.

—¿A qué hora?

—Yo-yo y E-eddie venimos a las o-o-ocho y me-media, m-m-más o menos.

—Siempre que yo no esté con mi mamá, esperando en la Sala de Emergencias —suspiró Eddie.

Autore(a)s: