It (Eso) – Stephen King

—También le odiaba —dijo. Su mano tiró convulsivamente de la de Bill por un largo instante—. Nunca se lo dije a nadie. Creía que Dios me enviarla un rayo si alguna vez lo decía.

—Dilo otra vez, entonces.

—No, yo…

—Anda. Dolerá, pero creo que ya ha supurado por mucho tiempo allí dentro. Dilo.

—Odiaba a mi padre —dijo ella. Y empezó a sollozar, sin poder remediarlo—. Lo odiaba, le tenía miedo. Nunca pude ser tan buena como para conformarlo y lo odiaba, de veras. Pero también lo amaba.

Bill se detuvo y la abrazó con fuerza. Beverly lo rodeó con brazos de pánico. Las lágrimas le humedecieron el cuello. Ese cuerpo era muy perceptible, maduro y firme. Apartó un poco el torso para que ella no sintiera su erección…, pero Beverly volvió a apretarse contra él.

—Habíamos pasado la mañana allá abajo —dijo—, jugando a cogernos o a algo así. Algo inocente. Ni siquiera habíamos hablado de Eso aquel día, al menos hasta entonces. Todos los días lo mencionábamos en algún momento. ¿Te acuerdas?

—Sí. En algún m-m-momento. Recuerdo.

—El cielo estaba cubierto. Hacía calor. Pasamos casi toda la mañana jugando. Volví a casa a eso de las once y media pensando en tomar un bocadillo y un plato de sopa después de darme una ducha. Después volvería para seguir jugando. Mis padres estaban trabajando. Pero no, él estaba allí. Había vuelto a casa. Y él

2

la arrojó al otro lado de la habitación antes de que ella hubiese podido siquiera entrar del todo. Beverly dejó escapar un grito de sorpresa que se cortó al chocar contra la pared con una fuerza entumecedora. Cayó en el desvencijado sofá mirando a su alrededor, enloquecida. La puerta del vestíbulo se cerró de golpe. Su padre había estado de pie tras ella.

—Me preocupas, Bevvie —dijo—. A veces me preocupas mucho. Lo sabes, ¿no? Mil veces, te lo he dicho.

—Pero, papá, ¿qué…?

Caminaba lentamente hacia ella, cruzando la sala con expresión pensativa, triste, mortífera. Beverly no quiso ver eso último, pero allí estaba, como el brillo ciego del polvo en el agua estancada. Se mordisqueaba pensativamente un nudillo de la mano derecha. Vestía su uniforme verde caqui. La chica, al bajar la mirada, vio que sus zapatos estaban dejando huellas en la alfombra de su madre. Tendré que sacar la aspiradora —pensó, incoherente—, y limpiar eso. Si él me deja en condiciones de limpiar. Si…

Era barro. Barro negro. La mente de Bevvie se desvió de un modo alarmante. Había estado en Los Barrens, con Bill, Richie, Eddie y los otros. Allá, en Los Barrens, el barro era negro y viscoso como el que su padre tenía en los zapatos, en ese lugar pantanoso donde crecían las cañas que Richie llamaba bambúes. Cuando soplaba viento, las cañas repiqueteaban entre sí con un sonido hueco, como tambores de vudú. ¿Era posible que su padre hubiera estado en Los Barrens? ¿Que su padre…?

¡WAC!

La mano del hombre se voló hacia abajo, en una amplia órbita y le golpeó en plena cara. Su cabeza volvió a golpear contra la pared. El padre enganchó los pulgares en el cinturón y la miró con una extraña curiosidad desconectada. Ella sintió que un hilito de sangre le corría, caliente, desde la comisura izquierda del labio inferior.

—Te he visto crecer —dijo él.

Beverly se quedó esperando, pero por el momento eso parecía todo.

—¿De qué me hablas, papá? —preguntó, en voz baja y estremecida.

—Si me mientes, Bevvie, te voy a a matar a golpes.

Y ella notó, con horror, que él no la miraba. Miraba el cuadro de Currier e Ives colgado sobre su cabeza, por encima del sofá. Su mente volvió a dar un horrible resbalón hacia un lado. Se vio a los cuatro años, sentada en la bañera con su barquito de plástico azul y su jabón Popeye. El padre, tan grande, tan amado, estaba de rodillas a su lado vestido con camiseta y pantalones grises; tenía una esponja en una mano y un vaso de refresco de naranja en la otra, la enjabonaba, diciendo: A ver esas orejas, Bevvie, que mamá necesita patatas para la cena. Y Beverly oyó reír a su pequeño yo, que miraba aquella cara algo encanecida como si la creyera eterna.

—No…, no voy a mentir, papá —dijo—. ¿Qué pasa?

La imagen de su padre se iba deshaciendo poco a poco, por obra de las lágrimas.

—¿Estuviste en Los Barrens con una banda de chicos?

El corazón de la chica dio un brinco; sus ojos bajaron otra vez a los zapatones embarrados. Ese lodo negro, pegajoso. Si lo pisabas con fuerza, era capaz de arrancarle a uno la zapatilla o el mocasín. Y tanto Richie como Bill estaban convencidos de que era una ciénaga.

—A veces juego allá c…

¡WAC! La mano, cubierta de duros callos, bajando otra vez. Ella gritó, dolorida, asustada. Esa expresión la asustaba. Eso de que no la mirara la asustaba también. Algo malo le estaba pasando. ¿Y si la mataba? ¿Y si

(oh basta, Beverly, es tu PADRE y los padres no matan a sus hijas)

perdía el control, qué…?

—¿Qué les dejaste hacer contigo?

—¿Cómo? ¿Qué…? —No tenía idea de lo que su padre quería decir.

—Quítate los pantalones.

La confusión de Beverly iba en aumento. De cuanto él decía, nada parecía relacionarse con nada. Y tratar de comprender la ponía enferma.

—¿Qué… por qué?

La mano se levantó. Ella se echó hacia atrás.

—Quítatelos, Bevvie. Quiero ver si estás intacta.

Apareció una imagen nueva, más descabellada que las anteriores; se vio a sí misma sacándose los vaqueros; una de sus piernas salía junto con ellos. El padre la castigaba con el cinturón, mientras ella trataba de escapar saltando sobre su única pierna. ¡Ya sabía que no estaba intacta! —gritaba el padre—. ¡Lo sabía, lo sabía!

—Papá, no sé qué…

La mano bajó, pero esa vez no para darle una bofetada, sino para sujetarla. Se le clavó en el hombro con fuerza furiosa. Ella gritó. El padre la levantó de un tirón y, por primera vez, la miró directamente a los ojos. Beverly volvió a gritar a causa de lo que se veía en esas pupilas: nada. Su padre había desaparecido. Y Beverly comprendió, de pronto, que estaba sola con Eso en el apartamento. Sola con Eso en esa pesada mañana de agosto. No experimentaba esa densa sensación de poder y malignidad no disimulada que había percibido en Neibolt Street, diez días atrás (Eso estaba diluido por la humanidad esencial de su padre), pero allí estaba, obrando por medio de él.

La arrojó a un lado. Ella se golpeó contra la mesita de café, pasó por encima y acabó despatarrada en el suelo, gritando.

Así es como ocurre todo —pensó—. Se lo diré a Bill para que lo comprenda. Eso está por todas partes, en Derry. Se limita…, se limita a llenar los lugares vacíos.

Rodó sobre sí. Su padre caminaba hacia ella. Se deslizó sobre los fondillos del vaquero, con el pelo en los ojos, para escapar.

—Sé que has estado allá abajo, me lo dijeron. No lo quise creer. No podía creer que mi Bevvie anduviera por ahí con una banda de chicos. Pero esta mañana te vi con mis propios ojos. Mi Bevvie con una banda de chicos. Doce años aún no cumplidos y ya anda con una banda de chicos.

Esa última idea pareció provocarle una nueva cólera que tembló en él como una corriente eléctrica.

¡Doce años no cumplidos! —gritó, asestándole un puntapié en el muslo que la hizo aullar. Cerró las mandíbulas sobre el hecho, el concepto, lo que fuera, como el perro hambriento cierra los dientes sobre un trozo de carne—. ¡Doce años no cumplidos! ¡DOCE AÑOS NO CUMPLIDOS!

Pateó otra vez. Beverly escapó a rastras. Por entonces habían llegado a la zona de la cocina y su zapatón dio contra los armarios haciendo tintinear las cacerolas.

—No huyas de mí, Bevvie —dijo—. No te conviene. Será peor para ti. Créeme. Cree a tu padre. Esto es grave. Eso de andar con varones, dejar que te hagan sabe Dios qué, con doce años no cumplidos, eso sí que es grave, Dios lo sabe.

La sujetó con fuerza y la levantó de un tirón, por el hombro.

—Eres una niña bonita. Y hay muchos gamberros dispuestos a propasarse con una niña bonita. Y muchas niñas bonitas dispuestas a dejarse hacer. ¿Ya te has estado revolcando con esos chicos, Bevvie?

Por fin ella comprendió lo que Eso había puesto en la cabeza de su padre… pero parte de ella sabía que la idea había estado allí desde un principio. Eso no hacía sino utilizar las herramientas disponibles.

—No, papá, no, papá…

¡Te he visto fumar! —aulló él.

Esa vez le pegó con la palma de la mano, con tanta fuerza que la envió tambaleándose hacia atrás, hasta la mesa de la cocina. Allí quedó despatarrada, con un dolor quemante en la parte baja de la espalda. El salero y el pimentero cayeron al suelo. El pimentero se rompió. Ante los ojos de Beverly se abrieron flores negras que desaparecieron luego. Los sonidos se oían demasiado graves.

Vio la cara de su padre. Algo en su cara. Le estaba mirando el pecho. Y ella notó, de pronto, que se le había desabotonado la blusa y que no tenía puesto su único sostén. Su mente volvió a desviarse hacia la casa de Neibolt Street, donde Bill le había dado su camiseta. Allá, las miradas ocasionales y furtivas de los chicos no le habían molestado porque parecían perfectamente naturales. Y la mirada de Bill había sido más que natural: cálida y deseada, aunque profundamente peligrosa.

Ahora, a su terror se mezcló la culpa. ¿Y si su padre no se equivocaba tanto? ¿Acaso no se había

(revolcado con ellos)

permitido malos pensamientos? ¿No había pensado en lo que él decía, fuese lo que fuese?

¡No es igual! ¡No es igual que el modo en que

(revolcándose)

él me está mirando ahora! ¡No es igual!

Se abrochó la blusa.

—¿Bevvie?

—No hacemos más que jugar, papá. Eso es todo. Jugamos… No…, no hacemos nada como…, nada malo. No…

—Te he visto fumar —repitió él, acercándose. Su mirada recorrió su pecho y sus caderas estrechas sin curvas. Súbitamente canturreó, con una voz de jovencito que la asustó aún más—: ¡La que masca chicle fumará! ¡La que fuma beberá! ¡Y cuando una chica bebe, todo el mundo sabe qué es capaz de hacer!

—¡YO NO HICE NADA! —aulló Beverly, en tanto las manos de su padre le apresaban los hombros. Ya no la pellizcaba ni le hacía daño. Esas manos eran suaves y eso la asustó más que nada.

—Beverly —repitió él, con la lógica absurda e indiscutible de los obsesos—, te he visto con varones. ¿Vas a decirme qué hace una chica con los varones, en ese pastizal, si no es revolcarse de espaldas?

—¡Déjame en paz! —gritó ella. El enfado surgía de un pozo muy profundo cuya existencia ella no había sospechado nunca. Era una llama azul y amarillenta en su cabeza. Amenazaba sus pensamientos. Todas las veces que él la había asustado, todas las veces que la había avergonzado, todas las veces que le había hecho daño—. ¡Hazme el favor de dejarme en paz!

—No hables así a tu padre —repuso él, sorprendido.

—¡No he hecho eso que dices! ¡Nunca hice eso!

—Puede que sí, puede que no. Quiero asegurarme. Y sé cómo. Sácate los pantalones.

—No.

Los ojos de Al se ensancharon mostrando la córnea amarillenta alrededor de los iris, muy azules.

—¿Qué has dicho?

—Dije que no.

Tal vez Marsh vio en los ojos de la niña la furia llameante, la fuerte oleada de la rebelión.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó ella.

—Bevvie…

—¿Quién te dijo que jugábamos allá? ¿Fue un desconocido? ¿Un hombre vestido de naranja y plata? ¿Usaba guantes? ¿Parecía un payaso, aunque no lo fuera? ¿Cómo se llamaba?

—Bevvie, te conviene acabar de…

—No —le interrumpió ella—. A ti te conviene acabar.

Él volvió a levantar la mano, ahora cerrada en un puño, como si tuviera intención de romper algo. Beverly la esquivó, el puño pasó silbando junto a su cabeza y se estrelló contra la pared. Él la soltó, aullando, para llevarse el puño a la boca. Beverly retrocedió a pasitos cortos y rápidos.

—¡Ven aquí!

—No —dijo ella—. Quieres pegarme. Te quiero, papá, pero cuando te pones así te odio. No puedes seguir haciendo esto. Eso está obligándote, pero es porque tú se lo permites.

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