It (Eso) – Stephen King

—Creo que los de obras sanitarias enloquecieron al llegar aquí —dijo Richie, riendo, intranquilo.

—Parece una catedral —comentó Beverly, con suavidad.

—¿De dónde viene esa luz? —inquirió Ben.

—Pa-parece sa-salir de las p-p-paredes —dijo Bill.

—Esto no me gusta nada —dijo Stan.

—Va-va-vamos. He-e-enry nos v-v-viene pi-pisando los t-t-talones.

Un grito agudo hendió la penumbra; luego, un pesado tronar de alas. Una silueta venía navegando en la oscuridad con un ojo echando llamas; el otro era una lámpara oscura.

—¡El pájaro! —gritó Stan—. ¡Cuidado! ¡Es el pájaro!

Se lanzó en picado hacia ellos como un obsceno avión de combate; su pico color naranja se abría y se cerraba descubriendo el rosado interior de su boca, acolchada como la almohada de satén de un ataúd.

Fue directamente hacia Eddie.

Su pico le rozó el hombro y él sintió que el dolor le hendía la carne como ácido. La sangre le corrió por el pecho. Eddie gritó mientras el aire, agitado por las alas, arrojaba un venenoso túnel de aire a su cara. El pájaro giró en el aire y regresó con su único ojo brillando malevolente. Sólo se apagó por un instante, cuando el párpado lo cubrió con un tejido fino como la gasa. Sus garras buscaron a Eddie, que lo esquivó aullando. Las uñas le desgarraron la parte trasera de la camisa dibujando líneas escarlatas a lo largo de los omóplatos. Eddie, chillando, trató de escapar a rastras, pero el pájaro volvió a la carga.

Mike se adelantó buscando algo en su bolsillo. Lo que sacó fue un cortaplumas de una sola hoja. Cuando el pájaro se lanzó otra vez contra Eddie, levantó la pequeña arma contra una de las garras del pájaro. La hoja penetró profundamente arrancando un chorro de sangre. El ave retrocedió en vuelo rasante y volvió, con las alas hacia atrás, disparado como una bala. Mike se hizo a un lado en el último momento levantando otra vez su cortaplumas. Falló y la garra del pájaro le golpeó la muñeca con tanta fuerza que le dejó la mano entumecida. Más adelante le aparecería un moratón que le llegaría casi hasta el codo. El cortaplumas desapareció en la oscuridad.

El ave volvió con un chirrido triunfal y Mike protegió a Eddie con su cuerpo esperando lo peor.

Entonces Stan se adelantó hacia los dos niños acurrucados en el suelo. Se irguió, menudo, con un aspecto que seguía siendo pulcro a pesar de la mugre adherida a sus manos, sus brazos y su ropa. De pronto estiró los brazos con un gesto curioso, con las palmas hacia arriba y los dedos hacia abajo. El pájaro emitió otro chillido y pasó como una bala junto a Stan, casi rozándolo. El aire de su paso le levantó el pelo. El chico giró en redondo para enfrentar su regreso.

—Creo en las tanagras escarlatas, aunque nunca he visto una —dijo, con voz alta y clara. El ave gritó y se desvió en vuelo rasante, como si la hubiera alcanzado con un disparo—. Lo mismo puedo decir de los buitres, de la alondra de Nueva Guinea y de los flamencos del Brasil. —El ave chilló, volando en círculos, pero de pronto buscó lo alto del túnel—. ¡Creo en el águila dorada! —gritó Stan, siguiéndola con su voz—.¡Y hasta creo que puede haber un ave fénix en alguna parte! ¡Pero no creo en ti, así que vete de una vez! ¡Pírate! ¡Desaparece, Jack!

Por fin calló. El silencio pareció muy grande.

Bill, Ben y Beverly se acercaron a Mike y Eddie. Ayudaron al enyesado a levantarse y Bill le examinó los cortes.

—N-n-nada pro-profundo. P-p-pero ap-apuesto a que d-d-d-duele horrores.

—Me hizo jirones la camisa, Gran Bill. —Las mejillas de Eddie brillaban de lágrimas. Estaba otra vez respirando en silbidos. La voz de guerrero bárbaro había desaparecido; hasta costaba creer que hubiera podido hablar así alguna vez—. ¿Qué le voy a decir a mi madre?

Bill sonrió un poquito.

—¿P-p-por qué no te pr-preocupas d-d-de eso c-c-cuando sa-sa-salgamos de a-a-aquí? Asp-pira una b-b-bocanada, Eddie.

Eddie lo hizo, inhalando profundamente. Después estornudó.

—Has estado grandioso, tío —dijo Richie a Stan—. ¡Grandioso!

Stan temblaba de pies a cabeza.

—Es que no hay ningún pájaro como ése. No lo hubo nunca. Ni lo habrá.

¡Allá vamos! —vociferó Henry, desde atrás. Su voz ya era completamente demencial: reía y aullaba; parecía algo que hubiera salido por alguna grieta abierta en el techo del infierno—. ¡Belch y yo! ¡Ya veréis, mierditas secas! ¡No podéis escapar!

Bill gritó:

—¡V-v-vete, Henry! ¡A-a-antes de q-q-que sea dem-demasiado ta-ta-tarde!

La respuesta de Henry fue un aullido hueco e inarticulado. Oyeron un rumor de pasos y, en un estallido de esclarecimiento, Bill comprendió cuál era la misión de Henry: se trataba de un ser humano real, mortal, al que no podrían detener con un inhalador o un libro sobre pájaros. Con Henry la magia no daría resultado. Era demasiado estúpido.

—Va-Vamos. Te-te-tenemos que al-alejarnos de él.

Volvieron a avanzar, tomados de la mano. La camisa de Eddie, hecha jirones, flameaba detrás de él. La luz fue cobrando potencia; el túnel era cada vez más enorme. A medida que descendía, el techo se alejaba hacia arriba a tal punto que llegó a ser casi invisible. Ahora tenían la sensación, no de estar caminando por un túnel, sino de avanzar por un titánico patio subterráneo que daba acceso a algún castillo ciclópeo. La luz de las paredes se había convertido en un fuego amarillo verdoso. El olor era más fuerte y todos comenzaron a captar una vibración que podía ser real o existir sólo en la mente. Era incesante y rítmica.

Era el latido de un corazón.

—¡Termina allí delante! —exclamó Beverly. ¡Mirad! ¡Hay una pared lisa!

Pero al acercarse, ya como hormigas en esa gran extensión de sucios bloques de piedra, cada uno más grande que el parque Bassey, al parecer, notaron que la pared no era completamente lisa. En ella había una puerta. Y aunque la pared, en sí, se elevaba metros y metros hacia arriba, la puerta era muy pequeña. No llegaba a medir un metro, como las que se ven en los cuentos de hadas. Estaba hecha de fuertes tablas de roble ligadas con bandas de hierro en forma de X. Todos comprendieron de inmediato que era una puerta hecha sólo para niños.

Espectralmente, dentro de su cerebro, Ben oyó a la bibliotecaria que leía a los más pequeños: ¿Quién camina, trip-trap, sobre mi puente? Los chicos inclinados hacia delante, con la eterna fascinación centelleándoles en los ojos: ¿sería derrotado el monstruo… o se los comería?

En la puerta había una marca; acumulados al pie, un montón de huesos. Huesos pequeños. Huesos de sólo Dios sabía cuántos niños.

Habían llegado a la morada de Eso.

La marca de la puerta, entonces, ¿qué era?

Bill vio un bote de papel.

Stan, un pájaro que alzaba vuelo hacia lo alto: un fénix, quizá.

Michael, una cara encapuchada, la del loco Butch Bowers, tal vez, si se la descubriera.

Richie vio dos ojos tras un par de gafas.

Beverly, un puño cerrado.

Eddie lo tomó por la cara del leproso, todo ojos hundidos y boca arrugada. Todas las enfermedades, toda la enfermedad estaba estampada en sus rasgos.

Ben Hanscom vio un montón de vendajes desgarrados; hasta creyó oler especies viejas.

Más tarde, al llegar a la misma puerta, con los gritos de Belch aún resonándole en los oídos, sólo en el final, Henry Bowers vería en esa señal la luna, llena, madura… y negra.

—Tengo miedo, Bill —dijo Ben, con voz temblorosa—. ¿Es necesario?

It (eso) Stephen King, 1986

Bill tocó los huesos con la punta del pie. De pronto los esparció en un torrente polvoriento, repiqueteante, de una sola patada. Él también tenía miedo… pero había que pensar en George. Eso había arrancado el brazo a George. Entre esos huesos, ¿estarían los suyos, pequeños y frágiles? Sí, por supuesto.

Ellos estaban allí por los dueños de esos huesos, por George y todos los otros. Aquellos que habían sido llevados hasta allí, los que serían llevados, los que habían sido simplemente abandonados en otro sitio para que se pudrieran.

—Es necesario —dijo.

—¿Y si está cerrada con llave? —preguntó Beverly con un hilo de voz.

—N-n-no lo está —aseguró Bill: Y dijo lo que sabía desde muy adentro—. Los lug-lugares como éste n-n-nunca est-están ce-cerrados.

Apoyó contra la puerta los dedos extendidos de la mano derecha y empujó. Se abrió a un torrente de luz verdeamarillenta, enfermiza. Ese olor a zoológico les salió al encuentro, increíblemente fuerte, increíblemente poderoso.

Uno a uno fueron pasando por la puerta de cuento de hadas, el acceso a la guarida de Eso. Bill

7

En los túneles, 4.59 h.

se detuvo tan bruscamente que los otros se entrechocaron, como vagones de carga cuando la locomotora se detiene de pronto.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

—E-e-estaba aquí. El o-o-ojo. ¿Os ac-acordáis?

—Me acuerdo —dijo Richie—. Eddie lo detuvo con su inhalador, fingiendo que era ácido. Dijo algo relacionado con comida. Fue muy gracioso, pero no recuerdo.

—N-n-no importa. Esta vez no v-v-veremos na-nada que haya-hayamos vivisto antes —dijo Bill. Encendió una cerilla y miró a los otros. Sus caras parecían luminosas a la luz de la cerilla: luminosas y místicas. Y muy jóvenes—. ¿C-c-cómo estáis?

—Bien, Gran Bill —contestó Eddie. Pero estaba demacrado por el dolor. El entablillado de Bill se estaba desarmando—. ¿Y tú?

—Bi-bien. —Bill apagó la cerilla antes de que su cara pudiera desmentirlo.

—¿Cómo fue? —le preguntó Beverly, tocándole el brazo en la oscuridad—. Bill, ¿cómo fue que tu mujer…?

—P-p-porque me-mencioné el no-nombre de la ciudad. Ella m-me siguió. Aun cu-cuando lo de-decía, algo me o-o-ordenaba que me c-c-callara. P-pero no lo hi-hice. —Movió la cabeza en la oscuridad, desolado—. Sin embargo, a-a-aunque haya lle-llegado hasta De-Derry, n-n-no me e-e-explico c-c-cómo llegó aquí. Si He-e-enry no la tra-trajo, ¿qui-quién?

Eso —respondió Ben—. No siempre parece maligno, ya lo sabemos. Pudo haberse presentado diciendo que estabas en dificultades y traerla para…, para cabrearte, supongo. Para liquidar nuestras agallas. Porque eso es lo que tú fuiste siempre, Gran Bill: nuestras agallas.

—¿Tom? —musitó Beverly, en voz baja, casi cavilosa.

—¿Q-q-quién? —Bill encendió otra cerilla.

Ella lo miraba con una especie de desesperada franqueza.

—Tom, mi marido. Él también lo sabía. Al menos, creo que le mencioné el nombre de la ciudad, así como tú se lo mencionaste a Audra. No sé…, no sé si lo memorizó o no. En ese momento estaba muy enfadado conmigo.

—Por Dios, ¿qué es esto? —se extrañó Richie—. ¿Una de esas telenovelas donde todo el mundo aparece, tarde o temprano?

—Telenovela, no —dijo Bill. Parecía descompuesto—: espectáculo. Como el del circo. Bev, aquí presente, fue y se casó con un doble de Henry Bowers. Si ella lo dejó, ¿por qué no pudo él venir aquí? Después de todo, el verdadero Henry vino.

—No —dijo Beverly—, no me casé con Henry sino con mi padre.

—¿Qué diferencia hay, si también te pegaba? —apuntó Eddie.

—Va-vamos —dijo Bill—. Caminad junto a mí.

Siguieron caminando. Bill estiró las manos, en busca de la de Richie y la sana de Eddie. Pronto formaron un círculo, como antes, cuando el grupo era más numeroso. Eddie sintió que alguien le ponía un brazo sobre los hombros. Fue una sensación cálida, consoladora, profundamente familiar.

Bill experimentó el poder que recordaba de los viejos tiempos, pero comprendió con cierta desesperación que las cosas habían cambiado, en verdad. El poder ya no era tan fuerte como antes; forcejeaba y chisporroteaba como la llama de una vela en aire viciado. La oscuridad parecía más densa, más próxima, triunfal. Y se percibía el olor de Eso. Por este pasillo —se dijo—, y no muy lejos, hay una puerta con una marca. ¿Qué había detrás de esa puerta? Es lo único que aún no puedo recordar. Recuerdo haber puesto los dedos tiesos porque ellos querían temblar y recuerdo haber empujado la puerta. Hasta recuerdo el torrente de luz que surgió y su aspecto de cosa viva, como si no fuera sólo luz, sino víboras fluorescentes. Recuerdo el olor, como el de la jaula de los monos en un gran zoológico, pero aún peor. Y después… nada.

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