It (Eso) – Stephen King

—Will —dijo mi madre, suavemente—, basta ya.

—No —dije yo—. ¡Quiero que me lo cuente!

—Va siendo hora de que te acuestes, Mikey —dijo él, revolviéndome el pelo con su manaza dura—. Sólo quiero contarte algo más, y no creo que lo entiendas, por ahora; ni siquiera estoy seguro de entenderlo yo mismo. Lo que pasó aquella noche en el Black Spot, por horrible que fuera…, no creo que haya pasado por ser nosotros negros. Ni siquiera porque el Black Spot estaba muy cerca de Broadway Oeste, donde vivían los ricos de Derry, como ahora. No creo que esa Liga de la Decencia Blanca haya funcionado tan bien aquí sólo porque odiaba a los negros y los vagabundos más que la gente de Portland, Lewiston o Brunswick. Es por la tierra. Parece que las cosas malas, las cosas que dañan, se dan bien en la tierra de esta ciudad. Lo he pensado mucho, de año en año. No sé por qué, pero así es.

»Pero también hay aquí gente buena, y en aquel entonces también había gente buena. Más adelante, cuando se hicieron los funerales, asistieron miles de personas, tanto negros como blancos. Los negocios cerraron casi por una semana. Llegaron cestos de comida y cartas de pésame que se enviaban con sinceridad. Y muchos echaron una mano. En esa época conocí a mi amigo Dewey Conroy, y ya sabes que es blanco como la nieve, pero para mí es un hermano. Moriría por Dewey, si él me lo pidiera. Y nadie conoce el corazón ajeno, pero creo que él también moriría por mí, si a eso se llegara.

»La cosa es que el ejército envió a otra parte a los que quedábamos después del incendio, como si tuviera vergüenza. Y creo que así era. Yo acabé en Fort Hood, y allí pasé seis años. Allí conocí a tu madre y nos casamos en Galveston, en la casa de su familia. Pero en todos esos años no me quité Derry de la cabeza. Y después de la guerra traje a tu madre aquí. Y aquí naciste. Y aquí estamos, a menos de cinco kilómetros del sitio donde estaba el Black Spot, en 1930. Bueno, creo que es hora de que te acuestes, jovencito».

—¡Quiero que me cuentes lo del incendio! —chillé—. ¡Cuéntame, papá!

Y él me miró con ese gesto ceñudo que siempre me hacía callar…, tal vez porque no lo empleaba con frecuencia. Casi siempre sonreía.

—No es cuento para niños —dijo—. Otra vez será, Mikey. Cuando los dos hayamos recorrido unos cuantos años más.

Pasaron otros cuatro años antes de que me enterara de lo ocurrido en el Black Spot, aquella noche; por entonces, las recorridas de mi padre habían llegado a su fin. Me lo contó todo desde la cama del hospital en donde yacía, atiborrado de sedantes, entrando a la realidad o saliendo de ella, según dormitara o no, mientras el cáncer se abría paso dentro de sus intestinos, comiéndoselo…

26 de febrero de 1985

Estuve leyendo lo que escribí en la última parte de esta libreta y me di la sorpresa de romper en lágrimas por mi padre, que murió hace ya veintitrés años. Recuerdo mi dolor cuando él se fue; duró casi dos años. Después, cuando terminé la secundaria, en 1965, y mi madre me miró, diciendo: «¡Qué orgulloso habría estado tu padre!», lloramos abrazados; yo pensé que ése era el fin, que con esas lágrimas tardías habíamos acabado de enterrarlo. Pero ¿quién sabe por cuánto tiempo puede durar el luto? ¿No es posible que, hasta treinta o cuarenta años tras la muerte de un hijo, un hermano, uno despierte a medias, pensando en esa persona con la misma sensación de vacío, de sitios que tal vez no se llenen nunca…, quizá ni siquiera en la muerte?

Abandonó el ejército en 1937, con una pensión por incapacidad. Por entonces, el ejército de mi padre se había vuelto más guerrero; según me dijo una vez, cualquiera que tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de que, muy pronto, los cañones volverían a dejarse oír. En el ínterin, él había ascendido a sargento; perdió la mayor parte del pie izquierdo cuando un nuevo recluta, tan asustado que casi cagaba huesos de melocotón, retiró el seguro a una granada de mano y la dejó caer, en vez de arrojarla. El artefacto rodó hasta mi padre y estalló con un ruido que, según él, sonó como una tos en medio de la noche.

Gran parte de los armamentos con que debían entrenarse los soldados, en aquellos tiempos eran defectuosos, cuando no habían pasado tanto tiempo en depósitos casi olvidados que estaban casi inutilizables. Las balas no se disparaban y los fusiles solían estallarte en las manos cuando las balas no se disparaban. La armada tenía torpedos que, habitualmente, no iban a donde se los apuntaba y, cuando lo hacían, no estallaban. La fuerza aérea volaba en aviones cuyas alas se desprendían si aterrizaban con demasiada rudeza; he leído que en 1939, en Pensacola, un oficial de aprovisionamiento descubrió toda una flota de camiones del gobierno que no funcionaba porque las cucarachas les habían comido los manguitos de goma y las correas del ventilador.

Por lo tanto, mi padre salvó la vida (incluyendo, naturalmente, esa parte de su cuerpo que se convertiría en su seguro servidor, Michael Hanlon) gracias a una combinación de burocracia sobreinflada y equipos defectuosos. La granada explotó sólo a medias y él perdió sólo parte de un pie, en vez de quedar hecho papilla de la clavícula para abajo.

Gracias a la pensión por incapacidad, pudo casarse con mi madre un año antes de lo que había planeado. No vinieron enseguida a Derry; primero se mudaron a Houston, donde trabajaron en la industria de guerra. Mi padre era capataz de una fábrica de detonadores para bombas. Mi madre era remachadora. Sin embargo, tal como me contó aquella noche en que yo tenía once años, nunca dejó de pensar en Derry. Y ahora me pregunto si ese algo ciego no pudo estar actuando ya entonces, atrayéndolo hacia aquí para que yo pudiera tomar mi sitio en el círculo que se formó en Los Barrens aquella tarde de agosto. Si el engranaje del universo funciona bien, el bien siempre compensa el mal…, pero el bien puede ser igualmente espantoso.

Mi padre estaba suscrito al Derry News y no dejaba de vigilar los avisos donde se ofrecían lotes en venta. Habían ahorrado bastante. Por fin, él vio que se vendía una granja con buenas perspectivas, al menos sobre el papel. Los dos viajaron desde Texas en autobús para echarle un vistazo y la compraron el mismo día. El First Merchants Bank, del condado de Penobscot, le otorgó una hipoteca a diez años, y aquí se instalaron.

—Al principio tuvimos problemas —dijo mi padre, otra vez—. Había gente que no quería negros en el vecindario. Ya sabíamos que pasaría eso, pues yo no había olvidado lo del Black Spot, pero esperamos a que pasara. Los chicos nos arrojaban piedras o latas de cerveza. Creo que, ese primer año, cambié más de veinte vidrios. Y algunos no eran tan chicos. Un día, al levantarnos, encontramos una cruz esvástica pintada en el costado del gallinero; todos los pollos estaban muertos, alguien les había envenenado la comida. Fueron los últimos pollos que traté de criar.

»Pero el alguacil del condado (en aquellos días no había comisario porque Derry era muy poca cosa para tenerlo) se interesó en el caso y trabajó con ganas. A eso me refiero, Mikey, cuando te digo que aquí hay tanto bien como mal. Para ese Sullivan importaba muy poco que yo tuviera piel negra y pelo rizado. Salió cinco o seis veces, habló con la gente y por fin descubrió al que lo había hecho. ¿Y quién crees que había sido? Tienes tres posibilidades, y las dos primeras no cuentan».

—No sé —dije.

Mi padre rió hasta que le salieron lágrimas de los ojos. Sacó del bolsillo un gran pañuelo blanco y se los limpió.

—¡Pues era Butch Bowers, nada menos! —dijo—. El padre del chico que, según dices, es el peor matón de tu escuela. El padre es una caca; el hijo un pedo.

—En la escuela, algunos chicos dicen que el padre de Henry está loco —le dije. Creo que, por entonces, yo estaba en el cuarto grado, lo bastante avanzado como para que Henry Bowers me hubiera pateado justicieramente el trasero más de una vez; y ahora que lo pienso, casi todos los sinónimos peyorativos de negro que conozco los oí, por primera vez, de labios de Henry Bowers, entre primero y cuarto grado.

—Bueno, te diré —dijo mi padre—: la idea de que Butch Bowers esté loco puede no estar muy errada. Dicen que nunca estuvo bien desde que volvió de la guerra; peleó con los marines en el Pacífico. La cuestión es que el alguacil se lo llevó detenido. Butch aullaba que era una trampa, que todo el mundo era un montón de negrófilos y que él iba a demandarlos a todos. Creo que su lista iba desde aquí a Witcham Street. No creo que tuviera un par de calzoncillos sanos en los cajones, pero hablaba de iniciar juicio contra mí, contra el alguacil Sullivan, el municipio de Derry, el condado de Penobscot y sabe Dios contra quién más.

»En cuanto a lo que pasó después… Bueno, no puedo jurar que sea cierto, pero así lo supe por Dewey Conroy. Dewey dice que el alguacil fue a ver a Butch a la cárcel de Bangor. Y le dijo: “Es hora de que cierres el pico y escuches un poco, Butch. Ese negro no quiere presentar acusación. No quiere que vayas a la penitenciaría; sólo pide el valor de sus pollos. Calcula que, con doscientos dólares, estaría en paz.”

»Y Butch le dice que puede meterse los doscientos dólares allí donde nunca toca el sol. Y el alguacil Sullivan le dijo: “En la penitenciaría de Shawshank tienen una calera, Butch, y dicen que, después de trabajar allí dos años, la lengua se te pone verde como un helado de lima. Anda, elige: ¿dos años juntando cal o doscientos dólares? ¿Qué te parece?”

»—No habrá jurado en Maine que me condene —le dijo Butch—. ¿Por matarle los pollos a un negro? ¡No!

»—Eso ya lo sé —dice Sullivan.

»—Entonces, ¿de qué Cristo me está hablando?

»—Espabílate un poco, Butch. Por los pollos no te van a encerrar, pero sí por la esvástica que pintaste en la puerta después de matarlos.

»Bueno, dice Dewey que Butch quedó boquiabierto y Sullivan se fue para que lo pensara. Unos tres días después, Butch dijo a su hermano (el que murió congelado dos años después, mientras cazaba borracho) que vendiera su nuevo Mercury, el que Butch había comprado con la paga del ejército y del que tanto se pavoneaba. Así que cobré mis doscientos dólares y Butch juró incendiar mi casa. Se lo dijo a todos sus amigos. Así que una tarde lo alcancé. Él había comprado un viejo Ford, de antes de la guerra, para reemplazar al Mercury, y yo tenía un pick-up. Lo paré en Witcham Street, junto a los patios de maniobra, y bajé con mi Winchester.

»—Si llega a haber un incendio en mi casa, habrá un negro muy malo corriéndote con una pistola, viejo —le dije.

»—A mí no me hables de esa manera, negro piojoso —me dice, y tartamudeaba, entre el enojo y el susto—. Un mierda como tú no puede hablar así a un blanco.

»Bueno, yo ya estaba harto de todo eso, Mikey. Y sabía que, si no lo asustaba en ese momento para siempre, jamás me lo sacaría de encima. No había nadie por ahí. Metí una mano en el Ford y lo agarré del pelo. Le puse la boca del rifle bajo el mentón y apoyé la culata contra la hebilla de mi cinturón. Y le dije: “La próxima vez que me trates de negro piojoso o de porquería, vas a ver cómo chorrean tus sesos en esa lámpara que tiene el techo de este coche. Y te lo digo en serio, Butch: si llega a haber un incendio en mi casa, te la voy a dar. A lo mejor se lo doy también a tu mujer, a tu mocoso y a ese inútil de hermano que tienes. Ya me cansé.”

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