It (Eso) – Stephen King

¿Qué? —dijo Freddie, boquiabierto, mirando a Audra como si ésta hubiera perdido el juicio—. ¿Qué me estás diciendo?

—Lo llamaron de Estados Unidos. Eso es lo que te estoy diciendo.

Freddie hizo ademán de sujetarla y Audra se echó hacia atrás algo asustada. Freddie se miró las manos; luego se las guardó en los bolsillos y se limitó a mirarla.

—Lo siento, Freddie —dijo ella, en voz muy baja—. De veras.

Se levantó y fue a servirse un poco de café notando que las manos le temblaban un poco. Al sentarse oyó la voz de Freddie, amplificada por los altavoces del estudio, indicando a todo el mundo que volviera a su casa; no se filmaría más por el resto del día. Audra hizo un gesto de dolor. Diez mil libras, como mínimo, se estaban yendo por el desagüe.

Freddie apagó el intercomunicador del estudio y se levantó para servirse café. Volvió a sentarse y le ofreció un paquete de cigarrillos.

Audra negó con la cabeza.

Él tomo uno, lo encendió y la miró entrecerrando los ojos a través del humo.

—Esto es grave, ¿no?

—Si —dijo Audra, manteniendo en lo posible su compostura.

—¿Qué pasó?

Porque le tenía auténtica simpatía y verdadera confianza, Audra le contó cuanto sabía. Freddie la escuchaba con atención, gravemente. El relato no llevó mucho tiempo. Cuando terminó aún resonaban portezuelas y se ponían en marcha motores en el aparcamiento.

Freddie guardó silencio por un rato mirando por la ventana. Después giró hacia ella.

—Fue una especie de colapso nervioso.

Audra meneó la cabeza.

—No, nada de eso. Él no es de ésos. —Tragó saliva antes de agregar—: Deberías haberlo visto.

Freddie esbozó una sonrisa torcida.

—Comprenderás que los hombres adultos rara vez se sienten obligados a respetar las promesas que hicieron de niños. Y tú has leído la obra de Bill; sabes que gran parte de ella se refiere a la niñez y es muy buena. Acertadísima. Es absurdo pensar que ha olvidado cuanto le pasó en aquel entonces.

—Pero esas cicatrices en las manos… —dijo Audra—. No las tuvo nunca, hasta esta mañana.

—¡Tonterías! Tú no las habías visto hasta esta mañana.

Ella se encogió de hombros, inerme.

—Las habría visto.

Y se dio cuenta de que él tampoco creía en eso.

—¿Qué hacemos entonces? —le preguntó Freddie.

Ella no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza. El productor encendió otro cigarrillo con la colilla del primero.

—Puedo arreglar las cosas con el representante del sindicato —dijo—. Personalmente no, claro; en estos momentos no me enviaría una doble ni para salvarme del infierno. Haré que Teddy Rowland vaya a verlo. Teddy es una mariposa, pero tiene una lengua capaz de convencer a cualquiera. Pero después, ¿qué? Nos quedan cuatro semanas de filmación y tu marido está en Massachusetts…

—Maine…

—Donde sea. ¿Y hasta qué punto podremos contar contigo si él no está?

—Yo…

Se inclinó hacia adelante.

—Te tengo simpatía, Audra. De veras. Y también a Bill, a pesar de este lío. Creo que podemos arreglarnos. Si hay que arreglar el libreto, lo arreglaré yo. No será la primera vez que haga remiendos de ese tipo, bien lo sabe Dios. Y si a él no le gusta cómo queda, no podrá culpar a nadie. Puedo arreglarme sin Bill pero no sin ti. Te necesito trabajando a toda máquina, no en Estados Unidos corriendo tras tu marido. ¿Podrás?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Pero debes pensar en lo que voy a decirte. Si te portas como un soldado y haces tu parte, podemos mantener las cosas en calma por un tiempo, quizá por el resto de la filmación. Pero si te vas, se acabó. Soy jodido, lo sé, pero no vengativo; no voy a amenazarte con encargarme de que nadie te dé trabajo en el cine si me plantas. Pero debes saber que, si te haces fama de temperamental, puede ocurrirte exactamente eso. Te estoy hablando con el corazón en la mano. ¿Te molesta?

—No —dijo ella, inquieta.

En realidad, le daba igual. No podía pensar sino en Bill. Freddie era un buen hombre, pero no entendía nada; en último caso, bueno o no, él no pensaba sino en su película. No había visto la expresión de Bill… ni lo había oído tartamudear.

—Bueno. —Freddie se levantó—. Acompáñame al bar. A los dos nos vendrá bien una copa.

Ella sacudió la cabeza.

—Una copa es lo último que necesito. Me voy a casa, a pensar en todo esto.

—Te pediré un coche —dijo él.

—No. Tomaré el tren.

El productor la miró fijamente, con una mano en el teléfono.

—Creo que piensas ir a buscarlo —dijo Freddie—. Y te advierto que es un grave error, querida. Aunque algo lo esté enloqueciendo, en el fondo es sensato. Se quitará el problema de encima y volverá. Si hubiese querido que le acompañases te lo habría dicho.

—No he decidido nada —mintió ella, sabiendo que, en realidad, todo estaba decidido, aun antes de que esa mañana el coche la recogiera para llevarla al estudio, esa mañana.

—Ten cuidado, preciosa —dijo Freddie—. No vayas a arrepentirte.

Audra sintió la fuerza de aquella personalidad que la acosaba exigiéndole que cediera, que prometiera, que trabajara, esperando pasivamente el regreso de Bill… si no volvía a desaparecer en ese agujero del pasado del que había venido.

Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

—Hasta luego, Freddie.

Volvió a su casa y llamó a British Airways. Dijo a la empleada que quería llegar a una pequeña ciudad de Maine, llamada Derry, si era posible. Hubo un silencio mientras la mujer consultaba el ordenador… Luego, la noticia, como señal divina, de que British Airlines, con su vuelo 23, hacía escala en Bangor, a setenta y cinco kilómetros de distancia.

—¿Le reservo un billete, señora?

Audra cerró los ojos y vio la cara amable y severa de Freddie. Le oyó decir: Ten cuidado, preciosa. No vayas a arrepentirte.

Freddie no quería que fuera. Bill no quería que fuera. Entonces, ¿por qué el corazón le gritaba que debía ir? Cerró los ojos. Dios, qué liada estoy…

—Señora, ¿aún sigue ahí?

—Resérveme billete —dijo Audra. Vaciló: Ten cuidado, preciosa… Tal vez le convenía pensarlo mejor, poner distancia entre sí misma y esa locura. Comenzó a revolver su cartera en busca de su tarjeta de crédito—. Para mañana. En primera clase, si es posible. De lo contrario, cualquier cosa servirá.

Si cambio de idea, puedo cancelarlo. Probablemente lo haré. Voy a despertar cuerda y todo estará claro.

Pero por la mañana no hubo nada claro y su corazón seguía reclamándole que viajase. La noche había sido un loco tapiz de pesadillas. Llamó a Freddie, no porque le gustase hacerlo, sino porque se sentía obligada. No tuvo tiempo para mucho; aún estaba tratando de explicarle, a tropezones, que Bill podía necesitarla cuando se oyó un suave chasquido en la línea. Freddie había colgado sin pronunciar palabra, tras el «Hola» inicial.

Pero en cierto sentido, ese chasquido decía cuanto hacía falta decir.

7

El avión aterrizó en Bangor a las 19.09. Audra fue la única que desembarcó mientras los otros pasajeros la miraban con curiosidad, preguntándose qué interés podía tener alguien en ese sitio olvidado de la mano de Dios. Audra pensó en explicar: Es que busco a mi marido. Vino a una pequeña ciudad, cerca de aquí, porque un amigo de la infancia lo llamó para recordarle una promesa que él no tenía del todo presente. La llamada le recordó también que llevaba veinte años sin pensar en su difunto hermano. Ah, sí, y también le devolvió la tartamudez… y unas extrañas cicatrices blancas en la palma de las manos.

Pero, los agentes de aduana llamarían al manicomio.

Recogió su única maleta y se acercó a las cabinas de alquiler de automóviles, tal como lo haría Tom Rogan una hora después. Tuvo más suerte de la que le tocaría a él: National Car Rental tenía un Datsun disponible.

La chica rellenó el formulario para que ella lo firmara.

—Ya me parecía que era usted —dijo la chica. Y agregó, tímida—: ¿Me daría un autógrafo, por favor?

Audra se lo dio, firmado en el dorso de un formulario en blanco mientras pensaba: Disfrútalo mientras puedas, cariño. Si Freddie Firestone está en lo cierto, dentro de cinco años no valdrá un comino.

Consiguió un mapa de carreteras. La chica, tan deslumbrada que apenas podía hablar, logró indicarle la mejor ruta para llegar a Derry.

Diez minutos después, Audra estaba en marcha. En cada intersección se obligaba a recordar que debía conservar la derecha; si llegaba a coger la izquierda, como en Inglaterra, tendrían que recogerla raspando el asfalto.

Mientras tanto, notó que nunca en su vida había estado tan asustada.

8

Por uno de esos extraños caprichos del destino o de coincidencia (que se producen con más frecuencia en Derry, por cierto) Tom había ocupado, una habitación en la posada Koala de Jackson Street; Audra había cogido una habitación en el Holiday Inn. Ambos moteles ocupaban terrenos contiguos; los aparcamientos estaban separados sólo por una acera de cemento. Y también por casualidad, el Datsun alquilado por Audra y el LTD comprado por Tom quedaron aparcados frente a frente, separados sólo por esa acera. Ambos dormían ahora; Audra, en silencio, de lado; Tom Rogan, de espaldas, roncando tanto que le batían los labios hinchados.

9

Henry pasó ese día escondido: escondido al lado de la carretera 9. A ratos dormía. A ratos observaba los coches de policía que pasaban como perros de caza. Mientras los Perdedores comían juntos, Henry escuchaba las voces de la luna.

Y cuando cayó la oscuridad, salió a la carretera y estiró el pulgar.

Al cabo de un rato pasó un tonto que lo recogió.

DERRY:
EL TERCER INTERLUDIO

Un pájaro vino
por el camino.
No sabía
que yo le veía.
Por la mitad a un gusano partió
y al sujeto, crudo, se lo comió

EMILY DICKINSON
Un pájaro vino por el camino
17 de marzo de 1985

El incendio del Black Spot se produjo a finales del otoño de 1930. Hasta donde he podido determinar, aquel siniestro, del que mi padre escapó a duras penas, finalizó el ciclo de asesinatos y desapariciones correspondiente a los años 1929-1930, así como la explosión de la fundición puso fin a otro ciclo, unos veinticinco años antes. Es como si hiciera falta un monstruoso sacrificio al terminar cada ciclo para aquietar la terrible potencia que aquí opera, sea… para poner Eso a dormir durante otro cuarto de siglo más o menos.

Pero si hace falta semejante sacrificio para finalizar cada ciclo, se diría que hace falta un acontecimiento similar para iniciarlo.

Lo cual me conduce a la banda de Bradley.

Su ejecución se produjo en la triple intersección de las calles Canal, Main y Kansas (no lejos, en realidad, del sitio que figuraba en la fotografía que se movió a la vista de Bill y Richie, un día de junio de 1958). Ocurrió unos trece meses antes del incendio del Black Spot, en octubre de 1929, poco antes del derrumbe de la Bolsa.

Como en el caso del incendio del Black Spot, muchos residentes de Derry fingen no recordar lo que ocurrió ese día. O bien estaban fuera de la ciudad visitando a algún pariente. O bien dormían la siesta y no se enteraron de nada hasta que lo escucharon por radio, esa noche. O simplemente lo miran a uno a la cara y mienten.

Las anotaciones policiales de ese día indican que el comisario Sullivan no estaba siquiera en la ciudad. Claro que lo recuerdo —me dijo Aloysius Nell, desde una tumbona al sol en la terraza del asilo Paulson, de Bangor—. Era mi primer año en la policía. Cómo no voy a acordarme. Sullivan estaba en el oeste de Maine cazando aves. Cuando volvió, ya se los habían llevado, envueltos en sábanas. Más frenético que una gallina mojada se puso Jim Sullivan. Pero en un libro sobre pistoleros titulado Cartas sangrientas y malvados, hay una foto que muestra a un hombre sonriente junto al cadáver acribillado de Al Bradley, en el depósito de cadáveres; si ese hombre no es el comisario Sullivan, tiene que ser su hermano mellizo.

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