It (Eso) – Stephen King

—Pero no quiero ser negro —dijo Richie—. ¿A quién le gusta ponerse pantalones rosa, vivir en Boston y comprar pizza en porciones? Yo quiero ser judío, como Stan. Quiero tener una casa de empeños para vender navajas y guitarras usadas.

Ben y Mike estaban aullando de risa. Sus carcajadas resonaron en la garganta verde y selvática que recibía el errado nombre de Barrens, haciendo que los pájaros alzasen vuelo y que las ardillas quedasen momentáneamente petrificadas en las ramas. Era un sonido joven, penetrante, vivo, vital, espontáneo y libre. Casi todos los seres vivos, al alcance de ese sonido, reaccionaron de algún modo, pero lo que había salido de un ancho desagüe de cemento hacia el Kenduskeag no era algo vivo. La tarde anterior había estallado una súbita y violenta tormenta eléctrica sin que la futura sede del club se viese muy afectada, pues, una vez iniciadas las excavaciones, Ben cubría el agujero con un trozo de tela alquitranada que Eddie escamoteó de la tienda de Wally; olía a pintura, pero servía. Por dos o tres horas, los desagües de Derry se habían llenado de torrentosas aguas. Y ese torrente había empujado ese desagradable equipaje a la luz del sol para que lo hallasen las moscas.

Era el cadáver de un niño de nueve años, llamado Jimmy Cullum. Exceptuando la nariz, le faltaba la cara, convertida en una masa batida y sin facciones. La carne viva tenía pozos profundos y negros que tal vez sólo Stan Uris habría reconocido como lo que eran: picotazos. Picotazos dejados por un pico muy grande.

El agua rebullía sobre los lodosos pantalones chinos de Jimmy Cullum; sus manos blancas flotaban como peces muertos. También tenían picotazos, aunque no tantos. Su camisa de algodón se inflaba y volvía a caer, una y otra vez, como un fuelle.

Bill y Eddie, cargados de tablas escamoteadas en el vertedero, cruzaron el Kenduskeag por las piedras, a menos de cuarenta metros del cadáver. Oyeron las risas de Richie, Ben y Mike y, sonriendo un poquito, pasaron apresuradamente junto al inadvertido despojo de Jimmy Cullum, para averiguar qué los divertía tanto.

6

Aún estaban riendo cuando Bill y Eddie aparecieron en el claro, sudorosos bajo la carga de madera. Hasta Eddie, habitualmente pálido como un queso, tenía algo de color en la cara. Dejaron caer las tablas nuevas en el montón, casi acabado, mientras Ben salía del agujero para inspeccionarlas.

—¡Buen trabajo! —dijo—. ¡Bien! ¡Estupendo!

Bill cayó al suelo.

—¿P-p-puedo suf-sufrir ahora mi i-i-infarto o es-espero un p-p-poco más?

—Espera un poco más —dijo Ben, distraído.

Había llevado a Los Barrens algunas herramientas propias y estaba revisando con cuidado las tablas recién traídas para arrancar clavos y retirar tornillos. Descartó una porque estaba astillada. Al golpear otra con los nudillos, descubrió un sonido hueco en tres lugares y la descartó. Eddie se sentó en un montón de tierra para observarlo. Mientras se daba un disparo de inhalador, Ben arrancó un clavo herrumbrado con el extremo bifurcado de su martillo. El clavo chilló como un desagradable animal al que hubiesen dado un pisotón.

—Si te cortas con un clavo herrumbrado te puede dar tétanos —informó Eddie a Ben.

—¿Si? —dijo Richie—. ¿Y qué son los tétanos? Parece enfermedad de mujeres.

—No seas idiota —explicó Eddie—. No tiene nada que ver con las tetas. Son unos microbios especiales que crecen en la herrumbre, ¿sabes? Si te cortas, se te meten dentro del cuerpo y… eh… te comen los nervios —continuó Eddie, con un rubor aún más oscuro, dando otro gatillazo a su inhalador.

—Caramba —exclamó Richie, impresionado—. ¿Y es grave?

—Seguro. Primero la mandíbula se te pone tan rígida que no puedes abrir la boca, ni siquiera para comer. Tienen que abrirte un agujero en la mejilla y te dan líquidos por un tubo.

—Oh, vaya —dijo Mike, irguiéndose en el agujero, con los ojos muy abiertos, mostrando las córneas muy blancas en la cara oscura—. ¿Seguro?

—Me lo dijo mi madre —repuso Eddie—. Después se te cierra la garganta, no puedes comer más y te mueres de hambre.

Imaginaron ese horror en silencio.

—No hay cura —agregó Eddie.

Más silencio.

—Por eso —concluyó Eddie, enérgico—, siempre tengo mucho cuidado con los clavos herrumbrados y esa clase de porquerías. Una vez tuvieron que darme una inyección contra el tétanos y me dolió mucho.

—Entonces —preguntó Richie—, ¿para qué vas al vertedero a traer toda esta porquería?

Eddie echó una breve mirada a Bill, que estaba contemplando la casita, y en esa mirada había todo el amor y la veneración necesarias para responder a semejante pregunta. Pero además dijo, suavemente:

—Algunas cosas hay que hacerlas aunque sea peligroso. Es la primera cosa importante que descubrí sin que me la dijese mi madre.

Siguió otro silencio, pero no incómodo. Por fin, Ben volvió a sacar clavos oxidados. Al cabo de un rato, Mike Hanlon se acercó a ayudarle.

La radio de Richie, privada de su voz (al menos hasta que el dueño cobrara su asignación o encontrase un césped que cortar), se balanceaba en la rama baja, a impulsos de una leve brisa. Bill tuvo tiempo de reflexionar en lo extraño que era todo eso, extraño y perfecto: que los siete estuviesen en Derry ese verano. Algunos de los chicos que él conocía estaban de viaje, visitando a parientes, de vacaciones en Disneylandia o en Cape Cod, en el caso de un compañero, en un lugar increíblemente distante, a juzgar por el nombre, que era, evocativamente, Gstaad. Había chicos en los campamentos de la iglesia, en los de los boy-scouts, en campamentos de ricos donde se aprendía a nadar y a jugar a golf, donde se aprendía a decir: «¡Eh, muy buena!» y no «Vete al diablo», cuando el adversario, jugando a tenis, hacía un saque perfecto. Eran chicos cuyos padres se los habían llevado LEJOS, simplemente. Bill lo comprendía bien. Sabía que algunos chicos querían irse LEJOS, asustados por el coco que acechaba en Derry, ese verano, pero lo más probable era que fuesen los padres los más asustados por ese hombre del saco. Muchos de los que pensaban tomarse las vacaciones en casa, decidían súbitamente irse LEJOS

(¿Gstaad? ¿Eso quedaba en Suecia, en Argentina, en España?)

en cambio. Era un poco como durante la epidemia de polio de 1956, en que cuatro chicos, tras haber nadado en el estanque del monumento O’Brian, se habían contagiado la enfermedad. Los adultos (palabra que Bill asociaba completamente con padre y madre) habían decidido entonces, como ahora; que LEJOS era mejor. Más seguro. Todos los que pudieron se habían ido. Bill comprendía ese LEJOS. Podía maravillarse ante una palabra tan fabulosa como Gstaad, pero esa maravilla era triste consuelo comparado con el deseo: Gstaad era LEJOS; Derry era el deseo.

Y ninguno de nosotros se ha ido LEJOS —pensó, observando a Ben y a Mike, que sacaban los clavos de las tablas usadas, y a Eddie, que se alejaba hacia los matorrales para echar una meada (había que hacerlo cuanto antes, para evitar problemas en la vejiga, había dicho a Bill, cierta vez, pero también era preciso cuidarse de la hiedra venenosa, porque a nadie le gustaba tener eso en el pito)—. Todos estamos aquí, en Derry. No fuimos a campamentos ni a visitar parientes ni de vacaciones. No nos fuimos LEJOS. Todos estamos aquí. Presentes y a las órdenes.

—Allá hay una puerta —dijo Eddie, al volver, subiéndose el cierre de la bragueta.

—Espero que te la hayas sacudido, Eds —advirtió Richie—. Si no te la sacudes siempre, puedes pescar un cáncer. Me lo dijo mi madre.

Eddie pareció sobresaltado y algo afligido. Enseguida vio la sonrisa de Richie y lo fulminó (o trató de hacerlo) con una mirada que expresaba: «Qué puede esperarse de un mocoso». Luego dijo:

—Es demasiado grande. Pero Bill dijo que entre todos, podríamos.

—Claro que nunca puedes sacudírtela del todo —prosiguió Richie—. ¿Quieres saber qué me dijo una vez un sabio, Eds?

—No —dijo Eddie—, y no quiero que me sigas llamando Eds, Richie. De veras te lo digo. Yo no te digo Dick, así que…

—Este sabio me dijo: «Lo confirmó Aristóteles, lo había dicho Platón: las dos últimas gotas siempre van al pantalón». Y por eso hay tanto cáncer en el mundo, mi querido Eddie.

—Si hay tanto cáncer en el mundo es porque los idiotas como tú y Beverly Marsh fumáis cigarrillos —dijo Eddie.

—Beverly no es idiota —replicó Ben, muy severo—. Presta atención a lo que dices, bocazas.

—Bip-bip, ch-chicos —dijo Bill—. Y hablando de Bev-Bev-Beverly, es bastante fu-fu-fuerte. Podría a-a-ayudarnos con esa p-p-puerta.

Ben preguntó qué clase de puerta era.

—D-d-de caoba me pa-parece.

—¡No me digáis que alguien tiró a la basura una puerta de caoba! —exclamó Ben, sorprendido, aunque no demasiado.

—La gente es capaz de tirar cualquier cosa —aseguró Mike—. Cada vez que voy a ese vertedero me dan ganas de morirme. De veras.

—Sí —concordó Ben—. Muchas de esas cosas podrían arreglarse con facilidad. Y como dice mi madre, en la China y en Sudamérica hay gente que no tiene nada.

—Aquí mismo, en Maine, hay gente que no tiene nada, bonito —dijo Richie, ceñudo.

—¿Q-q-qué es e-e-esto? —preguntó Bill, reparando en el álbum.

Mike se lo explicó, prometiendo mostrarles la foto del payaso cuando Stan y Beverly volvieran con las bisagras.

Bill y Richie intercambiaron una mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó Mike—. ¿Es por lo que pasó en la habitación de tu hermano, Bill?

—S-s-sí —murmuró el otro y guardó silencio.

Se turnaron para trabajar en el agujero hasta que Stan y Beverly volvieron con sendas bolsas de papel llenas de bisagras. Mientras Mike hablaba, Ben, con las piernas cruzadas al estilo sastre, preparó unas ventanas sin vidrios que podían abrirse y cerrarse, en dos de las tablas largas. Tal vez sólo Bill prestó atención a la fácil celeridad con que movía los dedos; eran hábiles y sabían lo que hacían, como dedos de cirujano. Bill los admiró.

—Dice mi padre que algunas de estas ilustraciones tienen más de cien años —comentó Mike, con el álbum en el regazo—. Él las compra en esas subastas que la gente hace en los patios o en tiendas de segunda mano. A veces las compra o las intercambia con otros coleccionistas. Hay estereocopios: se ponen dos imágenes iguales en una tarjeta larga; después, si uno las mira con una cosa que parece un alargavista, ve una sola imagen, pero en tres dimensiones. Como Museo de cera o El monstruo de la laguna negra.

—¿Y para qué quiere todo eso? —preguntó Beverly. Llevaba puestos unos vaqueros comunes, pero les había hecho algo divertido a la altura de los bajos, con una tela de color intenso en los últimos veinte centímetros cómo si fuesen los pantalones de un marinero caprichoso.

—Sí —dijo Eddie—. En general, Derry es bastante aburrida.

—Bueno, no sé, pero creo que es porque mi padre no nació aquí —dijo Mike, algo tímido—. Es como…, no sé, como si todo fuese nuevo para él. O como cuando uno llega al cine en medio de la película, ¿entendéis?

—Cla-claro —dijo Bill—. Uno q-q-quiere ver el pri-el principio.

—Eso. En Derry hay mucha historia. A mí me gusta. Y creo que una parte tiene que ver con ése… ése… con Eso, si se le puede llamar así.

Miró a Bill, que asintió, pensativo.

—Después de desfilar, el 4 de julio, estuve mirando el álbum porque estaba seguro de haber visto antes a ese payaso. Bien seguro. Y mirad.

Abrió el libro, lo hojeó y lo entregó a Ben, que estaba sentado a su derecha.

—¡N-n-no toquéis las pá-las páginas! —dijo Bill.

Había tanta ansiedad en su voz que todos dieron un respingo. Tenía muy apretada la mano que se había cortado con el álbum de George. Richie notó que mantenía el puño cerrado en un nudo protector.

—Bill tiene razón —dijo. Y esa voz apagada, tan diferente de la habitual, los convenció—. Tened cuidado, es como dice Stan. Si nosotros lo vimos, vosotros también podríais verlo.

Sentirlo —corrigió Bill, ceñudo.

El álbum pasó de mano en mano; todos los sostenían con cautela, por los bordes, como si fuese dinamita.

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