It (Eso) – Stephen King

Sí. Allí sentado, en ese instante, lo creía todo… y al mirar aquellas caras sombrías, fijas en las llamas y en las páginas chamuscadas del comic, comprendió que ellos también lo creían.

Las ramas se estaban encendiendo. El recinto empezó a llenarse de humo. Una parte, blanca como las señales de humo de las películas, escapaba por la chimenea. Pero como el aire estaba inmóvil en el exterior, sin crear corriente, la mayor parte permaneció allí. Tenía un olor acre que irritaba los ojos y hacía picar la garganta. Richie oyó que Eddie tosía dos veces con un ruido seco, como el de dos tablas que se golpearan. Luego quedó otra vez en silencio. Él no debería estar aquí, pensó. Pero en otra parte parecían pensar distinto.

Bill arrojó otro puñado de ramitas verdes al fuego y preguntó, con voz débil, muy poco parecida a la suya habitual:

—¿A-a-alguien ti-tiene v-v-visiones?

—Sí: me veo salir volando de aquí —dijo Stan Uris.

Beverly se echó a reír, pero su risa se convirtió en un ataque de tos y acabó ahogándose.

Richie apoyó la cabeza contra la pared y levantó la mirada hacia la chimenea: un estrecho rectángulo de luz amarilla. Pensó en la estatua de Paul Bunyan, aquel día de marzo. Pero eso había sido sólo un espejismo, una alucinación, una

(visión)

—El humo me está matando —dijo Ben—. ¡Uf!

—Vete —murmuró Richie, sin apartar los ojos de la chimenea.

Tenía la sensación de que estaba dominando la situación. Se sentía como si hubiese adelgazado cinco kilos. Y la casita, sin duda alguna, se había vuelto más grande. Sobre eso estaba muy seguro. Al principio, la gorda pierna izquierda de Ben Hanscom había estado apretada contra la suya y el huesudo codo de Bill se le hundía en el brazo derecho. Ahora, ninguno de los dos lo tocaba. Echó un vistazo perezoso a derecha e izquierda para verificar sus percepciones. Eran correctas. Ben estaba a unos treinta centímetros. Bill, a su derecha, aún más lejos.

—Este lugar se ha agrandado, amigos y vecinos —dijo.

Aspiró más profundamente y tosió con fuerza. Dolía, dolía en el fondo del pecho, como duele la tos cuando uno ha tenido una gripe. Por un rato pensó que jamás se le pasaría, que seguiría tosiendo hasta que tuvieran que sacarlo. Siempre que ellos puedan, pensó, pero la idea era demasiado difusa como para asustarle.

De pronto, Bill le dio unas fuertes palmadas en la espalda y la tos remitió.

—No lo sabes, pero no siempre lo haces —dijo Richie.

No miraba a Bill, sino a la chimenea. ¡Qué brillante parecía! Cuando cerraba los ojos podía ver el rectángulo, flotando en la oscuridad, pero ya no blanco, sino en verde.

—¿D-d-de qué hab-hablas? —preguntó Bill.

—De tu tartamudez. —Hizo una pausa, consciente de que algún otro estaba tosiendo, sin saber quién—. Deberías ser tú quien hiciese las voces, Gran Bill, no yo. Porque tú…

Las toses se hicieron más fuertes. De pronto, la casita se inundó de luz, tan súbita y brillante que Richie entornó los ojos. Distinguió apenas la silueta de Stan Uris que salía a duras penas, trepando.

—Lo siento —logró decir el chico, entre toses espasmódicas—. Lo siento; pero no puedo.

—No importa —se oyó decir Richie—. No necesitamos ninguna documentación para joder.

Su voz sonaba como si saliera de un cuerpo ajeno.

Un momento después se cerró la trampilla, pero el aire fresco que había entrado le despejó un poco la cabeza. Antes de que Ben se moviera un poco para llenar el espacio que Stan había dejado vacío, Richie cobró conciencia de que su pierna volvía a presionar contra la de él. ¿De dónde había sacado la idea de que la casita se había agrandado?

Mike Hanlon arrojó más palitos al fuego. Richie volvió a respirar a bocanadas cortas mirando el ventanuco. No tenía idea del tiempo que pasaba, pero experimentaba la vaga sensación de que, aparte del humo, la casita se estaba convirtiendo en algo cálido y agradable.

Miró alrededor buscando a sus amigos. Costaba verlos porque estaban envueltos en sombras, humo y una luz estival aún blanca. Bev tenía la cabeza reclinada contra el entablado, las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Las lágrimas le corrían por las mejillas hacia los lóbulos de las orejas. Bill, con las piernas cruzadas, apoyaba la barbilla en el pecho. Ben…

Pero de pronto, Ben se levantó y empujó la trampilla.

—Allá va Ben —dijo Mike. Estaba sentado a lo indio, frente a Richie, y tenía los ojos rojos como los de una comadreja.

Otra vez los asaltó una relativa frescura. El aire se renovó al escapar humo por la trampilla. Ben iba tosiendo y haciendo arcadas. Salió con ayuda de Stan. Antes de que ninguno pudiera cerrar la trampilla, Eddie se levantó trabajosamente, mortalmente pálido salvo los dos parches amoratados bajo los ojos que le llegaban a los pómulos. Buscó a débiles manotazos el borde de la escotilla y habría caído de no ser por Ben, que le cogió una mano y Stan que le sujetó la otra.

—Perdón —logró decir el chico, en un susurro sibilante, antes de que lo sacaran a tirones.

La trampilla volvió a cerrarse con un golpe.

Hubo un período largo y tranquilo. El humo se acumuló hasta formar una densa niebla dentro de la casita. Esto parece niebla londinense, Watson, pensó Richie. Por un momento se vio como Sherlock Holmes (un Sherlock muy parecido a Basil Rathbone, totalmente blanco y negro), se vio avanzar decididamente por Baker Street. Moriarty estaba a alguna distancia, lo esperaba un coche de alquiler y algo estaba en marcha.

El pensamiento fue asombrosamente claro y sólido. Casi parecía tener peso, como si no fuese un pequeño sueño de bolsillo como los que tenía constantemente (Batea Tozier para los Bosox, allá va, sube, sube… ¡Ha desaparecido! Home run, Tozier… ¡Y acaba de romper todos los récords!) sino algo casi real.

Aún le quedaba humor suficiente como para pensar que, si de todo eso no sacaba más que una visión de Basil Rathbone en el papel de Sherlock Holmes, toda esa cuestión de las visiones tenía más fama de la que merecía.

Claro que no es Moriarty el que está allí. Es Eso…, algún Eso…, y es real. Es…

Entonces volvió a abrirse la trampilla. Beverly forcejeaba por salir, entre toses secas, con una mano cubriéndole la boca. Ben la tomó por una mano y Stan por el brazo. Medio a tirones, medio forcejeando por su cuenta, desapareció.

—E-e-es cierto que se ag-se agrandó —dijo Bill.

Richie miró alrededor. Vio el círculo de piedras en donde ardía el fuego, despidiendo nubes de humo. Al otro lado estaba Mike, sentado con las piernas cruzadas como un tótem tallado en caoba; lo miraba fijamente a través del fuego, con los ojos enrojecidos por el humo. Sólo que Mike estaba a más de veinte metros. Y Bill, más lejos aún, a su derecha. La casita subterránea tenía, en ese momento, las dimensiones de un salón de baile.

—No importa —dijo Mike—. Va a venir muy pronto. Algo viene.

—S-s-sí —reconoció Bill—. Pe-e-e-pero yo… —Empezó a toser. Trató de dominarse, pero la tos empeoró hasta convertirse en un repiqueteo seco.

Vagamente, Richie lo vio levantarse tambaleante, y arrojarse hacia la trampilla.

—Bu-bu-buena: su-su…

Y desapareció arrastrado por los otros.

—Parece que sólo quedamos tú y yo, viejo Mikey —dijo Richie. Entonces él también empezó a toser—. Estaba seguro de que sería Bill…

La tos empeoró. Se dobló en dos tosiendo en seco sin poder recobrar el aliento. Le palpitaba la cabeza como a martillazos, como un rábano lleno de sangre. Sus ojos lagrimeaban detrás de los cristales.

Desde lejos, le llegó la voz de Mike.

—Sube si es necesario, Richie. No te marees. No vayas a matarte.

Levantó una mano hacia Mike y la agitó

(ninguna documentación, qué joder)

en un gesto de negación. Poco a poco fue dominando la tos. Mike tenía razón. Algo estaba por ocurrir y ocurriría pronto. Y él deseaba estar allí cuando así fuera.

Reclinó la cabeza hacia atrás y clavó otra vez la vista en el ventanuco. El ataque de tos lo había dejado algo mareado, como si flotara en un almohadón de aire. La sensación era agradable. Siguió aspirando poco a poco, pensando: Algún día seré una estrella del rock-and-roll. Sí, eso es. Seré famoso. Grabaré discos y haré películas. Tendré una chaqueta deportiva negra y zapatos blancos. Y un Cadillac amarillo. Y cuando vuelva a Derry todos se morderán los codos, hasta Bowers. ¿Qué importa que lleve gafas? Buddy Holly también lleva gafas. Cantaré hasta ponerme azul y bailaré hasta ponerme negro. Seré la primera estrella del rock-and-roll nacida en Maine. Y…

El pensamiento se fue a la deriva. No importaba. Descubrió que ya no necesitaba respirar superficialmente. Sus pulmones se habían adaptado y podía aspirar tanto humo como quisiera. Tal vez era de Venus.

Mike arrojó más palitos al fuego. Para no ser menos, Richie arrojó otro puñado.

—¿Cómo te sientes, Rich? —preguntó Mike.

Richie sonrió.

—Mejor. Casi bien. ¿Y tú?

Mike asintió, devolviéndole la sonrisa.

—Me siento bien. ¿Has tenido algún pensamiento raro?

—Sí. Por un minuto me creí Sherlock Holmes. Después pensé que podía bailar como los Dovells. Tienes los ojos tan rojos que no se puede creer. ¿Lo sabías?

—Tú también. Parecemos un par de comadrejas en la madriguera.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Quieres decir «está bien»?

—Está bien. ¿Quieres decir que tienes la palabra?

—La tengo, Mikey.

—Sí, está bien.

Se sonrieron mutuamente. Entonces Richie dejó que su cabeza cayera hacia atrás, contra la pared, y miró el ventanuco. Al poco rato, empezó a divagar perdiéndose en la distancia… No, en la distancia, no. Hacia arriba. Estaba derivando hacia arriba. Como

(flotamos aquí abajo todos)

un globo.

—¿E-e-estáis bi-bien, vos-vosotros?

La voz de Bill bajaba por la chimenea. Llegaba desde Venus. Preocupada. Richie sintió que caía dentro de sí mismo con un golpe seco.

—Todo está bien —dijo, oyendo su voz lejana, irritada—. Todo está bien, te dijimos que todo está bien, Bill, cállate, déjanos coger la palabra, queremos decir que tenemos

(el mundo)

la palabra.

La casita era más grande que nunca y ahora tenía el suelo de madera encerada. El humo era espeso como niebla marítima; costaba ver el fuego. ¡Qué suelo, Dios! Era grande como un salón de baile en una comedía musical de la Metro. Mike lo miraba desde el otro lado, una silueta casi perdida en la niebla.

¿Vienes, viejo Mikey?

Estoy aquí contigo, Richie.

¿Todavía quieres decir «está bien»?

Sí… pero tómame de la mano…, ¿puedes tomarme de la mano?

Creo que sí.

Richie alargó la mano y, aunque Mike estaba al otro lado de ese enorme salón, sintió que aquellos dedos fuertes, pardos, se cerraban alrededor de su muñeca. Oh, y qué bueno era eso, qué agradable contacto, qué agradable encontrar deseo en el consuelo, consuelo en el deseo, encontrar sustancia en el humo y humo en la sustancia…

Inclinó la cabeza hacia atrás y miró el ventanuco, tan blanco y pequeño. Ya estaba mucho más arriba. Kilómetros más arriba, como un tragaluz venusino.

Estaba ocurriendo. Empezaba a flotar. Bueno, allá vamos, pensó, y empezó a elevarse aprisa, más aprisa, por entre el humo, la niebla, la llovizna, lo que fuera.

5

Ya no estaban adentro.

Los dos se encontraron de pie, juntos, en medio de Los Barrens, y estaba anocheciendo.

Eran Los Barrens y Richie lo sabía, pero todo era distinto. El follaje se veía más denso, salvajemente voluptuoso. Había plantas que él no había visto en su vida y comprendió que algunas de las cosas que tomó por árboles eran, en realidad, helechos gigantescos. Se oía correr agua, pero con mucha más potencia de la normal; aquello no parecía la perezosa corriente del Kenduskeag, sino el río Colorado en el Gran Cañón.

Además, hacía calor. En Maine solía hacer bastante calor durante el verano y la humedad era tal que uno, a veces, se sentía pegajoso al meterse en cama. Pero allí hacía más calor y humedad de la que Richie había experimentado en su vida. Una niebla baja, ahumada y densa, llenaba los huecos de la tierra y se enroscaba a las piernas de los chicos. Tenía un olor fino y acre que se parecía al del humo de leña verde.

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