It (Eso) – Stephen King

No se dio cuenta de que había llegado al final del tubo hasta que cayó fuera de él y se tambaleó hacia delante, moviendo los brazos en círculo en un inútil esfuerzo por mantener el equilibrio. Cayó de bruces en una masa semisólida, unos treinta centímetros por debajo de la galería de la que acababa de salir. Algo repulsivo corrió sobre su mano, chillando. Bill dio un grito y se incorporó apretando la mano cosquilleante contra el pecho, consciente de que una rata acababa de correr sobre ella. Sentía aún el tacto repugnante de esa cola pelada.

Trató de levantarse y se golpeó la cabeza en lo alto de la nueva tubería. Fue un golpe duro y Bill cayó otra vez de rodillas; grandes flores rojas estallaron en la oscuridad, ante sus ojos.

—¡C-c-cuidado! —se oyó gritar. Sus palabras retumbaron huecamente—. ¡Aquí hay un escalón! ¡Edd-eddie! ¿Dónde estás?

—¡Aquí! —Una mano de Eddie le rozó la nariz—. Ayúdame a salir, Bill, que no veo nada. Está…

Se oyó un enorme y acuoso ker… washhh, Beverly, Mike y Richie gritaron al unísono. A la luz del día, la armonía casi perfecta de los tres habría sido divertida; allí abajo, en la oscuridad de las cloacas, resultaba aterrorizante. De pronto, los tres cayeron dando tumbos. Bill sujetó a Eddie en un abrazo de oso tratando de protegerle el brazo.

—Oh, Dios, creí que me ahogaba —gimió Richie—. Nos ha empapado… Maldita sea, una lluvia de mierda. Ésta sí que es buena. La escuela tendría que organizar excursiones por aquí, Bill. Podríamos convencer al señor Carson de que las dirigiera…

—Y después la señorita Jimmison podría dar una conferencia sobre higiene y salud —agregó Ben, con voz estremecida.

Todos rieron, con voces chillonas. Al apagarse la carcajada, Stan rompió bruscamente en lágrimas angustiadas.

—Tranquilo —dijo Richie, apoyando un brazo torpe en sus hombros pegajosos—. Nos vas a hacer llorar a todos, macho.

—¡Estoy bien! —aseguró Stan, en voz alta, sin dejar de llorar—. No me importa mucho el miedo, pero detesto estar así de sucio. Detesto no saber dónde estoy…

—¿S-s-servirán de a-a-algo las cerillas, t-t-todavía? —preguntó Bill a Richie.

—Di las mías a Bev.

Bill sintió que una mano tocaba la suya en la oscuridad y le ponía una cajita de cerillas que parecía seca.

—Las guardé bajo el brazo —dijo ella—. Tal vez se enciendan. Prueba.

Bill arrancó una cerilla y la encendió. La cabecita se encendió con un chasquido. Bill, al levantarla, vio que sus amigos estaban amontonados; la breve luz les hizo arrugar la cara. Estaban mojados y sucios de excrementos; se les veía muy jóvenes y muy asustados. Hacia atrás se extendía la galería por la que habían venido. Ahora estaban en una aún más estrecha que corría en línea recta hacia ambos lados con el fondo cubierto de un sedimento asqueroso. Y…

Ahogó una exclamación y sacudió la cerilla, porque ya le quemaba los dedos. Le llegaban ruidos de agua en rápida corriente, goteos y, de vez en cuando, un torrente, cuando las válvulas de desagüe se ponían en funcionamiento enviando más aguas residuales al Kenduskeag que ahora estaba mucho atrás, sólo Dios sabía cuánto. Aún no se oía a Henry y los otros.

—A mi d-d-derecha ha-a-ay un mu-mu-muerto —musitó—. A un-n-nos t-t-tres me-metros d-d-de nos-s-sotros. Puede s-s-ser P-P-P-P…

—¿Patrick? —preguntó Beverly, con voz que temblaba al borde de la histeria—. ¿Es Patrick Hockstetter?

—S-s-sí. ¿Q-qui-quieres que en-en-encienda otra ce-ce-cerilla?

Eddie dijo:

—Es preciso, Bill. Si no veo cómo corre la tubería, no sabré por dónde ir.

Bill encendió la cerilla. A su luz, todos vieron aquella cosa verde e hinchada que había sido Patrick Hockstetter. El cadáver les sonreía en la oscuridad con hórrida camaradería, pero sólo tenía media cara; las ratas de la cloaca se habían llevado el resto. Lo rodeaban los libros del curso de verano, hinchados por la humedad hasta parecer diccionarios.

—Cielos —dijo Mike, ronco, desorbitado.

—Los oigo otra vez —dijo Beverly—. A Henry y a los otros.

La acústica debió llevar su voz hasta ellos, porque Henry vociferó en las cloacas y por un momento fue como si los tuvieran allí mismo.

—Os vamos a coger…

—¡Ya podéis venir! —gritó Richie, con un destello febril en los ojos—. ¡Sigue adelante, talón de plátano! ¡Esta piscina parece la de la Asociación Cristiana de Jóvenes! Sigue…

Un alarido llegó por la tubería, tan lleno de loco terror y de tormento que a Bill se le cayó la cerilla. El brazo de Eddie se enroscó a él y él lo abrazó a su vez, sintiéndolo temblar como un cable. Stan Uris se apretó a él por el lado opuesto. Ese alarido seguía y seguía. Por fin se oyó un ruido obsceno, denso, como una bofetada, y el grito se cortó.

—Algo se ha apoderado de uno de ellos —jadeó Mike, horrorizado—. Algo… algún monstruo. Bill, tenemos que salir de aquí…, por favor…

Bill oyó que los restantes (uno o dos; con esa acústica era imposible determinarlo) avanzaban a tropezones por la tubería, hacia ellos.

—¿P-p-por d-dónde, E-Eddie? —preguntó, apresurado—. ¿Sa-sa-sabes?

—¿Hacia el canal? —preguntó Eddie, temblando en brazos de Bill.

—¡Sí!

—A la derecha. Por donde está Patrick. —La voz de Eddie se endureció de pronto—. No me molesta mucho. Fue uno de los que me fracturó el brazo. Además, me escupió en la cara.

—Va-vamos —dijo Bill, echando un vistazo hacia la cloaca que acababan de abandonar—. ¡Fi-fila india! ¡Ma-ma-mantened cont-t-tacto, com-m-mo antes!

Avanzó a tientas arrastrando el hombro derecho por la untuosa superficie de porcelana, rechinando los dientes. No quería pisar a Patrick… ni meter el pie en él.

Se arrastraron junto a él, en la oscuridad, mientras las aguas fluían en derredor y la tormenta, afuera, traía a Derry una temprana oscuridad, una oscuridad que aullaba con el viento, tartamudeaba descargas eléctricas y crujía con árboles caídos que eran como gritos agónicos de enormes bestias prehistóricas.

3

Eso, mayo de 1985

Ahora volvían otra vez y aunque todo iba tal como Eso lo había previsto, también volvía algo que Eso no había previsto; ese miedo enloquecedor…, esa sensación de Otro. Eso odiaba el miedo; se habría vuelto contra él para devorarlo, si hubiera podido…, pero el miedo bailaba fuera de su alcance, burlón y sólo era posible matarlo mediante la muerte de todos ellos.

Sin duda, tanto temor carecía de motivos; ya eran más viejos y habían sido reducidos de siete a cinco. Cinco era un número de poder, pero no tenía la cualidad talismánica y mística del siete. El esbirro de Eso no había podido matar al bibliotecario, cierto, pero moriría después en el hospital, minutos antes de que la aurora tocara el cielo, Eso enviaría a un enfermero drogadicto para que terminase con él de una vez por todas.

Ahora, la mujer del escritor estaba con Eso, viva y sin vida al mismo tiempo. Su mente había quedado totalmente destruida por la primera visión de Eso tal como era, ya descartadas sus pequeñas máscaras y encantos. Y todos esos encantos eran sólo espejos, por supuesto, que devolvían al aterrorizado espectador las cosas peores que tenía en su propia mente heliografiando imágenes como un espejo devuelve un rayo de sol hacia un ojo desprevenido aturdiéndolo hasta la ceguera.

Ahora, la mente de la esposa del escritor estaba con Eso, en Eso, tras el final del macrouniverso, en la oscuridad, más allá de la Tortuga; en las tierras lejanas, más allá de todas las tierras.

Estaba en su ojo, estaba en su mente.

Estaba en los fuegos fatuos.

Oh, pero los encantos eran divertidos. Hanlon, por ejemplo. Aunque él no tenía un recuerdo consciente, su madre habría podido decirle de dónde venía el pájaro que vio en la fundación. A los seis meses, su madre lo había dejado durmiendo en la cuna, en el patio lateral, mientras iba al fondo para tender al sol sábanas y pañales. Sus gritos la hicieron volver a toda carrera. Un gran cuervo se había posado en el borde del cochecito y le estaba picoteando, como las bestias malignas de los cuentos de hadas. El bebé gritaba de dolor y espanto sin poder alejar al cuervo que había percibido la debilidad de su presa. La madre ahuyentó al ave de un puñetazo y al ver que Mikey sangraba por dos o tres heridas de los brazos, lo llevó al consultorio del doctor Stillwagon para aplicarle una antitetánica. Una parte de Mike no había olvidado jamás aquello: bebé pequeño, pájaro gigantesco. Cuando Eso se acercó a Mike, Mike volvió a ver el pájaro gigantesco.

Pero cuando su otro esbirro, el marido de la chica de antes, había traído a la mujer del escritor, Eso no se había puesto cara alguna; no tenía por qué vestirse cuando estaba en su casa. El esbirro le echó un solo vistazo y cayó muerto de espanto, con la cara gris y los ojos cargados de la sangre que le había brotado del cerebro en diez o doce lugares. La mujer del escritor había emitido un solo pensamiento, poderoso y horrorizado: OH, POR DIOS, ES HEMBRA; después, todo pensamiento cesó. Nadaba en los fuegos fatuos. Eso bajó de su sitio y se hizo cargo de sus restos físicos preparándolos para una comida posterior. Ahora, Audra Denbrough pendía a buena altura, en el medio de todo, entrecruzada de seda, con la cabeza caída contra el hombro, los ojos grandes y vidriosos, los pies apuntando hacia abajo.

Pero aún había poder en ellos. Aunque disminuido, estaba allí. Cuando eran niños, contra todas las posibilidades, contra todo lo que cabía esperar, contra todo lo que podía ser, habían logrado herirla gravemente, casi la habían matado, obligándola a huir hacia lo hondo de la tierra donde se había acurrucado, doliente, odiando y temblando, en un charco de su propia sangre extraña.

Y allí tenía otra cosa nueva: por primera vez en su infinita historia, Eso necesitaba hacer planes; por primera vez se descubría con miedo de coger de Derry lo que deseaba. ¡De Derry, su coto de caza privado!

Eso siempre se había alimentado bien de niños. A muchos adultos podía utilizarlos sin que se supieran utilizados, y Eso también había utilizado como alimento a algunos de los más ancianos con el correr de los años. Los adultos tenían sus propios terrores y se les podían activar las glándulas para que todos los elementos químicos del miedo inundaran el cuerpo y salaran la carne. Pero sus miedos eran, casi siempre, demasiado complejos. Los miedos de los niños solían ser más simples y más poderosos. Los miedos infantiles, con frecuencia, se convocaban con una sola cara… y si hacía falta un cebo, ¿a qué niño no le gustaba un payaso?

Eso comprendía, vagamente, que esos niños se las habían arreglado para volver contra su propio ser las mismas armas que Eso utilizaba. Que, por coincidencia (a propósito no, sin duda, ni guiados por la mano de ningún otro), por la unión de siete mentes extraordinariamente imaginativas, Eso había sido puesta en una zona de gran peligro. Cualquiera de los siete, a solas, le habría servido de alimento. Si no se hubieran reunido, por casualidad, Eso los habría elegido uno a uno, atraído por la calidad de sus mentes, tal como un león se siente atraído hacia determinada aguada por el olor de las cebras. Pero juntos habían descubierto un alarmante secreto que ni siquiera Eso conocía: que la fe tenía dos filos. Si hay diez mil campesinos medievales que crean los vampiros al creerlos reales, puede haber uno (probablemente un niño) que imagine la estaca necesaria para matarlo. Pero una estaca es sólo estúpida madera; la mente es la maza que la clava en su sitio.

Pero Eso había acabado por escapar hundiéndose profundamente en la tierra, y los niños, exhaustos, aterrorizados, habían preferido no seguirla cuando estaba en su condición más vulnerable. Habían preferido creerla muerta o agonizando, para poder retirarse.

Eso sabía de su juramento y tenía la certeza de que volverían, tal como el león sabe que la cebra volverá a la aguada. Por eso había empezado a hacer planes aún mientras caía en la somnolencia. Despertaría en salud, renovada…, pero por entonces, la infancia de aquellos siete estaría consumida como una vela gorda. El antiguo poder de su imaginación reunida sería débil y apagado. Ya no imaginarían pirañas en el Kenduskeag ni creerían que si se mata una luciérnaga con la luz encendida sobre la camisa, esa noche se nos incendia la casa. En, cambio, creerían en las pólizas de seguro, en una cena con vino escogido, bueno, pero no demasiado pretencioso, como un Pouilly-Fuissé’83 y déjelo respirar, ¿eh, camarero? Creerían que el Rolaid consume cuarenta y siete veces su peso en ácidos estomacales excesivos. Creerían en la televisión pública, en la utilidad del ejercicio para prevenir los ataques cardíacos y en la ventaja de no comer carnes rojas para evitar el cáncer de colon. Creerían en los sexólogos, cuando se tratara de follar agradablemente y en los predicadores a la antigua cuando quisieran sentirse redimidos. De año en año, sus sueños serían más pequeños. Y cuando Eso despertara, los llamaría, sí, para que volvieran porque el miedo era fértil, su vástago era la ira y la ira pedía venganza.

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