It (Eso) – Stephen King

—Voy a tener que pedirte que me disculpes, por ahora. Hoy me duele mucho la garganta. Es hora de tomar mis medicamentos y hacer la siesta.

En otras palabras: «Aquí tienes cuchillo y tenedor, amigo mío; ve a ver qué puedes cortar con ellos».

Comencé con la historia de Fricke y la de Michaud. Siguiendo el consejo de Carson, las arrojé a la papelera, pero antes las leí. Eran tan malas como él había insinuado. Leí la historia de Buddinger, copié las notas al pie de página y les seguí el rastro. Eso fue más satisfactorio, pero las notas al pie de página tienen una peculiaridad, como cualquiera sabe: son como senderos que zigzaguean por un país silvestre y anárquico. Se bifurcan, vuelven a bifurcarse; en cualquier punto uno puede tomar el giro indebido que lo llevará a un callejón sin salida sofocado por la maleza o a un pantano de arenas movedizas. «Cuando encuentren una nota al pie de página —dijo una vez un profesor de bibliotecnología a una clase de la cual yo formaba parte—, písenle la cabeza y mátenla antes de que pueda reproducirse».

Se reproducen, sí, y a veces la cría es buena, pero creo que generalmente no lo es. Las de la tiesa obra de Buddinger, Historia de la vieja Derry (Orono, Imprenta de la Universidad de Maine, 1950), vagabundean por cien años de libros olvidados y polvorientas disertaciones magistrales sobre historia y folclore, a través de artículos publicados en revistas difuntas y entre aturdidoras pilas de registros municipales.

Mis conversaciones con Sandy Ives fueron más interesantes. Sus fuentes de información se cruzaban con las de Buddinger de tanto en tanto, pero sólo se trataba de cruces. Ives había pasado buena parte de su vida registrando relatos verbales inverosímiles casi textualmente, práctica que, para Branson Buddinger, habrá sido equivalente a escoger el camino despreciable.

Ives había escrito una serie de artículos sobre Derry entre 1963 y 1966. Casi todos los veteranos con quienes él había hablado entonces habían muerto cuando yo comencé mi propia investigación pero tenían hijos, sobrinos, primos. Y una de las verdades del mundo es esta, por supuesto: por cada veterano que muere hay siempre un veterano que surge. Y un buen relato nunca muere, siempre pasa a la siguiente generación. Me senté en muchos porches y galerías traseras, bebí montones de té, latas de cerveza, cerveza casera, refrescos, agua de grifo y agua mineral. Escuché muchísimo, mientras giraban las ruedas de mi grabador.

Tanto Buddinger como Ives estaban completamente de acuerdo en un punto: el grupo original de colonos blancos contaba con unas trescientas personas. Eran ingleses. Tenían una carta constitutiva y se los conocía formalmente como Compañía Derrie. La tierra que se les otorgó cubría lo que es actualmente Derry, la mayor parte de Newport y pequeñas tajadas de las poblaciones circundantes. Y en el año de 1741 todos los que estaban en el municipio de Derry, simplemente, desaparecieron. En junio de ese año estaban allí, formando una comunidad que, por ese entonces, era de unas trescientas cuarenta almas, pero al llegar octubre ya no estaban. La pequeña aldea, de casas de madera, quedó completamente desierta. Una de esas casas, levantada aproximadamente en lo que ahora es la intersección de las calles Witcham y Jackson, se había quemado por completo. La historia de Michaud establece firmemente que todos los aldeanos fueron masacrados por los indios, pero no hay base alguna, descontando la única casa quemada, que apoye esa hipótesis. Es más probable que alguna cocina se haya calentado demasiado, prendiendo fuego a la casa.

¿Una masacre perpetrada por los indios? Dudoso. No había huesos ni cadáveres. ¿Una inundación? Ese año no las hubo. ¿Una enfermedad? Nada se sabía de eso en las poblaciones circundantes.

Simplemente desaparecieron. Todos. Los trescientos cuarenta. Sin dejar rastro.

Hasta donde sé, el único caso remotamente parecido en la historia norteamericana es la desaparición de los colonos de la isla Roanoke, Virginia. Todos los escolares del país saben de ese episodio, pero ¿quién tiene noticias de la desaparición de Derry? Al parecer, ni siquiera los que viven aquí. Interrogué a varios alumnos de secundaria que están estudiando la historia de Maine y ninguno de ellos sabía nada del asunto. Entonces revisé el texto Maine antes y ahora. Hay más de cuarenta referencias a Derry en el índice, casi todas sobre los años del apogeo de la industria maderera, pero no hay ni una palabra sobre la desaparición de los colonos originales. Sin embargo, ese… ¿cómo llamarlo?, ese silencio, también responde al esquema.

Hay una especie de cortina de silencio que cubre mucho de lo ocurrido aquí. Sin embargo, la gente habla. Creo que nada puede impedir que la gente hable. Pero es preciso escuchar con mucha atención y ésa es una rara habilidad. Me precio de haberla desarrollado en los últimos cuatro años. Si no ha sido así, mi aptitud para este trabajo ha de ser pobre, en verdad, pues ha tenido una buena práctica. Un anciano me dijo que su esposa había oído voces que le hablaban desde el fregadero de la cocina tres semanas antes de que muriera su hija. Eso fue al comenzar el invierno de 1957-1958. La niña de la que hablaba fue una de las primeras víctimas en la serie de asesinatos que se inició con George Denbrough y que no acabó hasta el verano siguiente.

—Un lío de voces, todas parloteando juntas —me dijo. Era el dueño de una estación de servicio situada en Kansas Street y hablaba mientras hacía lentos viajes entre los surtidores llenando depósitos, verificando niveles de aceite, limpiando parabrisas—. Dijo que había contestado una vez, aunque estaba asustada. Se inclinó sobre el sumidero y gritó: «¿Quién diablos son ustedes? ¿Cómo se llaman?». Y todas esas voces respondieron, dijo, con gruñidos, balbuceos, aullidos, chillando, gritando y riendo, qué le parece. Y ella dijo que decían lo que el hombre poseído dijo a Jesús: «Nuestro nombre es Legión». Estuvo dos años sin querer acercarse a ese fregadero. Y durante esos dos años yo tuve que ir a casa a lavar los malditos platos después de romperme la espalda aquí doce horas al día.

Estaba bebiendo una lata de Pepsi sacada de la máquina que había ante la puerta de la oficina. Era un hombre de setenta y dos o setenta y tres años, vestía mameluco gris desteñido, ríos de arrugas le corrían desde las comisuras de los ojos y de la boca.

—Usted creerá que estoy más loco que una cabra —dijo—, pero le voy a contar algo más, si apaga esa maquinita.

Apagué la grabadora y le sonreí.

—Teniendo en cuenta las cosas que he oído en los dos últimos años, tendrá que ir muy lejos para convencerme de que está loco —le dije.

Él me devolvió la sonrisa, pero sin humor.

—Una noche estaba lavando los platos, como siempre. Fue en el otoño de 1958, cuando las cosas ya se habían calmado. Mi esposa estaba arriba, durmiendo. Betty fue la única hija que Dios quiso darnos y cuando la mataron mi esposa empezó a dormir mucho. La cosa es que saqué el tapón y el agua empezó a correr por el sumidero. ¿Sabe ese ruido que hace el agua muy jabonosa cuando se va por la tubería? Como si algo la chupara, ¿no? Estaba haciendo ese ruido, pero yo no le prestaba atención, pensaba en que tenía que ir a cortar un poco de leña en el cobertizo. Y justo cuando ese ruido empezaba a apagarse, oí que mi hija estaba allí abajo. Oí a Betty en esos malditos tubos. Se reía. Estaba en algún lugar, allá, en la oscuridad, riendo. Pero parecía que estaba gritando, más bien, si uno prestaba atención. O las dos cosas al mismo tiempo. Gritaba y reía allá, en las tuberías. Fue la única vez en mi vida que oí una cosa así. Quizá lo imaginé, pero… No creo.

Nos miramos. La luz que caía desde las ventanas sucias lo llenaba de años dándole el aspecto de un Matusalén. Recuerdo que en ese momento sentí frío, mucho frío.

—¿Usted cree que le estoy mintiendo? —me preguntó el viejo, ese viejo que, en 1957, habría tenido alrededor de cuarenta y cinco años, el viejo a quien Dios sólo había dado una hija, llamada Betty Ripsom. Betty había sido encontrada en Jackson Street, justo después de Navidad, en ese año. Estaba congelada, sus restos completamente desgarrados.

—No —dije—, no creo que esté mintiendo, señor Ripsom.

—Y usted también está diciendo la verdad —observó él con una especie de extrañeza—. Se lo veo en la cara.

Creo que iba a decirme algo más pero la campana sonó ásperamente detrás de nosotros. Un coche acababa de acercarse a los surtidores. Al sonar la campana los dos dimos un brinco y yo solté un gritito. Ripsom se puso de pie y renqueó hasta el coche limpiándose las manos con un poco de estopa. Cuando volvió, me miró como si yo fuera un desconocido bastante desagradable que acabara de llegar de la calle. Me despedí y abandoné el lugar.

Hay otro punto en el que Buddinger e Ives están de acuerdo: las cosas no están bien en Derry, realmente; nunca han estado bien.

Vi a Albert Carson por última vez apenas un mes antes de su muerte. Su garganta había empeorado mucho, sólo podía emitir un susurro sibilante.

—¿Todavía piensas escribir una historia de Derry, Hanlon?

—Todavía juego con la idea —dije, aunque no planeaba exactamente eso y creo que él lo sabía.

—Te llevaría veinte años —susurró— para que nadie la leyera. Nadie querría leerla. Déjalo así, Hanlon. —Hizo una pausa antes de agregar—: Buddinger se suicidó, ¿lo sabías?

Lo sabía, por supuesto, pero sólo porque la gente siempre habla y yo había aprendido a escuchar. El artículo del News hablaba de una caída accidental y era cierto que Branson Buddinger había sufrido una caída. Lo que el News no mencionaba es que se había caído de un banquillo puesto junto a su ropero, ni que tenía, en esos momentos, un nudo corredizo al cuello.

—¿Sabes lo del ciclo? —le pregunté.

—Oh, sí —susurró Carson—, lo sé. Cada veintiséis o veintisiete años. Buddinger también lo sabía. Lo saben muchos veteranos, aunque de eso no hablarán jamás, aunque los emborraches. Déjalo así, Hanlon.

Alargó una mano que parecía la garra de un pájaro. La cerró en torno a mi muñeca y sentí el cáncer caliente que le devoraba el cuerpo comiendo todo lo que aun podía comerse, aunque por entonces no quedaba mucho. El esqueleto de Albert Carson estaba casi pelado.

—Michael… no te conviene meterte en esto. En Derry hay cosas que muerden. Déjalo así. Déjalo así.

—No puedo.

—Entonces ve con cuidado. —De pronto los ojos enormes y asustados de una criatura me miraron desde la cara del viejo moribundo—. Ve con cuidado.

Derry.

Mi ciudad natal. Llamada así por el Condado del mismo nombre que existe en Irlanda.

Derry.

Aquí nací, en el Hospital de Derry. Asistí a la Escuela Primaria Municipal de Derry, más tarde fui a la Escuela Intermedia de la calle Novena, luego al instituto de Derry. Fui a la Universidad de Maine, «No está en Derry, pero sí a la vuelta de la esquina», como dicen los viejos. Y después volví directamente aquí. A la Biblioteca Pública de Derry. Soy un hombre de ciudad pequeña llevando la vida de una ciudad pequeña: uno entre millones.

Pero…

Pero:

En 1879, un equipo de leñadores halló los restos de otro equipo que había pasado el invierno aislado por la nieve en un campamento del Kenduskeag superior… en el extremo de lo que los niños siguen llamando Los Barrens. Eran nueve en total; los nueve, despedazados a hachazos. Habían rodado cabezas, por no hablar de brazos, uno o dos pies… y un pene, clavado en una pared de la cabaña.

Pero:

En 1851 John Markson mató a toda su familia con veneno; después, sentado en medio del círculo que había formado con sus cadáveres, se tragó un hongo venenoso de los peores. Su agonía debió de ser horrible. El policía que lo encontró anotó en su informe que, en un principio, tuvo la sensación de que el cadáver le estaba sonriendo; hizo un comentario sobre «la horrible sonrisa blanca de Markson». La sonrisa blanca era un gran bocado del hongo mortífero. Markson había seguido comiendo, aunque los calambres y los horribles espasmos musculares debían de estar destrozando su cuerpo moribundo.

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