It (Eso) – Stephen King

Volvió a manos de Mike, que lo abrió por una de las primeras páginas.

—Dice mi padre que no hay modo de saber de cuándo es ésta, pero tal vez la hicieron a principios o a mediados del siglo XVIII —contó—. Un tipo a quien le arregló una sierra giratoria, le dio una caja de libros e ilustraciones viejos. Ésta estaba allí. Él dice que tal vez vale cuarenta dólares, o más.

Era una xilografía del tamaño de una postal grande. Bill se sintió aliviado al ver que el padre de Mike había protegido sus fotos con una lámina plástica. Mientras la contemplaba, fascinado, pensó: Ahí está. Lo estoy viendo. De verdad. Ésa es la cara del enemigo.

La xilografía mostraba a un tipo extraño, haciendo malabarismos con bolos, en medio de una calle enlodada. Había unas cuantas casas a cada lado de la calle y algunas cabañas; Bill supuso que eran tiendas o puestos de intercambio. Aquello no se parecía en nada a Derry, exceptuando el canal, que sí estaba allí, pulcramente adoquinado por ambos lados. En el fondo, arriba, un par de mulas tiraba de una barcaza.

Alrededor del malabarista había cinco o seis chicos. Uno de ellos lucía un sombrero de paja. Otro tenía un aro y el palito para hacerlo rodar, pero no era como los que cualquiera podía comprar ahora en una tienda de juguetes, sino que estaba hecho con la rama de un árbol; Bill reparó en los nudos que indicaban los sitios donde se habían arrancado ramitas menores. Esto no fue hecho en Taiwán ni en Corea, pensó, fascinado con ese niño que habría podido ser él, si hubiese nacido cuatro o cinco generaciones antes.

El malabarista esbozaba una enorme sonrisa. No llevaba maquillaje (aunque Bill tuvo la impresión de que toda su cara era maquillaje) y era calvo, excepto dos mechones que le brotaban como cuernos sobre las orejas. Bill reconoció, sin dificultad, al payaso. Hace doscientos años, por los menos, pensó con un arrebato de terror, enojo y entusiasmo. Veintisiete años después, sentado en la biblioteca pública de Derry, recordaría aquel primer vistazo al álbum de Will Hanlon y la sensación de entonces: la del cazador que encuentra el rastro fresco de un viejo tigre asesino. Doscientos años…, cuánto tiempo, y sólo Dios sabe por cuánto más… Eso le llevó a preguntarse cuánto tiempo llevaba en Derry el espíritu de Pennywise…, pero prefirió no insistir con ese pensamiento.

—¡Dame, Bill! —estaba diciendo Richie.

Pero Bill retuvo el álbum por un momento más mirando fijamente los bolos, seguro de que empezarían a moverse, a subir y a bajar. Los chicos aplaudirían, riendo (aunque tal vez no todos; algunos lanzarían un grito y echarían a correr); las mulas arrastrarían la barcaza más allá de la xilografía.

No ocurrió nada. Pasó el álbum a Richie.

Cuando el álbum volvió a sus manos, Mike pasó algunas páginas más, buscando.

—Aquí está —dijo—. Ésta es de 1856, cuatro años antes de que Lincoln fuese elegido presidente.

El álbum volvió a pasar de mano en mano. Era una ilustración a color, algo así como una caricatura; mostraba a un grupo de beodos, de pie delante de un bar, mientras un político gordo, de grandes patillas, declamaba desde una tabla puesta entre dos toneles con una espumosa jarra de cerveza en la mano. La tabla que lo sostenía se arqueaba notablemente bajo su peso. A cierta distancia, un grupo de mujeres con sombreritos miraba con disgusto ese espectáculo donde se mezclaban lo payasesco y lo intemperante. Bajo la ilustración, una leyenda decía: EN DERRY LA POLÍTICA DA SED, DICE EL SENADOR GARNER.

—Dice papá que este tipo de ilustraciones eran muy comunes unos veinte años antes de la guerra civil —comentó Mike—. La gente se las enviaba como si fuesen postales. Supongo que eran como algunos chistes de Mad.

—Sá-sá-sátira —dijo Bill.

—Eso —repuso Mike—. Pero ahora mirad esta esquina.

La ilustración se parecía a las de Mad en otro sentido: en que tenía múltiples detalles y pequeños chistes secundarios. Un gordo sonriente vertía un vaso de cerveza en la boca de un perro con manchas. Una mujer se había caído sentada en un charco de barro. Dos pilluelos de la calle estaban clavando fósforos de azufre en las suelas de un próspero comerciante. Una niña colgaba de un olmo, meciéndose boca abajo y mostrando las bombachas. A pesar de ese desconcertante enredo de detalles, a nadie le hizo falta que Mike señalase al payaso. Vestido con un traje a cuadros de colores chillones, jugaba al trile con cáscaras de nuez entre un grupo de leñadores borrachos. Estaba guiñando el ojo a un leñador que, a juzgar por su expresión boquiabierta, acababa de elegir la cáscara incorrecta. El payaso recibía una moneda de su mano.

—Él, otra vez —dijo Ben—. ¿Cien años después?

—Más o menos —respondió Mike—. Y aquí hay otra de 1891.

Era un recorte de la primera plana del Derry News. ¡HURRA!, proclamaba el titular, exuberante. ¡SE INAUGURA LA FUNDICIÓN! Abajo: La ciudad hace un picnic de gala. La foto mostraba la ceremonia de inauguración de la Fundición Kitchener; su estilo recordó a Bill los grabados de Currier e Ives que su madre tenía en el comedor, aunque ése no era tan pulido. Un tipo vestido con traje de calle sostenía un enorme par de tijeras abiertas junto a la cinta ante la vista de unas quinientas personas. A la izquierda había un payaso (el payaso), dando tumbos para divertir a un grupo de niños. El artista lo había captado cabeza abajo, con lo cual su sonrisa se convertía en un grito.

Pasó rápidamente el álbum a Richie.

La foto siguiente llevaba una leyenda al pie, de mano de Will Hanlon: 1933: Derogación en Derry. Aunque ninguno de los chicos sabía gran cosa sobre la ley Volstead o su derogación, la foto aclaraba los hechos sobresalientes. Ilustraba el bar de Wally, en la Manzana del Infierno. La taberna estaba, literalmente, llena hasta las vigas de hombres que llevaban camisas blancas con el cuello abierto, sombreros de paja, camisas de leñador, camisetas o trajes de banquero. Todos ellos levantaban victoriosamente vasos y botellas. En las ventanas se leían dos grandes letreros: ¡FELIZ REGRESO, JUAN GINEBRA! y ESTA NOCHE CERVEZA GRATIS. El payaso, vestido a la manera de los grandes elegantes (zapatos blancos, polainas y pantalones de pistolero), tenía el pie apoyado en el estribo de un coche y bebía champán servido en un zapato de tacón alto.

—1945 —dijo Mike.

Otra vez el Derry News. El titular: JAPÓN SE RINDE. ¡GRACIAS A DIOS, TODO HA TERMINADO! Un desfile avanzaba zigzagueando a lo largo de Main Street, rumbo a Up-Mile Hill. Y allí estaba el payaso, en el fondo, con su traje plateado de grandes botones, petrificado en la matriz de puntitos que componían la foto impresa, como si sugiriera (al menos, así lo pensó Bill) que nada había terminado, que nadie se había rendido, que nadie había ganado, que el sálvese quien pueda seguía siendo norma y costumbre; como si sugiriese, en definitiva, que todo seguía perdido.

Bill sintió frío, sequedad y miedo.

De pronto, los puntos de la imagen desaparecieron. La foto empezó a moverse.

—Eso es lo que… —balbuceó Mike.

—M-m-mirad —dijo Bill. La palabra cayó de su boca como un cubito de hielo medio derretido—. ¡Mirad to-to-todos!

Todos se agruparon para mirar.

—¡Oh, Dios mío! —susurró Beverly, sobrecogida.

—¡Es lo mismo! —exclamó Richie, casi vociferando, mientras golpeaba a Bill en la espalda, preso de la excitación. Miró la cara blanca y ojerosa de Eddie, la petrificada de Stan Uris—. ¡Lo mismo que vimos en la habitación de George! Exactamente lo que…

—Chist —susurró Ben—. Escuchad. —Y luego, casi sollozando—: Se los oye… Oh, Dios, se los oye.

Y en el silencio, roto sólo por el leve paso de la brisa estival, comprobaron que era cierto. La banda estaba tocando una marcha militar, debilitada y metálica por efecto de la distancia…, del paso del tiempo…, de lo que fuese. Los vítores de la multitud eran como el ruido que surge de una radio mal sintonizada. Había chasquidos, como hechos con los dedos.

—Cohetes —susurró Beverly, frotándose los ojos con dedos temblorosos—. Ésos son cohetes.

Nadie contestó. Miraban la foto, con los ojos devorándose la cara.

El desfile serpenteó hacia ellos, pero antes de que los integrantes llegasen al primer plano, el punto en que habrían debido salir de la imagen a un mundo trece años posterior, desaparecían de la vista, como en una especie de curva desconocida. Primero, los veteranos de la primera guerra; después los boy-scouts, el cuerpo de enfermeros, la banda de la iglesia, y finalmente, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial que habían vuelto a Derry, con la banda del instituto cerrando el desfile. La multitud se movía y cambiaba de sitio. De las ventanas caían nubes de serpentina y confetti. El payaso bailoteaba por los lados haciendo cabriolas, imitando un saludo militar o fingiendo apuntar con un fusil. Y Bill notó por primera vez que la gente le volvía la espalda, pero no como si lo viesen, en realidad, sino como si percibiesen una ráfaga de viento o un olor desagradable.

Uno de los niños lo vio y se echó atrás.

Ben alargó la mano hacia la foto, tal como había hecho Bill en la habitación de George.

—¡N-n-n-no! —gritó Bill.

—Creo que no hay problema, Bill —dijo Ben—. Mira. —Apoyó la mano sobre la película plástica que protegía la foto. Después de un instante la retiró—. Pero si retiras esa cubierta…

Beverly soltó un alarido. El payaso, al retirar Ben la mano, había dejado de hacer cabriolas y muecas. Corrió hacia ellos, parloteando y riendo con su boca ensangrentada. Bill se encogió hacia atrás, pero retuvo el álbum, pensando que desaparecería de la vista, como había ocurrido con todo el desfile, los boy-scouts, la banda y el descapotable que llevaba a Miss Derry 1945.

Pero el payaso no desapareció a lo largo de esa curva que parecía definir el borde de una antigua existencia. Saltó, en cambio, con audaz y ágil gracia a un poste de alumbrado, erguido en el primer plano a la izquierda. Trepó por él… y de pronto apretó la cara contra la dura hoja plástica. Beverly volvió a gritar, esa vez imitada por Eddie, aunque el aullido del chico fue más débil y sofocado. El plástico se abultó hacia fuera. Más tarde, todos aseguraron que habían visto lo mismo. La roja nariz del payaso quedó achatada, como cualquier nariz contra el vidrio de una ventana.

¡Os voy a matar a todos! —gritaba el payaso, riendo—. ¡Tratad de detenerme y ya veréis! ¡Primero os vuelvo locos y después os mato! ¡No podéis detenerme! ¡Soy el hombrecito de jengibre! ¡Soy el hombre-lobo adolescente!

Y por un momento fue, en verdad, el hombre lobo adolescente; la cara del licántropo, plateada por la luna, los miraba con los blancos dientes descubiertos.

¡No podéis detenerme porque soy el leproso!

La cara del leproso, acosada, descarnada, llena de llagas podridas, los miró con los ojos del muerto viviente.

¡No podéis detenerme porque soy la momia!

Apareció la cara de la momia, anciana y cubierta de estériles grietas. Antiguos vendajes se solidificaban sobre la piel. Ben apartó la vista, pálido como un requesón, con la mano aplastada contra el cuello y la oreja.

¡No podéis detenerme porque soy los niños muertos!

—¡NO! —vociferó Stan Uris.

Sus ojos se dilataron sobre dos medialunas de piel amoratada, carne de susto, pensó Bill, sin saber por qué; doce años más tarde usaría el término en una novela, sin la menor idea de dónde lo había sacado, tomándola como los escritores toman la palabra exacta en el momento exacto, sencillamente como, un regalo del exterior

(otro espacio)

de donde vienen, a veces, las palabras acertadas.

Stan le quitó el álbum de las manos y lo cerró con violencia. Lo mantuvo firmemente cerrado con ambas manos, sobresalientes los tendones de las muñecas y los brazos. Miraba en derredor, con ojos casi dementes.

—No —dijo, precipitadamente—. No, no, no.

De pronto, Bill descubrió que le preocupaba más esa reiterada negativa de Stan que el payaso. Y comprendió que ésa era la reacción buscada por el monstruo, porque…

Tal vez porque Eso nos tiene miedo…, en verdad tiene miedo por primera vez en su larguísima vida.

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