It (Eso) – Stephen King

Se puso el dorso de la mano contra la boca y mordió, con toda deliberación. Trató de pensar, trató de obligarse a pensar.

Los duplicados de las llaves. Los duplicados de las llaves estaban en el armario de la cocina.

Se puso en marcha. Uno de sus pies golpeó contra la caja de los botones, que descansaba junto a su silla. Algunos de los botones cayeron centelleando como ojos de vidrio a la luz de la lámpara. Vio, al menos, cinco o seis de los negros.

En la cara interior de la puerta del armario, sobre el fregadero doble, había un gran tablero de madera barnizada con forma de llave. Lo había hecho dos años antes uno de los clientes de Stan en su taller como regalo de Navidad. El tablero estaba lleno de pequeños ganchos de los cuales pendían todas las llaves de la casa; dos duplicados por gancho. Bajo cada uno se veía una tirita de cinta adhesiva con la pulcra letra de Stan: COCHERA, DESVÁN, BAÑO P. BAJA, BAÑO P. ALTA, PUERTA CALLE, PUERTA TRAS. A un lado, las llaves de los coches, rotuladas M. B. y VOLVO.

Patty sacó de un manotazo la llave marcada BAÑO P. ALTA y echó a correr hacia la escalera; luego se obligó a caminar. Si corría, el pánico trataba de volver y estaba demasiado cerca de la superficie como para permitírselo. Además, si caminaba, tal vez todo podría salir bien. O si había, en verdad, algo mal, Dios podía echar una mirada, verla simplemente caminando y pensar: Bueno, se me fue la mano, pero tengo tiempo de arreglarlo todo.

A paso tranquilo de una mujer que va a su reunión del Club del Libro, Patty subió la escalera y caminó hasta la puerta del baño.

—¿Stanley? —llamó, tratando de abrir al mismo tiempo.

De pronto tenía más miedo que nunca. No quería usar la llave. De algún modo, usar la llave le parecía algo demasiado definitivo. Si Dios no había corregido las cosas para cuando ella hubiera abierto, no lo haría jamás. Después de todo, la era de los milagros había pasado.

Pero la puerta todavía estaba cerrada. El constante plink… pausa, del grifo goteante era su única respuesta.

Le temblaba la mano. La llave dio la vuelta por toda la cerradura, antes de hundirse en su sitio. La hizo girar y oyó el ruido que hacía al retirarse. Intentó asir el pomo de vidrio tallado, pero se le escapaba una y otra vez, no porque la puerta estuviese cerrada, sino porque la palma de su mano estaba empapada de sudor. Afirmó la mano y, finalmente, consiguió hacerlo girar. Abrió la puerta.

—¿Stanley? Stanley… St…

Miró hacia la bañera, con su cortina azul recogida en un extremo del tubo y olvidó como terminaba el nombre de su marido. Simplemente siguió mirando la bañera con el rostro solemne, como el de un niño en su primer día de colegio. Un momento después comenzaría a gritar a todo pulmón. Entonces la oiría Anita MacKenzie, la vecina, y sería Anita MacKenzie quien llamara a la policía convencida de que un delincuente había entrado en la casa de los Uris y que allí estaban matando a alguien.

Pero de momento Patty Uris permanecía en silencio, con las manos recogidas sobre su falda de algodón oscuro, solemne, enormes los ojos. Y entonces, esa solemnidad casi sagrada comenzó a transformarse en otra cosa. Los ojos enormes comenzaron a sobresalir y su boca se estiró hacia atrás en una horrible mueca de horror. Quiso gritar y no pudo. Los gritos eran demasiado grandes para salir.

El baño estaba iluminado por tubos fluorescentes. Había mucha luz, nada de sombras. Se veía todo, aunque una no quisiera verlo. El agua de la bañera tenía un tono rosado intenso. Stanley yacía con la espalda apoyada contra la parte posterior de la bañera. La cabeza había caído tan hacia atrás que algunos mechones de corto pelo negro le rozaban la piel entre los omóplatos. Si sus ojos fijos hubieran podido ver, habría visto a Patty cabeza abajo. Su boca abierta colgaba como una puerta desencajada. Su expresión era de abismal, petrificado horror. En el borde de la bañera había una cajita de hojas de afeitar Gillette Platinum Plus. Se había provocado dos cortes en la cara interior del brazo, desde la muñeca hasta el hueco del codo, y cruzado después cada uno de esos tajos con un corte transversal en la muñeca formando dos sangrientas T mayúsculas. Las heridas relumbraban, rojo purpúreo, bajo la áspera luz blanca. Patty pensó que los tendones y los ligamentos expuestos parecían trozos de carne barata.

En el borde del grifo reluciente se formó una gota de agua. Engordó. Podía decirse que como si estuviera preñada. Centelleó. Cayó. Plink.

Stan había hundido el índice derecho en su propia sangre para escribir una sola palabra en los azulejos celestes encima de la bañera. Eran dos letras enormes, vacilantes:

It (eso) Stephen King, 1986

Una huella sangrienta, zigzagueante, caía desde la segunda letra de la palabra: el dedo había hecho esa marca al caer la mano en la bañera donde ahora flotaba. Patty pensó que Stanley había hecho esa marca —su última impresión sobre el mundo— al perder la conciencia. Parecía gritarle a ella.

Otra gota cayó dentro de la bañera.

Plink.

Eso la hizo reaccionar. Patty Uris recobró la voz. Con la vista fija en los ojos muertos y centelleantes de su marido, empezó a gritar.

2

Richard Tozier se va a tomar polvo

Rich pensaba que se las estaba arreglando muy bien hasta que comenzaron los vómitos.

Había escuchado todo lo que le dijera Mike Hanlon, había contestado lo que correspondía, respondido a sus preguntas y hasta formulado algunas. Tenía vaga conciencia de estar empleando una de sus Voces, ninguna de las ridículas que solía emplear en la radio (Kinki Briefcase, contable sexual,[5] era su favorita, al menos por el momento, y la respuesta de la audiencia era casi tan fervorosa como la que mostraba ante su clásico coronel Buford Kissdrivel[6]), sino una Voz cálida, sonora, llena de confianza. Una Voz de Yo-Estoy-Bien. Sonaba estupenda, pero era una mentira, igual que las otras Voces.

—¿Hasta qué punto recuerdas, Rich? —preguntó Mike.

—Muy poco —dijo Rich. Hizo una pausa—. Lo suficiente, supongo.

—¿Vendrás?

—Iré —dijo Rich, y colgó.

Pasó un momento sentado en su estudio, reclinado en la silla de su escritorio, contemplando el océano Pacífico. Un par de chicos, a la izquierda, estaban retozando con sus tablas de surf sin montarlas de verdad. No había mucho oleaje para el surf.

El reloj de su escritorio, un costoso reloj de cuarzo regalo del representante de una casa discográfica, marcaba las 17.09 del 28 de mayo de 1985. Naturalmente, al otro lado de la línea, donde estaba Mike, serían tres horas más tarde. Oscuro, ya. Eso le puso la piel de gallina. Entonces comenzó a moverse, a hacer cosas. Lo primero, por supuesto, fue poner un disco. No lo buscó, se limitó a tomar uno a ciegas entre los miles apilados en los estantes. El rock and roll era parte de su vida, casi tanto como las Voces, y le costaba hacer cualquier cosa sin música a todo volumen. El disco sacado resultó ser una recopilación de «Motown». Marvin Gaye, uno de los miembros más recientes de ese sello discográfico, que Rich solía llamar «de los muertos», salió cantando I Heard It through the Grapevine.

Ooooh-ho, I bet you’re wond’rin’how I knew

—No está mal —dijo Rich.

En realidad, aquello estaba mal y lo cierto era que lo había dejado en la miseria, pero tenía la sensación de que podría arreglárselas. No había problemas.

Comenzó a prepararse para volver a su casa. En algún momento de la hora siguiente se le ocurrió que era como si hubiese muerto y se le permitiese tomar sus últimas medidas y disponer su propio funeral. Y lo estaba haciendo bastante bien.

Llamó a su agente de viajes pensando que a esa hora debía estar de camino hacia su casa, pero lo intentó por si acaso. Milagrosamente, dio con ella. Le dijo lo que necesitaba y ella le pidió quince minutos.

—Estoy en deuda contigo, Carol —dijo.

En los últimos tres años habían dejado de llamarse «señor Tozier» y «señorita Feeny»; ahora eran Rich y Carol; muy familiar, considerando que nunca se habían visto cara a cara.

—Muy bien, paga —dijo ella—. ¿Por qué no me haces un Kinki Briefcase?

Sin siquiera hacer una pausa (cuando uno tenía que hacer una pausa para buscar su Voz, no había, por lo regular, ninguna Voz que encontrar) Rich dijo:

—Aquí Kinki Briefcase, Contable Sexual. El otro día me consultó un tío que quería saber qué era lo peor de coger el SIDA.

Bajó un poco la voz; mientras su ritmo se iba acelerando, tornándose agitado. Era, claramente, una voz norteamericana, pero se las componía para conjurar imágenes de un adinerado colono británico, tan encantador, en su confusión, como huero. Rich no tenía la menor idea de quién era, en verdad, Kinki Briefcase, pero estaba seguro de que usaba trajes blancos, leía revistas caras, bebía en vasos altos y olía a champú de coco.

—Se lo dije enseguida: es tratar de explicarle a tu madre que te lo contagió una haitiana. Hasta la próxima vez, éste ha sido Kinki Briefcase, Contable Sexual, diciéndote, como siempre: «Si no entras en calor, me necesitas de asesor».

Carol Feeny aullaba de risa.

—¡Es perfecto! ¡Perfecto! Mi novio no cree que tú puedas hacer esas voces. Dice que ha de ser un filtro de sonido o algo así.

—Puro talento, querida —dijo Rich. Kinki Briefcase había desaparecido. Allí estaba W. C. Fields, sombrero de copa, nariz roja, palos de golf y todo—. Estoy tan lleno de talento que debo ponerme corchos en todos los orificios del cuerpo para que no se me escape como…, bueno, para que no se me escape.

Ella estalló en carcajadas. Rich cerró los ojos. Sentía un principio de dolor de cabeza.

—Sé buena y haz todo lo que puedas, ¿quieres? —pidió, siempre con la voz de W. C. Fields.

Y cortó la comunicación en medio de la carcajada.

Ahora tenía que volver a ser él mismo, y eso resultaba difícil. Resultaba más difícil con cada año qué pasaba.

Cuando estaba tratando de elegir un buen par de mocasines, medio decidido por las zapatillas, sonó otra vez el teléfono. Era Carol Feeny en tiempo récord. Él sintió la inmediata necesidad de adoptar la voz de Buford Kissdrivel, pero se contuvo. Carol le había conseguido un pasaje de primera clase en el vuelo sin escalas de la American Airlines desde Los Ángeles hasta Boston. Saldría de Los Angeles a las 21.03, para llegar a Logan a eso de las cinco de la mañana. Desde Logan, Delta lo llevaría a Bangor, Maine, saliendo a las 7.30 y aterrizando a las 8.20. Ya le habían conseguido un sedán bien grande por medio de Avis. Había sólo cuarenta kilómetros desde el local de Avis, en el aeropuerto de Internacional de Bangor, hasta el límite municipal de Derry.

¿Sólo cuarenta kilómetros? —pensó Rich—. ¿Eso es todo, Carol? Bueno, tal vez sea cierto… al menos en kilómetros. Pero no tienes la menor idea de lo lejos que está Derry y yo tampoco. Pero, Dios mío, lo voy a descubrir.

—No traté de reservarte alojamiento porque no me dijiste cuánto tiempo vas a pasar allí —dijo ella—. ¿Quieres…?

—No, ya me encargaré yo —respondió Rich. Y entonces entró en escena Buford Kissdrivel con su voz engolada y sus vocales despatarradas.

—Te has portado como un ángel, corazón mío, como un ángel de verdá, verdá.

Le colgó con suavidad (siempre hay que dejarlas riendo) y marcó 207-555-1212, Información del Estado de Maine. Quería el número de «Town House» de Derry. Cielos, ése sí que era un nombre del pasado. No había pensado en el «Town House» de Derry por… ¿Cuánto tiempo? ¿Diez, veinte, veinticinco años, tal vez? Aunque pareciera descabellado, calculaba que habían sido, lo menos, veinticinco años. Y si Mike no hubiera llamado, bien habría podido pasar el resto de su vida sin acordarse de ese hotel. Sin embargo, en otros tiempos pasaba junto a esa gran mole de ladrillo todos los días. Y en más de una ocasión había pasado corriendo con Henry Bowers, Belch Huggins y aquel otro grandullón, Victor noséqué, persiguiéndole y gritándole lindezas como «¡Ya vas a ver, caraculo! ¡Te vamos a coger, cuatro ojos! ¡Nos las vas a pagar, mariquita!». ¿Alguna vez habían llegado a cogerle?

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