It (Eso) – Stephen King

Victor lo miró a los ojos y comprendió que era verdad. Sin una palabra más, giró sobre sus talones y se alejó por donde Peter Gordon se había retirado.

Belch y Moose Sadler miraban alrededor, vacilantes. A Sadler le corría sangre por la comisura de la boca; por la cara de Belch corría un hilo rojo que manaba desde el cuero cabelludo.

Henry movía la boca, pero sin poder pronunciar palabra.

Bill se volvió hacia él.

—V-v-vete —dijo.

—¿Y si no me voy? —Henry trataba de sonar rudo, pero Bill detectó algo diferente en sus ojos. Estaba asustado y se iría. Eso habría debido dar a Bill una agradable sensación, hasta un aire triunfal, pero sólo le inspiró cansancio.

—S-s-si no t-t-te vas, se-seremos seis co-contra uno. Te p-p-podemos mandar al ho-o-ospital.

—Siete —dijo Mike Hanlon, sumándoseles. Llevaba una piedra grande como una pelota de tenis en cada mano—. Ponme a prueba, Bowers. Me encantaría.

—¡Maldito negro! —A Henry se le quebró la voz. Estaba al borde del llanto. Eso quitó a Belch y a Moose las pocas ganas de pelear que tenían. Ambos retrocedieron, dejando caer las piedras de las manos laxas. Belch miró en torno suyo, como si se preguntase dónde había ido a parar.

—Sal de nuestra zona —dijo Beverly.

—Cállate, coño sucio —dijo Henry—, put…

Cuatro piedras volaron de inmediato, golpeándolo en cuatro lugares diferentes. Henry dio un alarido y retrocedió a tropezones haciendo flamear los jirones de su camisa. Su vista pasó, de las caras ceñudas, ancianamente jóvenes de los chiquillos, a las frenéticas de Belch y Moose. Allí no encontraría ayuda, no encontraría nada en absoluto. Moose apartó la cara, azorado.

Henry se levantó, sollozando y sorbiendo por su nariz rota.

—Os voy a matar a todos —dijo.

De pronto corrió al sendero. Un momento después había desaparecido.

—Iros —dijo Bill, dirigiéndose a Belch—. Largaos de aq-q-quí. Y no v-v-volváis. Los Barrens son nuestros.

—Te vas a arrepentir de haber hecho esto a Henry, nene —dijo Belch—. Vamos, Moose.

Echaron a andar, con la cabeza gacha, sin mirar atrás.

Los siete chicos permanecieron en un semicírculo laxo, sangrando todos por alguna herida. La apocalíptica batalla a pedradas había durado menos de cuatro minutos, pero Bill tenía la sensación de haber combatido a lo largo de toda la Segunda Guerra Mundial, en ambos frentes, sin un solo permiso.

Los silbidos de Eddie, que forcejeaba por respirar, rompieron el silencio. Ben se acercó a él, pero los tres Twinkies y las cuatro galletitas de chocolate que había comido camino de Los Barrens empezaron a revolvérsele en el estómago. Siguió de largo y corrió hacia los matorrales, donde vomitó tan silenciosamente y en privado como le fue posible.

Fueron Richie y Bev quienes auxiliaron a Eddie. Beverly le rodeó la cintura con un brazo, mientras Richie le sacaba el inhalador del bolsillo y decía:

—Muerde esto, Eddie.

Y Eddie aspiró con esfuerzo, entrecortadamente, mientras Richie accionaba el gatillo.

—Gracias —logró decir, al fin.

Ben salió de entre los matorrales, ruborizado, limpiándose la boca con la mano. Beverly se acercó para tomarle las dos.

—Gracias por defenderme —dijo.

El chico asintió, sin apartar la vista de sus zapatillas sucias.

—Lo mereces —dijo.

Uno a uno, todos se volvieron para observar a Mike, el de la piel oscura. Lo miraban con cautela, con atención, pensativos. Mike conocía esa curiosidad (no recordaba un instante en su vida en que no la hubiera despertado) y les devolvió la mirada con bastante franqueza.

Bill apartó la vista de él para volverse hacia Richie. Richie le sostuvo la mirada. Y Bill creyó oír un chasquido, o poco menos: alguna pieza definitiva entraba limpiamente en su sitio, dentro de una maquinaria cuya finalidad les era desconocida. Unas astillas de hielo le recorrieron la espalda. Ahora estamos todos reunidos, pensó. Y la idea era tan potente, tan correcta, que por un momento creyó haberla expresado en voz alta. Pero no había necesidad de tanto, por supuesto; la veía presente en los ojos de Richie, en los de Ben, en los de Eddie, en los de Beverly, en los de Stan.

Ahora estamos todos reunidos —volvió a pensar—. Oh, que Dios nos ayude. Ahora es cuando empezamos de verdad. Por favor, Dios mío, ayúdanos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Beverly.

—Mike Hanlon.

—¿Quieres hacer estallar algunos cohetes? —preguntó Stan.

Y la sonrisa de Mike fue respuesta suficiente.

XIV. EL ÁLBUM

1

Al final resulta que Bill no es el único, todos los demás han traído alcohol.

Bill tiene bourbon, Beverly tiene vodka y una caja de zumo de naranja, Richie ha llevado seis cervezas y Ben Hanscom una botella de Wild Turkey. Mike tiene también seis cervezas en su pequeña nevera de la sala de bibliotecarios.

Eddie Kaspbrack llega el último con una pequeña bolsa en sus manos.

—¿Qué llevas ahí, Eddie? —le pregunta Richie—. ¿Refrescos Za-Rex o Kool-Aid?

Con una sonrisa nerviosa, Eddie saca primero una botella de ginebra y luego otra de zumo de ciruela.

Cae un silencio como herido por un rayo y Richie dice finalmente:

—Que alguien llame a los loqueros. Eddie Kaspbrack por fin se desmadra.

—La ginebra con zumo de ciruela es muy saludable —replica Eddie a la defensiva.

Y todos rompen a reír y el sonido de su regocijo rebota como un eco en la biblioteca silenciosa corriendo a través del puente de cristal que une la biblioteca de los mayores con la de los niños.

—Lánzate de cabeza —dice Ben enjugándose los ojos llorosos—. Lánzate de cabeza, Eddie. Apuesto a que eso te hace mover la correspondencia.

Sonriendo, Eddie llena su vaso de cartón con tres cuartas partes de zumo de ciruela y luego añade sobriamente dos medidas de ginebra.

—Eddie, te quiero de verdad —dice Beverly y Eddie la mira perplejo, pero sonriente. Beverly dirige entonces sus ojos alrededor de la mesa—. Os quiero a todos.

—T-t-también to-todos te que-queremos —dice Bill.

—Sí, te queremos —dice Ben con los ojos algo dilatados y ríe—. Creo que todos nos queremos todavía. ¿Sabéis lo insólito que eso resulta?

Hay un instante de silencio. A Mike no le sorprende mucho ver que Richie ha vuelto a ponerse las gafas.

—Las lentillas empezaron a arderme y tuve que sacármelas —explica Richie, brevemente, ante su pregunta—. ¿Y si vamos al grano?

Todos miran a Bill, como en el foso de grava, y Mike piensa: Miran a Bill cuando necesitan un capitán, a Eddie cuando hace falta un navegante. Vamos al grano, qué frase endiablada. ¿Les cuento que los cadáveres recuperados no presentaban señales de haber sido violados ni mutilaciones, exactamente, sino que habían sido parcialmente comidos? ¿Les digo que tengo siete cascos de minero, de esos que tienen luces potentes en la parte delantera, guardados en mi casa, incluido uno para cierto tipo llamado Stan Uris, que no salió a escena, como decíamos en aquellos tiempos? ¿O bastará con decirles que vayan a acostarse y que duerman bien toda la noche, porque las cosas terminarán mañana, definitivamente, para Eso o para nosotros?

Tal vez no haga falta decir nada de todo eso y el motivo por el que no hace falta ya ha sido establecido: aún se quieren. Las cosas han cambiado en los últimos veintisiete años, pero eso, milagrosamente, sigue igual. Esa es, piensa Mike, nuestra única esperanza verdadera.

Lo único que resta, en realidad, es terminar de repasar las cosas, completar la tarea de ponerse al tanto, de ajustar el presente al pasado, para que la banda de experiencia forme una especie de rueda. Sí, eso es. La tarea de esta noche es hacer la rueda; mañana veremos si aún gira… como giró cuando expulsamos a los gamberros del foso de grava y de Los Barrens.

—¿Has recordado el resto? —pregunta Mike a Richie.

Richie traga un poco de cerveza y hace un gesto de negación.

—Recuerdo que nos contaste lo del pájaro… y lo de la chimenea. —Una sonrisa rompe su cara—. Me acordé de eso mientras caminaba hacia aquí, con Bevvie y Ben. Qué condenada película de horror fue aquello.

—Bip-bip, Richie —dice Beverly, sonriendo.

—Bueno, tú lo sabes —dice él, ajustándose las gafas en la nariz con un gesto fantasmagóricamente parecido al de los viejos tiempos. Mira a Mike y le guiña un ojo—. Tú y yo lo sabemos, ¿no, Mikey?

El bibliotecario deja escapar un resoplido de risa y asiente.

—¡Miss Sca’lett! ¡Miss Sca’lett! —chilla Richie, con su voz de negrito esclavo—. ¡En la chimenea hase mucho caló, Miss Sca’lett!

Bill dice, riendo:

—Otro triunfo de ingeniería y arquitectura, logrado por Ben Hanscom.

Beverly asiente.

—Cuando trajiste el álbum de tu padre a Los Barrens, Mike, estábamos excavando nuestra casita.

—¡Oh, cielos! —dice Bill, incorporándose súbitamente—. Y las fotos…

Richie asiente, ceñudo.

—Lo mismo que en el cuarto de Georgie. Sólo que esa vez las vimos todos.

Ben agrega:

—Yo me acordé de lo que hicimos con el cuarto de dólar de plata.

Todos lo miran.

—Di los otras tres a un amigo mío, antes de venir aquí —explica Ben, en voz baja—. Se los di para sus chicos. Recordaba que antes eran cuatro, pero no sabía qué había hecho con el otro. Ahora ya lo sé. —Mira a Bill—. Hicimos un balín con él, ¿verdad? Tú, yo y Richie. Al principio pensamos hacer una bala de plata…

—Tú estabas muy seguro de poder hacerla —afirma Richie—, pero al final…

—Nos a-acobardamos —concluye Bill, lentamente.

El recuerdo ha caído naturalmente en su lugar y él oye ese click suave, pero distinguible. Nos estamos aproximando, piensa.

Volvimos a Neibolt Street —dice Richie—. Todos.

—Me salvaste la vida, Gran Bill —recuerda Ben, súbitamente. Bill sacude la cabeza—. Sí que lo hiciste.

Y en esa oportunidad Bill no niega. Sospecha que tal vez lo hizo, aunque no recuerda cómo. ¿Y, sería él? Tal vez Beverly…, pero eso no está allí. Todavía no, al menos.

—Disculpadme un segundo —dice Mike—. Tengo cerveza en la nevera.

—Toma de la mía —invita Richie.

Hanlon no beber cerveza de blanco —replica Mike—. Y menos de la tuya, Bocazas.

—Bip-bip, Mikey —pronuncia Richie, solemne.

Y Mike va por su cerveza en una cálida oleada de risa general.

Enciende la luz de la salita de bibliotecarios, una habitación triste, con sillas raídas, una mesa de formica muy necesitada de limpieza y un tablón de anuncios cubierto de notas viejas, informaciones sobre sueldos y horarios y algunas caricaturas del New Yorker, ya amarillas y enroscadas en los bordes.

Al abrir la pequeña nevera, siente que el impacto se hunde en él hasta los huesos, blanco como el hielo, tal como el frío del invierno se hunde en uno hasta hacer dudar que pueda volver la primavera. Los globos, azules y naranja, salen en tropel, por docenas, como un ramillete para fiestas. Mike piensa, incoherente, en medio de su espanto: Sólo falta el coro infantil cantando Feliz cumpleaños. Pasan rozando su cara y se elevan hacia el techo. Mike trata de gritar, imposibilitado de emitir la voz, cuando ve lo que hay detrás de los globos, lo que Eso ha puesto en la nevera, junto a su cerveza, como para una merienda de medianoche, una vez sus indignos amigos hayan contado sus indignas anécdotas y vuelto a sus alojamientos, en esa ciudad que ya no es la de ellos.

Mike da un paso atrás llevándose las manos a la cara para dejar afuera la visión. Tropieza con una de las sillas y, a punto de caer, aparta las manos. Aún está allí: la cabeza degollada de Stan Uris, junto al pack de seis de Bud Light; no una cabeza de hombre, sino la de un niño de once años. Tiene la boca abierta en un alarido mudo, pero Mike no le ve los dientes, ni la lengua porque la boca está llena de plumas. Son plumas de color pardo, increíblemente grandes. Y él sabe muy bien de qué ave provienen. Oh, sí, claro que sí. Había visto al pájaro en mayo de 1958 y todos lo vieron a principios de agosto, ese mismo año. Años después, hablando con su padre moribundo, descubrió que Will Hanlon también lo había visto una vez, al escapar del incendio del Black Spot. La sangre del cuello desgarrado, al gotear, ha formado un charco espeso en el fondo de la nevera. Brilla como un rubí rojo oscuro bajo el implacable resplandor de la bombilla.

—Eh…, eh…, eh…

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