It (Eso) – Stephen King

Eso volvió a gritar, con un dolor más intenso, tal vez, en parte, porque había pasado su larguísima existencia infligiendo dolor, alimentándose de él, pero sin experimentarlo nunca como parte de sí.

Aún trataba de empujarlo, de deshacerse de él, insistiendo, ciega y tercamente, en vencer, como siempre había vencido hasta entonces. Pujaba, pero Bill sintió que su velocidad exterior había disminuido y una imagen grotesca le vino a la mente: la lengua de Eso, cubierta de esa saliva viviente, extendida como una gruesa banda de goma, resquebrajada, sangrando. Se vio a sí mismo aferrado a la punta de esa lengua con los dientes, desagarrándola poco a poco, con la cara bañada en ese convulsivo icor que era la sangre de Eso, ahogándose en su mortífero hedor, pero siempre aferrado, sujetándose de algún modo, mientras Eso se debatía en su ciego dolor y su ira acumulada, para no dejar que su lengua se retirara hacia atrás.

(Chüd, esto es Chüd, aguanta, sé valiente, sé leal, defiende a tu hermano, a tus amigos; cree, cree en todas las cosas que has creído: creo que, si dices a un policía que te has extraviado, él se encargará de que llegues a tu casa sano y salvo; cree que hay ratones que cambian los dientes caídos por monedas y que los Reyes Magos vienen en camellos a repartir juguetes y que el Capitán Medianoche bien puede existir, sí puede, aunque Carlton, el hermano mayor de Calvin y Cissy Clark, diga que todo es un montón de cuentos para niños; cree que tus padres volverán a quererte, que el valor es posible y que las palabras surgirán siempre con fluidez; no más Perdedores, no más acurrucarse en un agujero del suelo diciendo que es la casita del club, no más llorar en el cuarto de Georgie porque no pudiste salvarlo y porque no sabías; cree en ti mismo, cree en el calor de ese deseo)

De pronto, Bill comenzó a reír en la oscuridad; no era histeria, sino un asombro total, encantado.

—¡OH, QUÉ JODER, CREO EN TODAS ESAS COSAS! —gritó, y era cierto: aun a los once años, había observado que las cosas salían bien antes que mal, en una proporción absurda.

Una luz se encendió a su alrededor. Levantó los brazos hacia fuera, sobre su cabeza. Volvió la cara hacia lo alto y, de pronto, sintió que el poder fluía a borbotones de él.

Oyó que Eso gritaba otra vez… y se vio arrastrado hacia atrás por el mismo camino que ya hiciera, aún sujeto a la imagen de sus dientes profundamente clavados en la carne de esa lengua, dientes apretados como una lúgubre muerte. Voló por la oscuridad, arrastrando las piernas detrás de sí; los cordones de sus sucias zapatillas flameaban como estandartes; el viento de ese lugar vacío le soplaba en los oídos.

Pasó, arrastrado, junto a la Tortuga y vio que ella había escondido la cabeza en su caparazón. Su voz surgió hueca y distorsionada, como si hasta esa concha fuera un pozo con profundidad de eternidades.

no estuviste mal, hijo, pero en tu lugar terminaría ahora mismo con ella; no dejes que se te escape. La energía tiende a disiparse, ¿sabes? Lo que se puede hacer a los once años, con frecuencia no se puede hacer nunca más.

La voz de la Tortuga se borraba, se borraba. Sólo quedó la oscuridad precipitada… y después, la boca de un túnel ciclópeo…, olores a tiempo y podredumbre…, telarañas rozándole la cara, como putrefactas hebras de seda en una casa embrujada…, azulejos mohosos que pasaban en un borrón…, intersecciones, ya oscuras en su totalidad, desaparecidos ya los globos de luna, y Eso que gritaba, gritaba:

suéltame, suéltame y no volveré jamás déjame DUELE DUELE DUEEEE

¡Castiga exhausto el poste! —aulló Bill, casi en el delirio.

Vio luz hacia delante, pero se estaba desvaneciendo, vacilando como una gran vela que, por fin, se ha consumido casi por completo… y por un momento se vio a sí mismo con los otros, en fila, tomados todos de la mano; Eddie estaba a un lado; Richie al otro. Vio su propio cuerpo que se derrumbaba, vio que la cabeza le daba vueltas en el cuello, siempre mirando a la Araña, que se retrocedía y giraba como un derviche, castigando el suelo con sus patas flacas y ásperas, dejando gotear el veneno desde su aguijón.

Eso aullaba en su agonía de muerte.

Al menos, así lo creyó Bill, honradamente.

Luego cayó sobre su cuerpo con todo el impacto de una pelota contra un guante de béisbol. Toda la fuerza de la caída arrancó sus manos de las de Richie y Eddie, haciéndolo arrojarse de rodillas. Resbaló por el suelo hasta el borde de la telaraña. Sin darse cuenta, estiró la mano hacia una de las hebras. La mano se adormeció inmediatamente, como si le hubieran inyectado una hipodérmica llena de novocaína. La hebra era en sí tan gruesa como un cable de los que sostienen los postes de teléfono.

—¡No toques eso, Bill! —chilló Ben.

Y Bill apartó la mano con un movimiento rápido y brusco, dejando un sitio en carne viva en su palma, justo debajo de los dedos, que se llenó de sangre. Se levantó, tambaleante, sin apartar los ojos de la Araña.

Se iba trabajosamente, abriéndose paso por la creciente penumbra que reinaba en la parte trasera de la cámara al desvanecerse la luz. Iba dejando charcos de sangre negra a su paso. De algún modo, la confrontación había perforado sus entrañas en diez, en, cien lugares.

—¡La tela, Bill! —vociferó Mike—. ¡Cuidado!

Bill dio un paso atrás, estirando el cuello, en el momento en que las hebras de la telaraña bajaban flotando para golpear las lajas a cada lado, como cadáveres de carnosas serpientes blancas. De inmediato empezaron a perder forma y escurrirse por las grietas abiertas entre las piedras. La telaraña se deshacía desprendiéndose de sus numerosas ataduras. Uno de los cadáveres, envuelto como una mosca, cayó al suelo con un horrible ruido a calabaza podrida.

—¡La Araña! —gritó Bill—. ¿Dónde está?

Aún la oía en su cabeza, maullando y gritando de dolor. Comprendió, vagamente, que había entrado en el mismo túnel por donde había arrojado a Bill hacia… Pero, ¿entraba allí para huir hacia el lugar donde había querido enviar a Bill… o para esconderse hasta que ellos se hubieran ido? ¿Para morir? ¿Para escapar?

—¡Dios, las luces! —gritó Richie—. ¡Se están apagando las luces! ¿Qué ha ocurrido, Bill? ¿Adónde fuiste? ¡Te dimos por muerto!

En alguna confundida parte de su mente, Bill comprendió que eso no era cierto: si lo hubieran dado por muerto habrían huido, diseminándose, y Eso los habría apresado con facilidad, uno a uno. O tal vez era más acertado decir que lo habían dado por muerto, pero también lo habían creído vivo.

¡Tenemos que asegurarnos! Si Eso está agonizando o si ha vuelto al lugar de donde vino, donde está el resto de ella, todo está bien. Pero ¿y si sólo está herida? ¿Y si se cura? ¿Qué…?

El chillido de Stan se abrió paso entre sus pensamientos como vidrio roto. Bajo la luz menguante, Bill vio que una de las hebras de la telaraña le había caído sobre el hombro. Antes de que Bill pudiera llegar hasta él, Mike se arrojó hacia Stan en un tackle volador, apartándolo. El fragmento de telaraña rebotó hacia atrás, llevándose un trozo de la camiseta de Stan.

—¡Retroceded! —les gritó Ben—. ¡Apartaos de esto, se está cayendo!

Tomó a Beverly de la mano y tiró de ella hacia la puertecita mientras Stan se levantaba trabajosamente y, después de dirigir a su alrededor una mirada aturdida, aferraba a Eddie. Los dos echaron a andar hacia Ben y Beverly ayudándose mutuamente; parecían fantasmas bajo la luz menguante.

Allá arriba, la telaraña se derrumbaba perdiendo su temible simetría. Los cadáveres giraban perezosamente en el aire, como plomadas. Las hebras transversales caían como peldaños podridos de un complejo de escalerillas. Los filamentos rotos golpeaban contra las lajas, siseaban como gatos, perdían forma y empezaban a fundirse.

Mike Hanlon avanzó en zigzag por entre ellas, tal como más tarde avanzaría entre los miembros del equipo adversario, en el instituto: con la cabeza gacha, esquivando. Richie se reunió con él. Increíblemente, reía, aunque tenía el pelo de punta como púas de puercoespín. La luz se hizo más escasa; la fosforescencia que se había enroscado a las paredes, iba muriendo.

—¡Bill! —gritó Mike—. ¡Vamos! ¡Salgamos pitando de aquí!

—¿Y si no ha muerto? —aulló Bill—. ¡Tenemos que seguirla, Mike! ¡Tenemos que asegurarnos!

Un bramido de telaraña se descolgó como paracaídas con un ruido espantoso, como de pellejo arrancado. Mike aferró a Bill por el brazo y lo apartó de un tirón,

—¡Ha muerto! —gritó Eddie, reuniéndose con ellos. Sus ojos eran lámparas afiebradas; su respiración, un gélido viento de invierno en la garganta. Las hebras de telaraña habían quemado complejas cicatrices en su yeso—. ¡Yo la oí! Estaba agonizando. Nadie da esos quejidos cuando sale a bailar. ¡Se estaba muriendo, estoy seguro!

Las manos de Richie buscaron a tientas en la oscuridad, sujetaron a Bill y lo atrajeron a un recio abrazo, castigándole la espalda con palmadas estáticas.

—Yo también la oí. ¡Estaba agonizando, Gran Bill! Se moría… ¡Y ya no tartamudeas! ¡Ni un poquito! ¿Cómo lo has conseguido? ¿Cómo diablos…?

A Bill le daba vueltas la cabeza. El agotamiento tironeaba de él con dedos gruesos y torpes. No recordaba haberse sentido tan cansado en toda su vida, pero en su mente oía la voz arrastrada, casi cansada, de la Tortuga: En tu lugar, terminaría ahora; no dejes que se te escape… lo que se puede hacer a los once años, con frecuencia no se puede hacer nunca más.

—Pero tenemos que asegurarnos…

Las sombras se estaban tomando de la mano; la oscuridad era ya casi completa. Pero antes de que la luz faltara totalmente, Bill creyó ver la misma duda infernal en la cara de Beverly… y en los ojos de Stan. Y todavía, al apagarse el último resplandor, seguían oyendo el tenebroso susurro-estremecimiento-golpeteo de esa indecible telaraña que caía en pedazos.

3

Bill en el vacío, después

—¡bueno otra vez por aquí amiguito! pero ¿qué ha pasado con tu pelo? ¡estás calvo como una bola de billar! ¡lástima! qué vida triste y corta tienen los humanos cada vida no es sino un breve panfleto escrito por un idiota y bueno y todo eso.

Aún sigo siendo Bill Denbrough. Mataste a mi hermano, mataste a Stan, el Galán, y trataste de matar a Mike. Y yo voy a decirte algo: esta vez no quedaré tranquilo hasta que la obra esté terminada.

—La Tortuga era estúpida, demasiado estúpida para mentir, te dijo la verdad, amiguito… la oportunidad sólo se presenta una vez, me heriste… me cogiste por sorpresa, pero no volverá a suceder, fui yo quien te llamó para que volvieras, yo.

—Tú llamaste, sí, pero no eras la única.

—Tu amiga, la Tortuga… murió hace unos cuantos años, la vieja idiota vomitó dentro de su caparazón y murió ahogada con una o dos galaxias, lástima, ¿no? pero también muy extraña, la cosa merecía figurar en el Créase o no, de Ripley, en mi opinión, sucedió más o menos cuando tú sufriste ese bloqueo de escritor, seguramente sentiste su desaparición, amiguito.

—Eso tampoco lo creo.

—Oh, ya lo creerás… ya lo verás, esta vez, amiguito, quiero que lo veas todo, incluyendo los fuegos fatuos.

Bill sintió que Eso elevaba su voz, zumbante, chillona; después percibió toda la extensión de su furia y quedó aterrorizado. Buscó la lengua de esa mente, concentrándose, tratando desesperadamente de recobrar la fe infantil en toda su amplitud, comprendiendo, al mismo tiempo, que había una mortífera verdad en lo que Eso acababa de decir: la vez anterior la había pillado por sorpresa. Esta vez… aun si Eso no había sido quien los había llamado, sin duda los estaba esperando.

Pero…

Sintió su propia furia, limpia y cantarina, en cuanto sus ojos se fijaron en los de la Araña. Percibió sus viejas cicatrices y comprendió que la había herido de verdad, que aún estaba herida.

Y en el momento en que Eso lo arrojaba, mientras sentía que la mente le era arrancada del cuerpo, concentró todo su ser en aferrarse a esa lengua… y falló.

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