It (Eso) – Stephen King

Ben había oído rumores sobre Frankie-o-Freddy y su palo de goma, mucho antes de que el niño apareciera bajo los flashes al descubrir el cadáver de Veronica Grogan. «Es un asqueroso», había confiado a Ben en clase un chico llamado Richie Tozier. Tozier era un niño esmirriado que llevaba gafas. Ben pensaba que, sin las gafas, Tozier vería tan bien como Mr. Magoo, sus ojos aumentados nadaban tras las gruesas lentes con una expresión de sorpresa perpetua. También tenía enormes incisivos que le habían acarreado el sobrenombre de rabitt[12]. Estaba en el mismo quinto curso que Freddy-o-Frankie.

—Mete ese palo de goma por las alcantarillas todo el día, y por la noche masca el chicle de la punta.

—¡Oh, Dios, qué horror! —había exclamado Ben.

—Azí ez, tezoro —dijo Tozier, y se fue.

Frankie o Freddy había trabajado con EL FABULOSO PALO DE GOMA a través de la rejilla, convencido de haber encontrado una peluca. Pensaba que quizá podría secarla y regalársela a su madre por su cumpleaños o algo así. Tras algunos minutos de esfuerzos, cuando estaba por renunciar, una cara flotó en el agua lodosa del desagüe: una cara con hojas marchitas pegadas a sus blancas mejillas y con fango en sus ojos fijos.

Freddy-o-Frankie corrió a su casa, aullando.

Verónica Grogan asistía al cuarto curso de la escuela religiosa de Neibolt Street, dirigida por gente a la que la madre de Ben llamaba «los cristeros». La sepultaron en el mismo día en que debía cumplir diez años.

Después de ese horror más reciente, Arlene Hanscom llamó a Ben una tarde, para sentarse con él en el sofá de la sala. Le tomó las manos y lo miró atentamente a la cara. Ben le sostuvo la mirada, algo intranquilo.

—Ben —dijo ella, por fin—, ¿eres tonto?

—No, mamá —replicó Ben, más intranquilo que nunca. No tenía la menor idea de lo que originaba todo eso. No recordaba haber visto nunca tan seria a su madre.

—No —repitió ella—, no creo que seas tonto.

Luego se quedó callada por un largo rato, sin mirar a Ben, con la vista perdida más allá de la ventana, pensativa. El hijo se preguntó, por un momento, si se habría olvidado de él. Todavía era joven —tenía sólo treinta y dos años—, pero el criar sola a un niño le había dejado sus marcas. Trabajaba cuarenta horas semanales en la empaquetadora de Stark, en Newport. Después de la jornada laboral, cuando el polvo y las hilachas de algodón habían sido demasiado densos, solía toser tanto que Ben llegaba a asustarse. En aquellas noches, pasaba mucho tiempo despierto mirando por la ventana hacia la oscuridad, y preguntándose qué sería de él si su madre moría. Sería entonces un huérfano, suponía. Tal vez fuera acogido por la beneficencia estatal (eso significaba que iría a vivir con granjeros que lo harían trabajar desde el amanecer hasta el anochecer) o tal vez lo enviasen al asilo de Bangor. Trataba de decirse que era una tontería preocuparse por esas cosas, pero no podía dejar de hacerlo. Y tampoco se preocupaba sólo por él mismo, sino también por su madre. Era dura su madre, e insistía en salirse con la suya en casi todo, pero era buena. Él la quería mucho.

—Sabes lo de esos asesinatos —dijo, al fin, mirándolo.

Él asintió.

—Al principio la gente creía que eran… —Vaciló ante la palabra nueva que hasta entonces nunca había pronunciado delante de su hijo, pero las circunstancias lo exigían— crímenes sexuales. Tal vez lo sean, tal vez no. Tal vez se han acabado, tal vez no. Ya nadie puede estar seguro de nada, salvo de que ahí afuera hay un o algún loco que se ensaña con los pequeños. ¿Me entiendes, Ben?

Él volvió a asentir.

—¿Y sabes a qué me refiero cuando digo que podrían ser crímenes sexuales?

Ben no lo sabía —al menos con exactitud—, pero volvió a asentir. Si su madre se sentía en la obligación de hablarle de los pájaros y las abejas, además de ese otro asunto, creyó que moriría de vergüenza.

—Me preocupo por ti, Ben. Me preocupa no estar cuidándote como debería.

Ben se removió en el asiento sin decir nada.

—Pasas mucho tiempo solo. Demasiado tiempo, me parece. Tú…

—Mamá…

—No me interrumpas cuando te hablo —dijo ella y Ben se calló—. Tienes que andar con cuidado, Benny. Viene el verano y no quiero estropearte las vacaciones, pero tienes que andar con cuidado. Quiero que estés en casa a la hora de cenar, todos los días. ¿A qué hora cenamos siempre?

—A las seis en punto.

—¡Exacto! Entonces escucha bien lo que voy a decirte. Si pongo la mesa y te sirvo la leche y todavía no estás lavándote las manos en el baño, cogeré inmediatamente el teléfono y llamaré a la policía para denunciar tu desaparición. ¿Comprendes?

—Sí, mamá.

—¿Y te das cuenta de que hablo muy en serio?

—Sí.

—Probablemente resultaría que moleste a la policía por nada, si tuviera que hacerlo. Sé algo de lo que hacen los chicos. Ya sé que, en las vacaciones, se entusiasman con sus proyectos y sus juegos, siguiendo a las abejas hasta las colmenas, jugando a la pelota, pateando latas y cosas por el estilo. Ya ves que tengo una idea bastante aproximada de lo que haces con tus amigos.

Ben asintió sobriamente, pensando que si ella ignoraba que él no tenía amigos, probablemente no sabía tanto como creía de su niñez. Pero no se le habría ocurrido decirle semejante cosa, ni en diez mil años de sueños.

Ella sacó algo del bolsillo de su bata y se lo entregó. Era una pequeña caja de plástico. Ben la abrió. Al ver lo que había dentro quedó boquiabierto.

—¡Ah! —exclamó, sin fingir en absoluto su admiración—. ¡Gracias!

Era un reloj Timex con pequeños números de plata y correa de imitación de cuero. Ella le había dado cuerda. Se oía su tictac.

—¡Jo! ¡Está super! —Le dio un abrazo entusiasta y un fuerte beso en la mejilla.

Ella sonrió complacida al verlo contento e hizo un gesto de asentimiento. Luego volvió a ponerse seria.

—Póntelo, consérvalo puesto, úsalo, dale cuerda, cuídalo, no lo pierdas.

—Vale.

—Ahora que tienes reloj no tienes excusa alguna para llegar tarde. Recuerda lo que te dije: si no llegas a tiempo, la policía te buscará por mí. Al menos hasta que pesquen al degenerado que está matando niños por aquí, no te atrevas a llegar un solo minuto tarde o me tendrás al teléfono.

—Sí, mamá.

—Otra cosa. No quiero que vayas solo por ahí. Sabes que no debes aceptar golosinas de desconocidos ni subirte a coches de extraños (los dos estamos de acuerdo en que no eres tonto). Y eres grande para tu edad. Pero un adulto, sobre todo si está loco, puede dominar a un niño si se lo propone. Cuando vayas al parque o la biblioteca, ve con uno de tus amigos.

—Bueno, mamá.

Ella volvió a mirar por la ventana y soltó un suspiro lleno de problemas.

—Mal andan las cosas cuando se llega a una situación como ésta. De cualquier modo, en esta ciudad hay algo feo. Siempre lo he pensado. —Se volvió a mirarlo, con el ceño fruncido—. Vagabundeas tanto, Ben… Has de conocer casi todos los lugares de Derry, ¿no? Al menos, la parte poblada.

Ben no creía conocer todos los lugares; pero sí muchos. Y el inesperado regalo lo había emocionado tanto que habría estado de acuerdo con su madre aun si ella hubiera sugerido que John Wayne hiciera de Adolf Hitler en una comedia musical sobre la Segunda Guerra Mundial. Asintió.

—Nunca viste nada, ¿verdad? —preguntó ella—. ¿Algo, alguien…, bueno, sospechoso? ¿Algo fuera de lo común? ¿Cualquier cosa que te asustara?

En su entusiasmo por el reloj, en su amor por ella, en su infantil alegría porque ella se preocupara (lo cual lo asustaba un poquito, al mismo tiempo, por su abierta y franca fiereza) estuvo a punto de decirle lo que le había ocurrido en enero.

Abrió la boca y algo, una intuición poderosa, se la cerró otra vez.

¿Qué era ese algo, exactamente? Intuición. Ni más ni menos que eso. Hasta los niños pueden intuir las responsabilidades más complejas del amor de vez en cuando y percibir que, en algunos casos, es más bondadoso guardar silencio. Fue eso, en parte, lo que indujo a Ben a cerrar la boca. Pero había algo más, algo no tan noble. Su madre podía ser dura. Podía ser autoritaria. Nunca lo llamaba «gordo», sino «grande» (a veces ampliando «demasiado grande para tu edad») y cuando había sobras de la cena, con frecuencia se las llevaba adonde él estuviera mirando la tele o haciendo sus deberes, y él las comía, aunque una parte borrosa de su persona se odiaba por hacerlo (pero no a su madre por ponerle la comida delante. Ben Hanscom jamás se habría atrevido a odiar a su madre; Dios lo habría fulminado con un rayo, seguramente, si hubiera sentido, siquiera por un segundo, una emoción tan brutal y desagradecida). Y una parte aún más borrosa de sí mismo, el lejano Tíbet de sus pensamientos más profundos, sospechaba los motivos ocultos que llevaban a su madre a administrarle esa alimentación constante. ¿Era sólo amor maternal? ¿No podía tratarse de otra cosa? No, sin duda. Pero… él dudaba. Más aún, ella ignoraba que Ben no tenía amigos. Esa falta de conocimiento le inspiraba desconfianza. No sabía cuál podía ser la reacción de su madre ante lo que le había pasado en enero. Si algo había pasado. Volver a las seis y quedarse en casa no era tan malo. Tal vez podría leer, ver televisión,

(comer)

construir cosas con sus piezas de construcción y su Mecano. Pero tener que pasarse todo el día en la casa sería muy malo, y si le contaba lo que había visto —o creído ver— en enero, era bien posible que ella lo obligara a eso.

Así que, por variados motivos, Ben se reservó la historia.

—No, mamá —dijo—. Sólo al señor McKibbon revolviendo los cubos de basura.

Eso la hizo reír; no le gustaba el señor McKibbon, que era republicano, además de «cristero». Esa risa cerró el tema.

Esa noche, Ben permaneció despierto hasta tarde, pero no porque lo asolara la idea de quedar desamparado y sin padres en un mundo duro. Se sentía amado y seguro, tendido en su cama, a la luz de la luna que entraba por la ventana y se volcaba en el suelo y en la cama. De vez en cuando, se acercaba el reloj al oído, para percibir su tic tac y a los ojos, para admirar su fantasmal esfera.

Por fin se quedó dormido. Entonces soñó que estaba jugando al béisbol con los otros niños en la parcela vacante tras el aparcamiento de camiones de Tracker Hermanos. Acababa de despedir estupendamente una pelota y sus compañeros de equipo lo esperaban para vitorearlo en el home plate dándole grandes palmadas en la espalda. Lo llevaron en andas hacia el lugar donde habían dejado el equipo. En el sueño, casi reventaba de orgullo y felicidad. Pero entonces había mirado hacia el campo central donde una cerca marcaba el límite entre el parque y el terreno cubierto de pastos que descendía hacia Los Barrens. Entre sus hierbas enredadas y esos matorrales bajos, casi fuera de la vista, había una silueta de pie. Sostenía un manojo de globos, rojos, amarillos, azules, verdes, con una mano enguantada en blanco. Lo llamaba con la otra. Ben no podía verle la cara, pero sí el traje abolsado con grandes pompones color naranja a lo largo de la pechera y una corbata de lazo amarilla.

Era un payaso.

Azí ez, tezoro, asintió una voz fantasmal.

A la mañana siguiente, al despertar, Ben había olvidado el sueño, pero su almohada estaba húmeda al tacto, como si hubiera llorado durante la noche.

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