It (Eso) – Stephen King

Pero si no quedan balines —pensó Ben—. ¿De qué estáis hablando? ¿Con qué va a disparar?

Pero lo comprendió al mirar a Beverly. Si su corazón no hubiese pertenecido a la chica, habría volado hacia ella en ese momento. Beverly había estirado la goma hacia atrás. Sus dedos estaban cerrados sobre la taza, ocultando el hecho de que no había nada allí.

—¡Mátalo! —vociferó Ben.

Y se dejó caer torpemente por el borde de la bañera. Tenía los vaqueros y la ropa interior empapados, pegados a la piel con sangre. No sabía si su herida era grave o no. Después del primer ardor no había dolido mucho, pero tanta sangre lo asustaba.

Los ojos verdosos del hombre-lobo volaron de uno a otro, llenos de incertidumbre, además de dolor. La sangre bajaba en láminas por la pechera de su chaqueta.

Bill Denbrough sonrió. Era un sonrisa suave, casi amorosa… pero no le tocaba los ojos.

—Hiciste mal en meterte con mi hermano —dijo—. Mándalo al infierno, Beverly.

Los ojos de la bestia perdieron la incertidumbre. Estaba convencido. Con gracia ágil y suave, giró en redondo y se zambulló en el desagüe. Al introducirse allí fue cambiando. La chaqueta de la secundaria se fundió en su pelaje y el color desapareció de ambos. La forma de su cráneo se alargó, como si estuviese hecho de cera y el material se ablandase, medio derretido. Su forma se alteraba. Por un instante, Ben creyó haber visto cómo era en realidad, y el corazón se le congeló en el pecho dejándolo jadeante.

¡Os voy a matar! —rugió una voz desde el interior del desagüe. Era gruesa, salvaje, nada humana—. ¡Os voy a matar… Os voy a matar… Os voy a matar…!

Las palabras se fueron alejando más y más, disminuyendo, borrándose, cobrando distancia. Por fin se unieron al ronroneo palpitante de la maquinaria de bombeo.

La casa pareció asentarse con un golpe seco, pesado, por debajo de lo audible. Pero no se estaba asentando. Ben comprendió que, de algún modo extraño, se encogía, volviendo a su tamaño normal. La magia que Eso había utilizado para hacerla parecer más grande, se retiraba. La casa se reducía como un elástico. Volvía a ser una simple casa, con olor a humedad y a podredumbre, una casa sin muebles a la que acudían a veces los borrachos y los vagabundos, para beber, conversar y dormir al abrigo de la lluvia.

Eso había desaparecido.

En su estela, el silencio parecía estridente.

10

—S-s-salg-salg-salgamos de a-a-aquí —dijo Bill.

Se acercó a Ben, que estaba tratando de levantarse, y cogió una de sus manos tendidas. Beverly estaba de pie cerca del agujero. Se miró y la frialdad se trocó en un rubor que pareció convertir toda su piel en una media abrigada. Debió haber aspirado muy hondo. Los estallidos opacos que le habían llegado eran los de los botones de su blusa. Habían saltado, todos ellos. La blusa pendía abierta, dejando sus pechos pequeños bien a la vista. Cerró la blusa de un manotazo.

—Ri-Ri-Richie —dijo Bill—, ayú-ayud-d-dame con B-B-Ben. Está he-he-he…

Richie se acercó a él; después, Stan y Mike. Entre los cuatro lograron que Ben se pusiera de pie. Eddie se había acercado a Beverly para rodearle los hombros, torpemente, con el brazo sano.

—Has estado grandiosa —dijo.

Y Beverly estalló en lágrimas.

Ben dio dos grandes pasos tambaleantes hasta la pared y se apoyó contra ella antes de caer otra vez. Se sentía mareado, el mundo recuperaba el color sólo para volver a perderlo. Y tenía, decididamente, ganas de vomitar.

Un momento después, el brazo de Bill estaba alrededor de él, fuerte y reconfortante.

—¿E-e-es gra-gra-grave, P-p-parva?

Ben se obligó a mirarse el vientre. Esos dos simples actos, el de doblar el cuello y el de abrir la desgarradura de su camisa, requirieron más valor que la decisión de entrar en aquella casa, un rato antes. Esperaba encontrarse con la mitad de sus intestinos colgando frente a sí como grotescas ubres, pero vio que el flujo de sangre se había reducido a un goteo perezoso. El hombre-lobo lo había herido larga y profundamente, pero al parecer, no era mortal.

Richie se agregó a ellos. Miró la herida que describía un curso retorcido desde el pecho de Ben hasta perderse en el bulto del vientre y clavó una mirada sobria en la cara del chico.

Eso estuvo a punto de llevarse tus tripas para usarlas de tirantes, Parva, ¿sabes?

—No es broma, macho —dijo Ben.

Él y Richie se miraron fijamente por un largo momento. Después rompieron en una risa histérica al mismo tiempo, salpicándose mutuamente con saliva. Richie tomó a Ben en sus brazos y le golpeó la espalda con grandes palmadas.

—¡Lo derrotamos, Parva! ¡Lo derrotamos!

—N-n-no lo de-de-derrotamos —corrigió Bill, ceñudo—. T-t-tuvimos su-suerte. Sa-salgamos de aq-q-quí a-antes de que se le oc-ocurra vo-vo-volver.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mike.

—A Los Barrens.

Beverly se acercó a ellos, siempre sujetando los bordes de su blusa. Sus mejillas estaban muy rojas.

—¿Al club?

Bill asintió.

—¿Alguien me puede dejar su camisa? —preguntó ella, más ruborizada que nunca.

Bill le echó un vistazo y la sangre le subió a la cara en un torrente. Se apresuró a apartar la vista, pero en ese instante Ben sintió una oleada de certeza y horribles celos. En ese instante, por ese único segundo, Bill había cobrado conciencia de ella de una manera que, hasta entonces, sólo el mismo Ben había experimentado.

Los otros también habían mirado y estaban apartando la cara. Richie tosió contra el dorso de la mano. Stan se puso rojo. Mike Hanlon retrocedió un paso o dos, como si lo asustase la curva de ese único pecho blanco y pequeño, visible bajo la mano de la chica.

Beverly alzó la cabeza sacudiéndose el pelo enmarañado. Aún estaba ruborizada, pero su rostro era bellísimo.

—No puedo remediarlo: soy una chica —dijo—. Tampoco puedo remediarlo si estoy creciendo por arriba. Y ahora, por favor, ¿alguien me deja su camisa?

—Cla-claro —dijo Bill. Se quitó la camiseta blanca por la cabeza cubriendo el pecho angosto, las costillas visibles y los hombros quemados por el sol cubiertos de pecas—. T-t-t-toma.

—Gracias, Bill.

Por un momento caliente, humeante, los ojos de ambos se encontraron directamente. Bill no apartó la vista. Su mirada era firme, adulta.

—D-d-de nada —dijo.

Buena suerte, Gran Bill, pensó Ben. Y apartó la cara de esa mirada. Le hacía sufrir en un lugar tan profundo que ni un vampiro, ni un hombre-lobo podrían alcanzarlo jamás. De cualquier modo, existía algo llamado decoro. Si no conocía la palabra, tenía el concepto muy claro. Mirarlos cuando estaban mirándose así habría sido tan incorrecto como mirar los pechos de Beverly cuando soltara los bordes de la blusa para ponerse la camiseta de Bill. Si así deben ser las cosas, de acuerdo. Pero nunca la amarás como yo. Nunca.

La camiseta de Bill le llegaba casi hasta las rodillas. Si no hubiera sido por los vaqueros que asomaban por abajo, se la habría creído vestida con una combinación.

—V-v-vamos —repitió Bill—. N-n-no sé qué pen-pensáis, p-p-pero pa-para m-m-mí, por ho-o-oy es b-b-bastan-bastante.

Resultó que todos pensaban igual.

11

En el transcurso de una hora se encontraron en la casita del club con la ventana y la trampilla abiertas. Adentro estaba fresco y en Los Barrens, ese día, reinaba un bendito silencio. Se sentaron, sin hablar mucho, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Richie y Bev se pasaban un cigarrillo. Eddie se aplicó su inhalador. Mike estornudó varias veces y se disculpó diciendo que estaba a punto de pescar un resfriado.

—Es lo único que usted puede pescar, señorrr —manifestó Richie, amistoso.

Y eso fue todo.

Ben seguía esperando que ese loco interludio de Neibolt Street tomase la tonalidad de los sueños. Retrocederá y se hará pedazos —pensaba—, como pasa con los sueños. Uno despierta jadeando y cubierto de sudor, pero quince minutos después ya no recuerda siquiera de qué trataba el sueño.

Pero eso no ocurrió. Todo lo ocurrido, desde el momento en que había entrado a duras penas por la ventana del sótano hasta el instante en que Bill había utilizado la silla de la cocina para romper una ventana para que pudiese salir, permanecían luminosa y claramente grabados en su memoria. Eso no había sido un sueño. La sangre coagulada en su pecho y en su barriga no era un sueño. Y no importaba que su madre pudiera verlo o no.

Por fin Beverly se levantó.

—Tengo que volver a casa —dijo—. Quiero cambiarme antes de que llegue mi madre. Si me ve con una camiseta de chico me matará.

—La va a matarrr, señorrita —concordó Richie—, pero lentamente.

—Bip-bip, Richie.

Bill la miraba con gravedad.

—Mañana te devuelvo la camiseta, Bill.

Él asintió, haciendo un ademán de la mano, para expresar que eso no tenía importancia.

—¿No tendrás problemas por llegar a tu casa así?

—No-no. Ap-p-penas mmme miran, en c-c-casa.

Ella asintió con la cabeza y se mordió el labio inferior. Era alta para su edad y simplemente hermosa.

—¿Y ahora, Bill?

—N-n-no sé.

—Esto no ha terminado, ¿verdad?

Bill sacudió la cabeza.

Ben dijo:

—Ahora nos perseguirá más que nunca.

—¿Más balines de plata? —inquirió ella.

El gordo descubrió que apenas podía sostenerle la mirada. Te amo, Beverly…, déjame siquiera eso. Puedes quedarte con Bill, con el mundo entero, con lo que te haga falta. Pero déjame eso, deja que te siga amando y creo que me bastará.

—No sé —dijo—. Podríamos, pero…

Dejó morir vagamente la voz, encogiéndose de hombros. No podía decir lo que sentía; por algún motivo, no lograba sacarlo a relucir: que era como estar en una película de monstruos, pero no del todo. La momia le había parecido diferente, de algún modo, de un modo que confirmaba su realidad esencial. Lo mismo podía decirse del hombre-lobo; él podía atestiguarlo porque lo había visto en un paralizante primer plano que ninguna película, ni siquiera tridimensional, había podido permitirle; había visto el destello pequeño, anaranjado y fogoso (como un pompón) de sus ojos verdes. Esas cosas eran… bueno, eran sueños convertidos en realidad. Y una vez que los sueños cobraban realidad, escapaban al poder del durmiente y eran cosas mortíferas, capaces de actuar con independencia. Los balines de plata habían dado resultado porque los siete estaban unificados en la creencia de que funcionarían. Pero no lo habían matado. Y la próxima vez, Eso se acercaría a ellos de otra forma, una forma sobre la que la plata no tuviese poder.

Poder, poder, pensó Ben, mirando a Beverly. Ya no era incorrecto: sus ojos se habían encontrado otra vez con los de Bill y ambos se miraban como si estuviesen perdidos. Fue sólo por un instante, pero a Ben se le hizo muy largo.

Todo se reduce siempre al poder. Yo amo a Beverly Marsh; por eso ella tiene poder sobre mí. Ella ama a Bill Denbrough, y entonces él tiene poder sobre ella. Pero creo… que él está empezando a amarla. Tal vez fue a causa de la cara de Bev cuando dijo que no podía remediar el ser chica. Tal vez fue por verle el pecho. Tal vez sólo por lo bonita que se ve cuando la luz le da de cierto lado, o por sus ojos, No importa. Pero si él comienza a amarla, Beverly tendrá poder sobre él. Superman tiene poder, excepto cuando hay kriptonita alrededor. Batman tiene poder, aunque no pueda volar ni ver a través de las paredes. Mi madre tiene poder sobre mí, y su jefe sobre ella. Todo el mundo tiene algo de poder… salvo, tal vez, los bebés y los niños.

Después pensó que hasta los bebés y los niños tenían poder, porque podían llorar hasta que uno hiciera algo para acallarlos.

—¿Ben? —preguntó Beverly, mirándolo—. ¿Te han comido la lengua los ratones?

—¿Eh? No. Estaba pensando en el poder. El poder de los balines.

Bill lo miró con atención.

—Me preguntaba de dónde salió ese poder —completó Ben.

—D-d-de… —comenzó Bill.

Pero cerró la boca. A su cara subió una expresión pensativa.

—Bueno, tengo que marcharme —dijo Beverly—. Ya nos veremos, ¿eh?

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