It (Eso) – Stephen King

Salió de entre los matorrales. El lado más empinado del vertedero estaba a unos setenta metros de distancia; una centelleante avalancha de basura yacía contra la pendiente del foso de grava. A la izquierda estaba la topadora de Mandy Fazio. Mucho más cerca, frente a sí, vio varios coches abandonados. A finales de mes se los recogía para enviarlos a Portland como chatarra, pero ese día había diez o doce, algunos sin ruedas, otros de lado, uno o dos volcados sobre el techo, como perros muertos. Estaban dispuestos en dos hileras. Beverly caminó por el pasillo escarpado, sembrado de desechos, entre los viejos automóviles, como una novia punk de años futuros, preguntándose ociosamente si podría romper algún parabrisas con el Bullseye. Uno de los bolsillos del pantaloncito azul estaba abultado por las municiones que usaba para practicar.

Las voces y las risas provenían de cierto sitio, detrás de los coches abandonados y a la izquierda, en el borde del vertedero propiamente dicho. Beverly caminó alrededor del último, un Studebaker al que le faltaba toda la parte delantera. El grito de saludo murió en sus labios. La mano que había levantado para agitar no cayó al lado, exactamente: pareció marchitarse.

Su primer azorado pensamiento, furiosamente sorprendido, fue: Oh, por Dios, ¿por qué están desnudos?

A eso siguió un medroso reconocimiento. Quedó petrificada frente al Studebaker, con la sombra pegada a los talones de sus zapatillas. Por un momento quedó totalmente a la vista de los gamberros; si cualquiera de los cuatro hubiese levantado la vista desde el círculo que formaban, así en cuclillas, no habría dejado de verla: una chica de estatura más que mediana, con un par de patines al hombro, boquiabierta, escarlata y sangrando por la rodilla.

Antes de volar a ocultarse tras el Studebaker vio que, después de todo, no estaban completamente desnudos; tenían puesta la camisa; se habían limitado a bajarse los pantalones y los calzoncillos hasta los tobillos como si tuvieran que hacer «caquita» (en su espanto, la mente de Beverly había vuelto automáticamente al diminutivo eufemismo que utilizaba cuando apenas era más que un bebé). Pero ¿dónde se había visto que cuatro chicos hicieran «caquita» al mismo tiempo?

Ya fuera de la vista, su primera idea fue escapar, escapar cuanto antes. El corazón le palpitaba con fuerza y sentía los músculos pesados de adrenalina. Miró alrededor, fijándose en lo que no le había llamado la atención al llegar, segura de que aquellas voces pertenecían a sus amigos. La hilera de coches abandonados, a su izquierda, era bastante escasa; los automóviles no estaban puestos flanco contra flanco, como estarían una semana antes de que viniese el chatarrero. Había estado expuesta a la vista de los chicos varias veces, hasta llegar a donde estaba. Si retrocedía, quedaría expuesta otra vez, y entonces podrían verla.

Además, sentía una especie de curiosidad vergonzosa: ¿qué diablos podrían estar haciendo?

Con mucho cuidado, los espió por detrás del Studebaker.

Henry y Victor Criss estaban más o menos frente a ella. Patrick Hockstetter, a la izquierda de Henry. Belch Huggins estaba de espaldas a ella. Beverly observó que su culo era extremadamente grande y velludo; una risita medio histérica le borboteó súbitamente en la garganta, como el gas en un vaso de soda. Tuvo que apretarse la boca con ambas manos y desaparecer otra vez detrás del Studebaker, luchando por contener la risa.

Tienes que salir de aquí, Beverly. Si te atrapan…

Volvió a mirar por entre los coches abandonados, siempre apretándose la boca con las manos. El espacio libre tenía, tal vez, tres metros de ancho y estaba sembrado de latas, trocitos de vidrio y hierba dura. Si llegaba a hacer un solo ruido podían oírla…, sobre todo si aflojaban la atención en lo que tan concentrados los tenía, fuese lo que fuese. Al pensar en lo despreocupada que había sido su caminata hasta allí, a la chica se le heló la sangre. Además…

¿Qué cuernos estaban haciendo?

Espió otra vez y en esa oportunidad aparecieron mejor los detalles. A poca distancia había un descuidado montón de libros y papeles. Eso significaba que acababan de salir de las clases de recuperación. Y como Henry y Victor estaban de frente, pudo verles sus cosas. Eran las primeras cosas que veía en su vida, descontando las fotografías de un librito sucio que Brenda Arrowsmith le había mostrado el año anterior; y en esas ilustraciones no se veía gran cosa. Bev observó que parecían tubitos colgados entre las piernas. El de Henry era pequeño y lampiño, pero Victor lo tenía bastante grande y cubierto con una nube de vello negro.

Bill tiene una así, pensó. Y de pronto tuvo la sensación de que el cuerpo entero se le cubría de rubor; el calor la recorrió en una oleada que la dejó mareada, débil, casi enferma. En ese momento sintió algo muy parecido a lo que había experimentado Ben Hanscom el último día de clases al mirar su brazalete de tobillo que centelleaba al sol…, pero él no había sufrido ese terror entremezclado.

Lanzó otra mirada atrás. El sendero entre los coches, que conducía al refugio de Los Barrens, parecía mucho más largo. Le dio miedo moverse. Si ellos sabían que ella había visto sus cosas probablemente le harían daño. Y no sólo un poquito. Le harían mucho daño.

Belch Huggins aulló de pronto, haciéndole dar un respingo. Henry chilló:

—¡Como noventa centímetros! ¡En serio, Belch, eran noventa centímetros! ¿No es cierto, Vic?

Vic se declaró de acuerdo y todos rieron.

Beverly intentó otra mirada por detrás del Studebaker.

Patrick Hockstetter se había levantado a medias, de modo que tenía el culo casi metido bajo la cara de Henry. El otro tenía un objeto plateado y reluciente. Ella tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de un encendedor.

—¿No dijiste que tenías uno en marcha? —protestó Henry.

—Y lo tengo —aseguró Patrick—. Ya te diré cuándo… ¡Prepárate! ¡Ya viene! ¡Aho… ahora!

Henry abrió el encendedor. En ese momento se oyó el inconfundible ruido a ruptura de un buen pedo. No había forma de equivocarse, porque Beverly lo oía con bastante frecuencia en su propia casa, sobre todo los sábados por la noche, después de las salchichas con judías. El candidato seguro era su padre. En el momento en que Patrick expelía y Henry accionaba el encendedor, ella vio algo que la dejó boquiabierta: del trasero de Patrick parecía brotar directamente un chorro de llama azul, como la llama piloto de un calentador de gas.

Los chicos volvieron a bramar de risa, mientras Beverly se retiraba tras el coche protector, ahogando otra vez locas risitas. Si reía no era porque aquello la divirtiera. Era divertido, en cierto modo, sí, pero sobre todo reía por una mezcla de profunda repulsión y espanto. Porque no conocía otro modo de medirse con lo que acababan de ver. Eso tenía alguna relación con las cosas de los chicos, pero no llegaba a ser el todo, ni siquiera la mayor parte de lo que sentía. Después de todo, sabía que los chicos tenían esas cosas; aquello podía considerarse como un vistazo de confirmación. Pero lo que estaban haciendo parecía tan extraño, ridículo y, al mismo tiempo, tan mortalmente primitivo, que se descubrió, a pesar de su acceso de hilaridad, buscando a tientas el centro de sí misma, con cierta desesperación.

Basta —pensó, como si ésa fuera la respuesta—. Basta, te van a oír, así que basta ya, Bevvie.

Pero eso era imposible. Todo lo que podía hacer era reír sin usar las cuerdas vocales para que la carcajada brotase de ella bajo la forma de resoplidos casi inaudibles, con las manos pegadas a la boca y las mejillas como manzanas, los ojos anegados en lágrimas.

—¡Joder, eso duele! —aulló Victor.

—¡Tres metros y medio! —vociferó Henry—. ¡Lo juro por la memoria de mi madre! ¡Tres metros y medio, tíos!

—¡Me importa una mierda! ¡Aunque fueran seis metros! ¡Me has quemado el culo! —bramó Victor.

Hubo más risas… Beverly, aún tratando de ahogar sus propias carcajadas detrás del coche, pensó en una película que había visto por televisión, con John Hall. Se trataba de una tribu de la selva que tenía un rito secreto. Quien lo veía era sacrificado a su dios, que era un gran ídolo de piedra. Eso no le impidió seguir riendo, pero dio a sus resoplidos un matiz casi frenético. Cada vez se parecían más a alaridos silenciosos. Le dolía el estómago. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

3

Si Henry, Victor, Belch y Patrick Hockstetter acabaron encendiéndose pedos en el vertedero, aquella calurosa tarde de julio, fue a causa de Rena Davenport.

Henry conocía las consecuencias de consumir grandes cantidades de alubias asadas. Ese efecto estaba muy bien expresado en la breve estrofa que le había enseñado su padre cuando aún llevaba pantalones cortos: «¡Oh, las alubias y los cohetes! Cuantas más comes, más ruido metes. Más ruido metes, más apetito. Y ya estás listo para otro platito».

Rena Davenport y su padre se cortejaban desde hacía casi ocho años. Ella era gorda, cuarentona y, por lo general, mugrienta. Henry imaginaba que algunas veces se acostaba con su padre, aunque no lograba hacerse una idea de cómo alguien podía aplastar su cuerpo contra el de Rena Davenport.

El orgullo de Rena eran sus alubias. Las dejaba en remojo durante la noche del sábado y las horneaba a fuego lento durante todo el domingo. A Henry no le disgustaban (después de todo, eran algo para llevarse a la boca y masticar), pero después de ocho años, cualquier cosa perdía su encanto.

Y Rena no se conformaba con hacer sólo un poco: preparaba alubias a montones. Los domingos al anochecer, cuando aparecía con su DeSoto verde (tenía un bebé de goma, desnudo, colgado del retrovisor, como si fuera el linchado más joven del mundo), solía traer un cubo de hierro galvanizado en el asiento trasero lleno de alubias humeantes. Esa noche comían los tres; Rena, siempre elogiando su propia mano para la cocina, mientras el loco de Butch gruñía y mojaba el pan en el jugo o le ordenaba callarse si transmitían un partido por radio y Henry se limitaba a comer, mirando por la ventana, perdido en sus pensamientos. Ante un plato de aquellas alubias dominicales había concebido la idea de envenenar al perro de Mike Hanlon. A la noche siguiente, Butch recalentaba otro poco. El martes y el miércoles, Henry llevaba un envase de Tupperware lleno de alubias para comer en la escuela. Hacia el jueves, viernes a más tardar, ni Henry ni su padre podían probar una sola más. Los dos dormitorios de la casa olían a pedos rancios a pesar de las ventanas abiertas. Entonces Butch tomaba los restos y los mezclaba con otros sobrantes de comida para alimentar a Bip y Bop, los dos cerdos. Con toda probabilidad, Rena aparecería al domingo siguiente con otro cubo humeante y el ciclo volvería a empezar.

Aquella mañana, Henry había puesto una enorme ración de alubias en su mochila. Las comieron entre los cuatro, a mediodía, sentados en el patio bajo la sombra de un gran olmo, hasta casi reventar.

Fue Patrick quien sugirió que fuesen al vertedero donde estarían solos en la tarde calurosa. Cuando llegaron, las alubias estaban haciendo su buen efecto.

4

Poco a poco, Beverly volvió a dominarse. Sabía que era preciso salir de allí; en todo caso, la retirada era menos peligrosa que estar en las cercanías. Ellos estaban concentrados en lo que estaban haciendo y, si lo malo llegaba a peor, les llevaría una buena ventaja. En el fondo de su mente había decidido también que, si lo peor llegaba a terrible, unos cuantos disparos con el Bullseye podrían frenarlos.

Estaba a punto de escabullirse cuando Victor dijo:

—Tengo que marcharme, Henry. Mi padre quiere que lo ayude a cosechar maíz.

—Oh, diablos —protestó Henry—. No se va a morir si no vas.

—Es que está furioso conmigo. Por lo del otro día.

—Si no sabe apreciar una broma, que se joda.

Beverly prestó más atención suponiendo que se referían a la gresca que acabó con la fractura de Eddie.

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