It (Eso) – Stephen King

Cogió a Stan y lo sacudió dos veces, con fuerza, sujetándolo por los hombros. Al chico le castañetearon los dientes; dejó caer el álbum. Mike lo recogió para apartarlo apresuradamente; después de lo que había visto no le gustaba tocarlo, pero era de su padre y comprendía, por intuición, que Will jamás vería allí lo que él había visto.

—No —dijo Stan, suavemente.

—Sí —dijo Bill.

—No —repitió Stan.

—Sí. T-t-todos…

—No.

—L-l-lo vi-vimos, Stan —insistió Bill, mirando a los otros.

—Sí —dijo Ben.

—Sí —dijo Richie.

—Sí —dijo Mike—. Oh, Dios mío, sí.

—Sí —dijo Bev.

—Sí —jadeó también Eddie, con la garganta cada vez más cerrada.

Bill miró a Stan, exigiéndole con los ojos que le sostuviera la mirada.

—N-n-no te de-dejes at-atrapar, tío —dijo—. T-t-tú también lo viste.

¡No quería verlo! —gimió Stan. El sudor le cubría la frente con un brillo grasoso.

—P-p-pe-pero lo-lo viste.

Stan miró a los otros, uno a uno, y se pasó la mano por el pelo corto con un largo suspiro tembloroso. Sus ojos parecieron despejarse de esa locura que tanto preocupara a Bill.

—Sí —dijo—. Sí, está bien. Sí. ¿Era eso lo que querías? Sí.

Bill pensó: Todavía estamos juntos. Eso no nos detuvo. Todavía podemos matarlo. Podemos matarlo… si somos valientes.

Miró a su alrededor y vio, en cada par de ojos, cierta medida de la misma historia. No era tan grave como la de Stan, pero allí estaba.

—S-S-Sí —dijo y sonrió al niño judío. Al cabo de un instante, Stan le devolvió la sonrisa. Su cara se liberó, en parte, de esa horrible expresión de espanto—. Eso e-e-era lo que yo que-quería, id-id-diota.

—Bip-bip, Dumbo —dijo Stan.

Y todos rieron. Con una risa chillona, histérica, pero mejor que no reír, pensó Bill.

—Va-va-vamos —dijo Bill, porque alguien tenía que decir algo—. Te-terminemos la c-c-casita. ¿Q-q-qué os pa-parece?

Leyó la gratitud en los ojos de todos y se alegró por ellos… pero esa gratitud no aliviaba en nada su propio espanto. En realidad, había en ella algo que le daba deseos de odiarlos. ¿Acaso jamás podría expresar su propio terror porque no cedieran los frágiles vínculos que los convertían en una sola cosa? Y ni siquiera era justo pensar eso, ¿verdad? Porque él estaba utilizándolos, por lo menos hasta cierto punto. Utilizaba a sus amigos, arriesgaba la vida de todos para ajustar las cuentas por la muerte de su hermano. ¿Y no había más que eso, en el fondo? Había más. Porque George estaba muerto. Y Bill sospechaba que, si era posible cobrar venganza, sólo era posible hacerlo por cuenta de los vivos. Entonces, ¿qué papel estaba jugando él? ¿El de una mierdita seca, armada de una espada de lata que trataba de parecerse al rey Arturo?

Jo, macho —gruñó, para sus adentros—. Si en esta clase de cosas deben pensar los adultos, prefiero no crecer.

Su resolución se mantenía firme, pero era una resolución amarga.

Muy amarga.

XV. EL POZO DE HUMO

1

Richie Tozier se sube las gafas al puente de la nariz (el gesto ya le resulta perfectamente familiar, aunque lleva veinte años usando lentillas) y piensa, algo sorprendido, que la atmósfera de la habitación ha cambiado mientras Mike recordaba el incidente con el pájaro, en la fundición, el álbum de su padre y la foto que se había movido.

Richie había sentido que allí crecía una energía loca, exaltante. Había tomado cocaína nueve o diez veces, en los dos últimos años (casi siempre en las fiestas, porque uno no quiere tener cocaína en su casa cuando se es un gran disc-jockey) y la sensación se parecía un poco a eso, aunque no exactamente. Ésta era más pura, más honda. Creía reconocer la sensación de su niñez, cuando la sentía a diario y acababa por considerarla algo natural. Suponía que, si de niño había pensado alguna vez en esa profunda fuente de energía (aunque no recordaba haberlo hecho), debía haberla considerado, simplemente, un hecho de la vida, algo que siempre estaría allí, como el color de sus ojos o sus horribles dedos de los pies, en forma de martillo.

Pero no había resultado así. La energía que uno derrocha siendo niño, la energía que uno cree inagotable, se escapa entre los dieciocho y los veintidós años reemplazada por algo mucho menos brillante, tan falso como la exaltación de la cocaína: decisión, metas, cualquiera de los términos que propone la Cámara de Comercio. No era nada notable porque no aparecía de un momento al otro, con un estallido. Y eso es lo que daba miedo, pensó Richie. El hecho de que uno no deja súbitamente de ser niño, con un fuerte ruido de explosión, como si estallasen esos globos de payaso. El chico que llevábamos dentro se escurre poco a poco, tal como el aire de un neumático pinchado. Y un día, al mirarnos al espejo, nos encontramos con la imagen de un adulto. Uno podía seguir llevando vaqueros y asistiendo a los conciertos de rock; uno podía teñirse el pelo, pero la cara del espejo seguía siendo cara de adulto. Tal vez todo ocurría mientras dormíamos, como la visita de los ratones que se llevaban los dientes de leche.

No —piensa—, los dientes no… los años.

Ríe en voz alta ante la estúpida extravagancia de esa imagen y, cuando Beverly lo interroga con la vista, descarta la cuestión con un gesto de la mano.

—Nada, nena —dice—. Sólo estaba pensando.

Pero esa energía ha vuelto. No, no ha vuelto del todo, al menos, todavía no, pero está volviendo. Y no sólo a él; siente cómo va llenando la habitación. Mike luce bien por primera vez desde que todos se reunieron para ese horrible almuerzo. Cuando Richie entró en el vestíbulo y vio a Mike allí, sentado con Ben y Eddie, pensó, espantado. Ese hombre se está volviendo loco, tal vez se prepara para suicidarse. Pero ahora esa expresión ha desaparecido. No porque esté sublimada: ha desaparecido, en verdad. Richie, allí sentado, vio cómo se borraban los restos, mientras revivía la experiencia del pájaro y el álbum. Está energetizado. Y lo mismo ocurre con los otros. Se nota en la cara, en la voz, en el gesto de cada uno.

Eddie se sirve otra medida de ginebra con zumo de ciruelas. Bill bebe un poco de whisky y Mike abre otra lata de cerveza. Beverly echa un vistazo a los globos que Bill ha atado a la microfilmadora y acaba, apresuradamente, su tercer vodka con naranja. Todos han estado bebiendo con entusiasmo, pero ninguno está ebrio. Richie no sabe de dónde sale la energía que siente, pero no es del licor.

LOS NEGROS DE DERRY SON UNOS PÁJAROS TONTOS: azul.

LOS PERDEDORES SIGUEN PERDIENDO, PERO STANLEY URIS SE HA PUESTO A LA CABEZA: naranja.

Por Dios —piensa Richie, abriendo otra cerveza—, bastante malo es que Eso pueda transformarse en cualquier monstruo, a voluntad, y bastante malo es que pueda alimentarse de nuestros temores. Pero además, resulta ser un chistoso aficionado a los juegos de palabras.

Es Eddie quien rompe el silencio.

¿Hasta dónde creéis que Eso sabe lo que está pasando aquí? —pregunta.

—Estaba aquí, ¿no? —observa Ben.

—No creo que eso quiera decir gran cosa —responde Eddie.

Bill asiente.

Ésas son sólo imágenes —dice—. No estoy seguro de que Eso pueda vernos ni saber lo que hacemos. Uno puede ver al locutor de televisión, pero él a nosotros no.

—Esos globos no son sólo imágenes —dice Beverly, señalándolos con el pulgar—. Son reales.

—Eso no es cierto —interviene Richie y todos lo miran—. Las imágenes son reales. Estoy seguro. Son…

Y de pronto, otra cosa cae en su sitio, algo nuevo; cae en su sitio con una fuerza tan firme que él se cubre las orejas con las manos. Sus ojos se ensanchan detrás de las gafas.

—¡Oh, Dios mío! —grita súbitamente.

Busca a tientas la mesa y se levanta a medias, pero vuelve a caer en la silla con un golpe sordo, como si no tuviera huesos. Derrama su lata de cerveza al tratar de cogerla, la recoge y bebe el resto. Mira a Mike, mientras los otros lo observan, sorprendidos y preocupados.

—¡El ardor! —dice, casi gritando—. ¡El ardor en los ojos! ¡Mike! El ardor que sentía en los ojos…

Mike asiente con la cabeza, sonriendo sombríamente.

¿Ri-Richie? —inquiere Bill—. ¿Q-q-qué pasa?

Pero Richie apenas lo oye. La fuerza del recuerdo se abate sobre él como una marea, dándole frío y calor, alternativamente. De pronto comprende por qué esos recuerdos han vuelto uno a uno. Si hubiese recordado todo al mismo tiempo, esa fuerza habría sido como un cañonazo psicológico disparado a dos centímetros de su sien: le habría hecho volar la cabeza.

¡Lo vimos llegar! —dice a Mike—. Tú y yo vimos cómo llegaba Eso, ¿verdad? ¿O fui sólo yo? —Toma a Mike de la mano, que está apoyada en la mesa—. ¿Tú también lo viste, Mike? ¿El incendio forestal, el cráter?

—Lo vi —confirma Mike, en voz baja, estrechando la mano de Richie.

El otro cierra los ojos por un instante, pensando que jamás ha sentido un alivio tan cálido y poderoso en toda su vida, ni siquiera cuando el jet de Los Ángeles a San Francisco patinó en la pista y se detuvo a un lado sin que nadie saliese siquiera herido, sin más que algunas maletas caídas. Él había saltado al tobogán de emergencia y había ayudado a una mujer, que se había torcido el tobillo. La mujer reía, repitiendo: «No puedo creer que no haya muerto, no puedo creerlo». Richie, que la llevaba casi en vilo con un brazo, mientras hacía señas con el otro a los bomberos, dijo: «Bueno, le diré que está muerta. Está muerta. ¿Se siente mejor ahora?». Los dos rieron como locos, pero era una carcajada de alivio. Este alivio, sin embargo, es mayor.

—¿De qué habláis vosotros dos? —pregunta Eddie, mirándolos alternativamente.

Richie mira a Mike, pero el bibliotecario sacude la cabeza.

—Dilo tú, Richie. Yo ya he hablado bastante por hoy.

—Vosotros no lo sabéis o tal vez no lo recordáis, porque salisteis —les dice Richie—. Mikey y yo fuimos los últimos indios que se quedaron en el agujero de humo.

—El agujero de humo —musita Bill. Sus ojos están lejanos y azules.

—El ardor de mis ojos —dice Richie—, bajo las lentillas. Lo sentí por primera vez después de que Mike me telefoneó a California. En ese momento no supe qué era, pero ahora sí. Era humo; humo de veintisiete años atrás. —Mira a Mike—. ¿Psicológico, dirías? ¿Psicosomático? ¿Algo surgido del subconsciente?

—Yo no diría eso —responde Mike, en voz baja—. Lo que sentiste fue tan real como esos globos, como la cabeza que vi en la nevera o como el cadáver de Tony Tracker que vio Eddie. Cuéntales, Richie.

—Fue cuatro o cinco días después de que Mike llevara el álbum de su padre a Los Barrens. Un día de mediados de julio, creo. La casita ya estaba terminada. Pero… lo de la chimenea fue idea tuya, Parva. La sacaste de un libro.

Ben asiente, sonriendo un poquito.

Richie piensa: Ese día estaba muy nublado. No había brisa. Truenos en el aire. Como aquel día, un mes después, en que formamos un circulo, de pie en el arroyo y Stan nos cortó la mano con un trozo de botella. El aire estaba inmóvil, como si esperase que ocurriera algo. Más tarde, Bill dijo que por eso aquello se había puesto insoportable enseguida: porque no había brisa.

El 17 de julio. Sí, ése fue el día del pozo de humo. El 17 de julio de 1958. Casi un mes después de que terminaron las clases y se formó el núcleo de los Perdedores (Bill, Eddie y Ben) allá en Los Barrens. Dejadme ver el parte meteorológico de aquel día de hace casi veintisiete años —pensó Richie—, y os diré lo que decía antes de leerlo: Richie Tozier, alias el Gran Mentalista. «Cálido, húmedo, probabilidad de tormenta. Y cuidado con las visiones que pueden sorprenderos mientras estáis en el agujero del humo».

Aquello ocurrió dos días después de ser descubierto el cadáver de Jimmy Cullum, un día después de que el señor Nell volviera a Los Barrens y se sentara directamente sobre la casita sin saber de su existencia, porque por entonces le habían puesto la trampilla y el mismo Ben había dirigido minuciosamente la aplicación del pegamento y los panes de césped. A menos que uno se pusiera en cuatro patas y gateara por ahí, no tenía la menor idea de que hubiese algo. Como la represa, la casita de Ben había sido un éxito rotundo, pero el señor Nell no tenía noticias de ella.

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