It (Eso) – Stephen King

No había dolor… pero sí una horrible sensación de drenaje. Aullando, girando sobre sí, golpeándose la cabeza y el cuello con las manos llenas de sanguijuelas, Patrick Hockstetter pensaba: Esto no es real, sólo un mal sueño, no te preocupes, no es real, nada es real…

Pero la sangre que brotaba de las sanguijuelas reventadas parecía muy real, igual que el zumbido de sus alas… y su propio terror.

Una de ellas se metió debajo de su camisa y se le adhirió al pecho. Mientras le pegaba frenéticamente, observando la mancha de sangre que se esparcía sobre ese lugar, otra cayó en su ojo derecho. Patrick lo cerró, pero no sirvió de nada: sintió el breve ardor al hundirse la trompa en su párpado para chuparle el fluido del globo ocular. Patrick sintió que el ojo se derrumbaba dentro de la cuenca. Aulló otra vez. Una sanguijuela aprovechó para entrar en su boca y anidar en su lengua.

Todo era casi indoloro.

Patrick avanzó a tropezones, agitando los brazos por el sendero que llevaba al depósito de coches viejos. Los parásitos le colgaban de todo el cuerpo. Algunos chuparon hasta llenarse y reventaron como globos. Cuando eso ocurría con los más grandes, bañaban a Patrick con un chorro de su propia sangre. La sanguijuela que tenía en la boca se iba hinchando; abrió las mandíbulas, pues su único pensamiento coherente era que no debía reventar allí, no debía, no debía.

Pero reventó allí. Patrick despidió un chorro de sangre y carne de parásito como si fuera un vómito. Cayó en la mezcla de polvo y grava y rodó sobre sí, siempre gritando. Poco a poco, el ruido de sus propios aullidos se fue borrando, como si se alejase.

Un momento antes de perder el sentido, vio que una silueta salía desde atrás del último coche abandonado. Al principio, Patrick pensó que era un hombre, tal vez Mandy Fazio. Estaba salvado. Pero al acercarse la silueta, vio que su cara era como cera derretida. A veces empezaba a endurecerse y se parecía a algo —o a alguien—, pero enseguida volvía a desdibujarse, como si no lograse decidir quién o qué deseaba ser.

—Hola y adiós —dijo una voz burbujeante, por debajo del sebo derretido de sus facciones. Patrick trató de aullar otra vez. No quería morir. Por ser la única persona «real», no podía morir. Si moría, todos los habitantes del mundo morirían con él.

La forma humana se apoderó de sus brazos, incrustados de sanguijuelas, y empezó a arrastrarlo hacia Los Barrens. La mochila llena de libros, manchada de sangre, iba dando tumbos tras él, aún enredada a su cuello. Patrick, que seguía tratando de gritar, perdió la conciencia.

Despertó sólo una vez: fue cuando, en algún infierno oscuro, maloliente, mojado, donde no brillaba luz alguna, ni un solo rayo de luz, Eso comenzó a alimentarse.

6

En un principio, Beverly no comprendió muy bien lo que estaba viendo ni lo que pasaba. Sólo sabía que Patrick Hockstetter había empezado a debatirse, a bailar, a dar gritos. Se levantó con cautela, sosteniendo el tirachinas en una mano y dos de las municiones en la otra. La voz de Patrick seguía oyéndose por el camino, chillando a todo pulmón. En ese momento Beverly fue, de pies a cabeza, la encantadora mujer en que se convertiría; si Ben Hanscom hubiera estado allí para verla en ese momento, tal vez su corazón no lo habría resistido.

Estaba erguida en toda su estatura, con la cabeza inclinada a la izquierda, los ojos dilatados y el pelo peinado en dos trenzas que había rematado con dos pequeñas cintas de terciopelo rojo. Su postura era de concentración absoluta, felina, como de lince. Había apoyado el peso del cuerpo sobre el pie izquierdo girando el torso a medias, como si fuera a correr tras Patrick. El pantaloncito desteñido dejaba asomar el borde de sus bragas amarillas. Más abajo se estiraban las piernas ya suavemente musculosas, bellas a pesar de las costras, los moretones y las manchas de polvo.

Es una trampa. Te ha visto, sabe que probablemente no puede alcanzarte en una carrera y por eso trata de que te acerques. ¡No lo hagas, Bevvie!

Pero otra parte de ella encontraba demasiado dolor, demasiado miedo en esos alaridos. Quería ver qué le había pasado a Patrick con más claridad, si algo había pasado. Había querido, sobre todo, entrar en Los Barrens por un camino diferente para no presenciar esa locura.

Los gritos de Patrick cesaron. Un momento después, Beverly oyó que alguien hablaba…, pero comprendió que eso tenía que ser su propia imaginación. Oyó la voz de su padre, que decía: «Hola y adiós». Su padre no estaba siquiera en Derry ese día. Había salido hacia Brunswick a las ocho, con Joe Tammerly, para recoger un camión. Sacudió la cabeza como para despejarla. La voz no volvió a dejarse oír. Había sido su imaginación, obviamente.

Salió de entre los matorrales al sendero, lista para correr en cuanto viera a Patrick abalanzarse sobre ella; sus reacciones se centraron sobre gatillos tan sensibles como bigotes de gato. Miró el sendero y sus ojos se dilataron. Allí había sangre. Mucha sangre.

Sangre artificial —insistió su mente—. Por cuarenta y nueve centavos puedes comprar un frasco en la tienda de Dahlie. ¡Ten cuidado, Bevvie!

Se arrodilló para tocar la sangre con los dedos y la examinó con atención. No era falsa.

Entonces sintió un destello caliente en el brazo izquierdo, justo por debajo del codo. Echó un vistazo y vio algo que, al principio, tomó por un abrojo. No, no podía ser un abrojo. Los abrojos no se retuercen ni aletean. Esa cosa estaba viva. Un momento después notó que la estaba picando. Lo golpeó con el dorso de la mano derecha, y la cosa estalló, salpicando sangre. Bev retrocedió un paso, preparándose para gritar ahora que todo había terminado… y entonces vio que aquello no había terminado en absoluto. La cabeza informe de aquella cosa seguía clavada en su carne.

Con un chillido de asco y miedo, tiró de ella y vio salir la trompa de su brazo, como una daga pequeña, chorreando sangre. Entonces comprendió qué era la sangre del sendero, oh, sí, y sus ojos volaron a la nevera.

La puerta se había cerrado otra vez, pero varios de los parásitos estaban fuera reptando torpemente sobre el esmaltado blanco, herrumbroso. Ante la vista de Beverly, uno de ellos desplegó sus alas membranosas, como de mosca, y zumbó hacia ella.

La chica actuó sin pensar: cargó una de las municiones de acero en la taza del Bullseye y tiró del elástico hacia atrás. Al flexionar los músculos del brazo izquierdo, vio que la sangre brotaba a borbotones del orificio que aquello había dejado en su brazo. Soltó la goma, de cualquier modo, apuntando inconscientemente a la bestia voladora.

¡Mierda fallé!, pensó en el momento en que el proyectil salía disparado como un fragmento de luz parpadeante bajo el sol neblinoso. Más tarde diría a los otros Perdedores que estaba segura de haber fallado, así como el jugador de bolos sabe que su tiro ha sido malo en cuanto la bola abandona sus dedos. Pero entonces vio que el proyectil describía una curva. Sucedió en una fracción de segundo, pero la impresión fue muy clara: había descrito una curva. Golpeó a la cosa voladora, convirtiéndola en pasta. Una lluvia de gotitas amarillentas cayó sobre el sendero.

Beverly retrocedió lentamente, con los ojos dilatados y los labios estremecidos, la cara bañada de un blanco grisáceo, espantada. Mantenía la vista clavada en la puerta de la nevera por si alguna de esas otras cosas la olfateaba o percibía su presencia. Pero los parásitos se limitaron a arrastrarse lentamente, como moscas de otoño aturdidas por el frío.

Por fin giró en redondo y echó a correr.

El pánico latía oscuramente en sus pensamientos, pero no cedió del todo. Llevaba el tirachinas en la mano izquierda y, de vez en cuando, miraba por encima del hombro. Aún había sangre salpicando el sendero y las hojas de los matorrales, como si Patrick hubiese avanzado en zigzag al correr.

Beverly irrumpió otra vez en la zona de los coches abandonados. Delante de ella había un charco de sangre más ancho que apenas comenzaba a absorber la tierra pedregosa. El suelo parecía removido, con marcas oscuras trazadas en la blanca superficie polvorienta. Como si hubiese habido lucha en ese sitio. Dos surcos, separados por cuarenta o cincuenta centímetros, se alejaban de allí.

Beverly se detuvo, jadeando. Echó una mirada a su brazo y comprobó, aliviada, que el flujo de sangre iba menguando, aunque tenía chorreaduras hasta la palma de la mano. Empezaba a sentir dolor, una palpitación sorda y pareja, como se siente en la boca una hora después de la visita al dentista, cuando empieza a pasar el efecto de la novocaína.

Volvió a mirar atrás y, al no ver nada, se dedicó a estudiar aquellos surcos que se apartaban de los coches abandonados y del vertedero para perderse en Los Barrens.

Esas cosas estaban en la nevera. Seguramente se lanzaron todas sobre él; basta con ver toda esta sangre. Llegó hasta aquí y luego

(hola y adiós)

pasó algo más. ¿Qué?

Tenía mucho miedo de saberlo. Las sanguijuelas eran una parte de Eso y habían llevado a Patrick hacia otra parte de Eso, tal como se lleva a un venado enloquecido de pánico hacia el matadero.

¡Vete de aquí! ¡Vete, Bevvie!

Pero siguió los surcos cavados en la tierra apretando el Bullseye en la mano sudorosa.

¡Por lo menos, ve en busca de los otros!

Iré… dentro de un momento.

Siguió caminando. Seguía los surcos por una superficie que se inclinaba hacia abajo, cada vez más blanda. Los siguió otra vez hasta el follaje denso. Una cigarra chirriaba, estridente; de pronto quedó en silencio. Los mosquitos le aterrizaban en el brazo surcado de sangre. Los apartó a manotazos, mordiéndose el labio inferior.

Allá delante había algo en el suelo. Lo recogió para mirarlo. Era una billetera hecha a mano de las que hacían los chicos en el curso de manualidades del Centro Cívico. Sólo que, obviamente, el autor de ésa no era muy buen artesano: las puntadas de plástico ya se estaban soltando y el compartimiento para billetes flameaba como boca floja. En el monedero había una moneda de veinticinco centavos. La billetera sólo contenía, aparte de eso, una credencial de la biblioteca, extendida a nombre de Patrick Hockstetter. Beverly arrojó la billetera a un lado, tal como estaba, y se limpió los dedos en los pantaloncitos.

Quince metros más allá encontró una zapatilla. La maleza era ya demasiado densa y no le permitía seguir la huella de los surcos, pero no hacía falta ser rastreador para distinguir las salpicaduras de sangre.

El rastro descendía, serpenteante, por un soto empinado. Bev perdió pie y resbaló; los espinos la arañaron. Unas líneas de sangre fresca aparecieron en la parte alta del muslo. Ahora respiraba aceleradamente; el pelo, sudoroso, se le pegaba al cráneo.

Las manchas de sangre llegaban hasta uno de los difusos senderos abiertos en Los Barrens con el Kenduskeag a poca distancia. Allí estaba la otra zapatilla de Patrick, con los cordones ensangrentados.

Beverly se aproximó al río con el Bullseye medio estirado. Los surcos habían reaparecido, ahora menos profundos. Eso es porque perdió las zapatillas, se dijo ella.

Caminó por el último recodo del camino y se encontró frente al río. Los surcos bajaban hasta la orilla y, por fin, llegaban hasta uno de esos cilindros de cemento: una de las estaciones de bombeo. Allí se interrumpían. La tapa de hierro que coronaba ese cilindro estaba un poco entreabierta.

Al inclinarse hacia ella para mirar abajo, una gruesa y monstruosa risita brotó súbitamente del interior.

Eso fue demasiado. El pánico que venía amenazándola descendió, por fin. Beverly giró en redondo y huyó hacia el claro, hacia la casita, con el brazo ensangrentado protegiéndose la cara de las ramas que la fustigaban.

A veces yo también me preocupo, papá —pensó, descabelladamente—. A veces me preocupo MUCHO.

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