It (Eso) – Stephen King

—Van a dar un rodeo para alcanzarnos por detrás, Gran Bill —señaló Richie, ajustándose las gafas.

—N-n-no imp-importa —dijo Bill—. Si-sigue, B-B-ben.

Ben trotó a lo largo del terraplén. Se detuvo temiendo que Henry y los otros surgieran ante sus narices en cualquier momento y vio la estación de bombeo veinte metros más adelante. Los otros lo siguieron hasta allí. Había otros cilindros en la ribera opuesta; uno estaba bastante cerca; el otro, cuarenta metros corriente arriba. Esos dos estaban arrojando torrentes de agua lodosa al Kenduskeag, pero del caño que sobresalía en la ribera, debajo del que tenían delante, sólo caía un chorrito. Y tampoco zumbaba. Ben se dio cuenta de que la maquinaria de bombeo estaba estropeada.

Miró a Bill, pensativo… y algo asustado.

Bill miraba a Richie, a Stan, a Mike.

—T-t-tenemos que sa-sa-sacar la t-t-tapa —dijo—. Ay-yu-Ayudadme.

La tapa de hierro tenía asas, pero la lluvia las había hecho resbaladizas; además, era increíblemente pesada. Ben se puso junto a Bill que corrió un poquito las manos para abrirle espacio. El chico oía que el agua goteaba dentro con un ruido desagradable, lleno de ecos, como el del agua que cae en un pozo.

—¡Y-ya! —gritó Bill.

Los cinco tiraron al unísono y la tapa se movió con un desagradable chirrido.

Beverly se puso junto a Richie. Eddie aplicó su brazo sano.

—Uno, dos, tres, ¡empujad! —ordenó Richie.

La tapa chirrió un poco más, deslizándose del cilindro, y dejó al descubierto una media luna de oscuridad.

—Uno, dos, tres, ¡empujad!

La media luna creció.

—Uno, dos, tres, ¡empujad!

Ben empujó hasta que aparecieron puntos rojos en su visión.

—¡Apartaos! —gritó Mike—. ¡Allá va!

Se apartaron mientras la gran tapa circular perdía el equilibrio y caía. Cavó un tajo en la tierra mojada y aterrizó invertida, dejando escurrir los escarabajos de su cara inferior que se refugiaron en el pasto.

—Ajj —dijo Eddie.

Bill echó un vistazo al interior. Había peldaños de hierro que descendían a un estanque circular de agua negra cuya superficie estaba poceada por la lluvia. La silenciosa bomba cavilaba en medio de todo eso, semisumergida. Bill vio que el agua fluía hacia la estación de bombeo desde la boca de la tubería de entrada. Con una sensación de oquedad en las entrañas, pensó: Y por aquí tenemos que entrar. Por aquí.

—E-e-eddie, su-sujétate a m-m-mí.

Eddie lo miró, sin comprender.

—Aúp-aúpate. T-t-te sost-t-tienes con el bra-con el brazo sano.

E hizo una demostración. Eddie comprendió, pero se mostró reacio.

—Rápido —le espetó Bill—. ¡Ya v-v-vienen!

Eddie rodeó el cuello de Bill. Stan y Mike lo impulsaron hacia arriba para que pudiera ceñir las piernas a la cintura de su amigo. Cuando Bill se introdujo, torpemente, por la boca del cilindro, Ben notó que Eddie tenía los ojos fuertemente cerrados.

Sobre el ruido de la lluvia se oía otro: ramas azotadas, tronquitos rotos, voces. Henry, Victor y Belch. La carga de la caballería más fea del mundo.

Bill aferró el tosco borde del cilindro y se dejó caer tanteando cuidadosamente cada peldaño. Estaban resbaladizos. Eddie estaba ahogándolo. Resultaba una demostración bastante gráfica de lo que debía de ser el asma.

—Tengo miedo —susurró Eddie.

—Yo-yo también.

Soltó el borde de cemento y se sujetó del primer peldaño. Aunque Eddie lo asfixiaba y parecía haber aumentado veinte kilos, se detuvo un momento para mirar Los Barrens, el Kenduskeag, las nubes lanzadas a toda velocidad. Una voz interior (sin miedo, firme) le indicaba que mirase bien por si jamás volvía a ver el mundo de arriba.

Miró. Luego inició el descenso con Eddie aferrado a su espalda.

—No puedo más —balbuceó Eddie.

—Ya f-f-falta poco.

Uno de los pies de Bill tocó agua helada. Buscó el peldaño siguiente y lo encontró. Había otro más. Después terminaba la escalerilla. Quedó hundido hasta la rodilla en el agua, junto a la bomba.

Miró hacia la boca del cilindro. Estaba unos tres metros por encima de su cabeza. Los otros, agrupados alrededor de ella, miraban hacia abajo.

—¡Ba-ba-bajad! —gritó—. ¡De-de uno en uno! ¡Daos pr-risa!

Beverly fue la primera. Stan la siguió. Después bajaron los otros. Richie, el último, esperó para ver el avance de Henry y sus amigos. Por el ruido que hacían, se le ocurrió que pasarían algo más a la izquierda, no tanto como para que el resultado cambiase.

En ese momento, Victor aulló:

—¡Henry! ¡Allá! ¡Tozier!

Henry los vio correr en su dirección. Victor iba adelante, pero Henry le dio un empujón tal que lo arrojó de rodillas. Llevaba un arma blanca, sí, una navaja bastante grande de la que caían gotas de agua.

Richie miró hacia el interior del cilindro. Ben y Stan estaban ayudando a Mike a abandonar la escalerilla. Él también franqueó el borde. Henry, al comprender lo que estaba haciendo, le gritó. Richie, con una risa salvaje, plantó la mano izquierda en la articulación del brazo derecho y levantó el puño hacia arriba en el gesto que quizá sea el más antiguo del mundo. Para asegurarse de que Henry comprendiera bien, levantó el dedo medio.

—¡Morirás ahí abajo! —aulló Henry.

—¡Demuéstralo! —desafió Richie, riendo. Estaba aterrorizado ante la perspectiva de bajar por esa garganta de cemento, pero no podía dejar de reír. Y trompeteó con la voz de policía irlandés—: ¡Jesús, María y José! ¡La suerte de los irlandeses no se acaba nunca, mi buen amigo!

Henry resbaló en la hierba mojada y cayó sobre el trasero, espatarrado, a seis metros de donde estaba Richie con el pie en el primer peldaño y el torso fuera.

—¡Eh, talón de plátano! —gritó, delirante de triunfo, antes de bajar velozmente por la escalerilla.

Estuvo a punto de caer por lo resbaladizo de esos peldaños, pero Bill y Mike lo sujetaron. Se encontró hundido en el agua hasta las rodillas; los otros formaban un círculo alrededor de la bomba. Temblaba de pies a cabeza; estremecimientos fríos y calientes se perseguían por su espalda. Y aún no podía dejar de reír.

—Si lo hubieses visto, Gran Bill, más torpe que nunca… No puede abandonar esa maldita costumbre de…

La cabeza de Henry apareció en la abertura circular, llena de arañazos y magulladuras. Sus ojos echaban chispas.

—¡Mamones! —bramó—. ¡Ahora bajo! Ahora veréis lo que es bueno.

Pasó una pierna por el borde y buscó con el pie el primer peldaño. Al encontrarlo, pasó la otra.

Bill, en voz bien alta, ordenó:

—Cu-cu-cuando esté b-b-bastante ce-cerca, lo ag-ag-agarramos entrrre to-todos. L-lo t-t-tiramos abajo y lo hu-hundimos. ¿En-n-ntendi-dido?

—Entendido, jefe —dijo Richie y le hizo el saludo militar con una mano temblorosa.

—Entendido —dijo Ben.

Stan hizo un guiño a Eddie, que no entendía lo que estaba pasando… salvo, tal vez, que Richie se había vuelto loco. Reía como chiflado mientras Henry Bowers, el temido Henry Bowers, bajaba para matarlos a todos como a ratas en un barril.

—¡Todos listos para atraparlo, Bill! —gritó Stan.

Henry quedó petrificado en el tercer peldaño. Miró a los Perdedores por encima del hombro. Por primera vez, su cara parecía expresar dudas.

Y de pronto Eddie comprendió: si bajaban, tendrían que hacerlo de uno en uno. Había demasiada altura para descolgarse de un salto, sobre todo considerando que aterrizarían sobre la maquinaria de bombeo. Y allí estaban los siete, esperando, en un círculo cerrado.

—Ba-ba-baja, He-Henry —invitó Bill, simpático—. ¿A q-q-qué esp-esperas?

—Claro —gorjeó Richie—. ¿No te gusta pegarles a los más pequeños? Baja, Henry.

—Estamos esperando, Henry —agregó Bev dulcemente—. No creo que te guste, cuando llegues abajo, pero si quieres, baja.

—A menos que seas un gallina —agregó Ben. Y empezó a cloquear.

Richie lo imitó inmediatamente. Un momento después, todos cloqueaban. Aquel cacareo burlón reverberó entre las paredes húmedas y chorreantes. Henry los miraba con la navaja aferrada en la mano izquierda y la cara del color de los ladrillos viejos. Aguantó unos treinta segundos y volvió a subir. Los Perdedores lo despidieron con silbidos e insultos.

—B-b-bueno —dijo Bill, en voz baja—. Va-vamos p-por e-e-esa tu-tu-tubería. Pronto.

—¿Por qué? —preguntó Beverly.

Bill se ahorró el esfuerzo de explicárselo porque Henry reapareció en el borde del cilindro y dejó caer una piedra del tamaño de un balón de fútbol. Beverly soltó un alarido y Stan empujó a Eddie contra el muro circular con un grito ahogado. La roca golpeó contra la herrumbrada maquinaria produciendo un sonido musical. Rebotó a la izquierda y chocó contra el muro de cemento, pasando a un palmo de Eddie. Un fragmento de cemento se le clavó dolorosamente en la mejilla. Por fin, la piedra cayó en el agua con un chapoteo.

—¡Rá-rá-rápido! —gritó Bill, otra vez, y todos se arracimaron contra la tubería de ingreso. Medía un metro y medio de diámetro, aproximadamente. Bill hizo que todos entraran uno a uno (una vaga imagen circense: todos los payasos amontonados en un coche pequeñito, pasó por su conciencia en un destello meteórico; años más tarde usaría esa misma imagen en un libro titulado Los rápidos negros). Fue el último en subir después de haber esquivado otra piedra. Ante la vista del grupo cayeron más proyectiles que rebotaron contra la bomba en ángulos extraños.

Cuando las piedras dejaron de caer, Bill miró hacia fuera y vio que Henry bajaba otra vez por la escalerilla a toda prisa.

—¡Cogedlo! —gritó a los otros.

Richie, Ben y Mike asomaron tras él. Richie saltó a buena altura y sujetó a Henry por el tobillo. El matón, soltando una maldición, sacudió la pierna como si tratase de sacudirse un perrito de dientes afilados. Richie se cogió de un peldaño para subir un poco más y logró hundir los dientes en el tobillo de Henry. El otro dio un grito y subió deprisa. Uno de sus mocasines cayó al agua, hundiéndose en el acto.

—¡Me ha mordido! —gritaba Henry—. ¡Ese malnacido me ha mordido!

—Sí, y para tu suerte en primavera me pusieron la antitetánica —contestó Richie.

—¡Aplastadlos! —ordenó Henry, delirante—. ¡Hacedlos puré, devolvedlos a la edad de piedra, aplastadles los sesos!

Volaron más piedras. Los chicos retrocedieron velozmente hacia la tubería. Mike recibió un cascote en el brazo y se lo apretó con fuerza haciendo una mueca de dolor hasta que el ardor fue cediendo.

—Estamos empatados —observó Ben—. Ellos no pueden bajar y nosotros no podemos subir.

—E-e-es que no deb-debemos subir —apuntó Bill, en voz baja— y todos vosotros lo sabéis. S-s-s-se su-su-supone que no sald-d-dremos de a-a-aquí.

Todos lo miraron, doloridos de ojos, temerosos. Nadie dijo nada.

La voz de Henry, disfrazando la ira de burla, flotó hacia abajo:

—¡Podemos esperar todo el día, niñatos!

Beverly había girado en redondo y estaba mirando hacia el interior de la tubería. La luz se perdía muy pronto y no se distinguía demasiado. Se trataba de un túnel de hormigón lleno hasta la tercera parte de agua precipitada. Notó que ahora llegaba más arriba que cuando habían entrado. Eso se debía a que, por no funcionar la bomba, sólo parte del agua caía al Kenduskeag. Sintió una punzada de claustrofobia en la garganta que le convirtió la carne en una especie de franela. Si el agua seguía ascendiendo, todos se ahogarían.

—¿Es preciso, Bill?

Él se encogió de hombros. Eso lo decía todo. Sí, era preciso. ¿Qué remedio cabía? ¿Dejarse matar en Los Barrens por Henry, Victor y Belch? ¿O por alguna otra cosa, tal vez peor, en la ciudad? Ella comprendió, por fin, La idea; los hombros de Bill no habían tartamudeado al encogerse. Era mejor ir en busca de Eso. De frente, como en una película de vaqueros. Era más limpio, más valiente.

Richie dijo:

—¿Cómo se llamaba ese rito del que nos hablaste, Gran Bill? El que leíste en el libro de la biblioteca.

—Ch-Ch-Chüd —dijo Bill, sonriendo.

—Chüd —asintió Richie—. Uno muerde la lengua de Eso y Eso te muerde la tuya. ¿No es así?

—S-s-sí.

—Y después se cuentan chistes.

Bill asintió.

—Qué curioso —comentó Richie, mirando hacia la larga tubería—. No se me ocurre ninguno.

—A mí tampoco —dijo Ben.

Sentía un miedo pesado en el pecho, casi sofocante. Lo único que le impedía sentarse en el agua para llorar como un bebé o volverse, simplemente, loco, era la presencia tranquila y segura de Bill… y Beverly. Preferiría morir antes que revelar ante Beverly lo asustado que estaba.

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