It (Eso) – Stephen King

Mike sacudió la cabeza.

—La madre estaba tendiendo ropa en el patio trasero. Oyó el ruido de un forcejeo y un grito de su hijo. Corrió tanto como pudo. Mientras subía la escalera dice haber oído que el depósito del baño se vaciaba repetidas veces. Después, la risa de alguien. Dijo que no parecía humana.

—¿Y no vio a nadie? —preguntó Eddie.

—A su hijo —dijo Mike, simplemente—. Tenía la columna rota y el cráneo fracturado. La mampara de la ducha tenía el vidrio roto. Había sangre por todas partes. La madre está ahora en el Instituto de Salud Mental de Bangor. Mi…, mi informante policial dice que ha enloquecido.

—No me extraña, joder —dijo Richie con voz ronca—. ¿Quién tiene cigarrillos?

Beverly le dio uno. Richie lo encendió con mano temblorosa.

—La teoría policial es que el asesino entró por la puerta de la calle mientras la señora Cowan tendía ropa en el fondo. Después, mientras ella subía por la escalera de atrás, suponen que él saltó desde la ventana del baño al patio que ella acababa de abandonar. Pero la ventana es muy pequeña. A un niño de siete años le costaría pasar por allí. Y caería desde siete metros y medio a un patio de luces. A Rademacher no le gusta hablar de estas cosas y ningún periodista (ninguno del News, por cierto) lo ha presionado al respecto.

Mike tomó un sorbo de agua y pasó otra fotografía. Ésta no había sido tomada por la policía: era otra foto escolar. Mostraba a un niño sonriente, de unos trece años, quizá, vestido con sus mejores galas, con las manos pulcramente cruzadas en el regazo, pero con un destello travieso en los ojos. Era negro.

—Jeffrey Holly —dijo Mike—. El trece de mayo. Una semana después de que asesinaron al niño Cowan. Vientre desgarrado. Lo encontraron en el parque Bassey, junto al canal.

»Nueve días después, el veintidós de mayo, un niño de quinto curso, llamado John Feury, apareció muerto en Neibolt Street.

Eddie emitió un gritito agudo y tembloroso. Buscó a tientas su inhalador y lo hizo caer de la mesa. El artefacto rodó hasta Bill, que lo recogió. La cara de Eddie había tomado un color amarillo enfermizo. El aliento le silbaba fríamente en la garganta.

—¡Dadle algo de beber! —bramó Ben—. Que alguien le consiga…

Pero Eddie movió la cabeza. Accionó su inhalador contra la garganta y el pecho le dio una sacudida aceptando un trago de aire. Volvió a accionar el aparato otra vez y se reclinó en el asiento con los ojos entornados, jadeando.

—Ya pasará —jadeó—. Dadme un minuto y estaré con vosotros.

—¿Estás seguro, Eddie? —preguntó Beverly—. Quizá te convendría acostarte…

—Ya pasará —repitió él, quejumbroso—. Fue sólo… la impresión. Ya me comprendéis. La impresión. Me había olvidado completamente de Neibolt Street.

Nadie contestó. No hacía falta. Bill pensaba: «Uno cree haber llegado al límite de su capacidad y entonces Mike saca a relucir otro nombre y otro, como un brujo negro con el sombrero lleno de trucos malignos y uno cae otra vez de culo».

Era demasiado para que pudieran enfrentarlo todo de una vez, ese relato de inexplicable violencia, dirigida directamente, de algún modo, a las seis personas allí reunidas. Al menos, eso sugería la foto de George.

—A John Feury le faltaban ambas piernas —prosiguió Mike, suavemente—, pero el forense dice que se las arrancaron después de morir. Le falló el corazón. Parece haber muerto de miedo, literalmente. Lo encontró el cartero, que vio asomar una mano por debajo del porche…

—Fue en el número 29, ¿no? —preguntó Richie. Bill le echó una mirada rápida que Richie devolvió con un leve asentimiento antes de volverse otra vez hacia Mike—. Neibolt Street, 29.

—Oh, sí —dijo Mike con la misma serenidad—. Fue en el número 29. —Bebió otro poco de agua—. ¿Te sientes bien de veras, Eddie?

Eddie asintió. Su respiración se había aliviado.

—Rademacher hizo un arresto al día siguiente del descubrimiento del cadáver —dijo Mike—. Ese mismo día, casualmente, el News publicó en primera plana un artículo pidiendo su renuncia.

—¿Después de ocho asesinatos? —observó Ben—. Qué enérgicos.

Beverly quiso saber a quién habían arrestado.

—A un sujeto que vive en un pequeño cobertizo, por la carretera 7, casi en los límites del municipio de Newport. Una especie de ermitaño. Tenía la casucha techada con maderas robadas y quemaba leña para cocinar. Se llama Harold Earl. Probablemente no ve doscientos dólares en efectivo en todo el curso del año. Alguien que pasaba en coche lo vio de pie en su patio, mirando el cielo, el día en que descubrieron el cadáver de John Feury. Tenía la ropa cubierta de sangre.

—Entonces, tal vez… —comenzó Richie, esperanzado.

—Había tres venados descuartizados en su cobertizo —dijo Mike—. Había estado cazando furtivamente en Haven. La sangre que manchaba su ropa era de venado. Rademacher le preguntó si había matado a John Feury. Según informes, el detenido dijo: «Ayuh, sí, maté a mucha gente, casi todos durante la guerra». También dijo que, por la noche, había visto cosas en los bosques. A veces, luces azules que flotaban a pocos centímetros del suelo. Luces de cadáver, las llamó él. Y a varios Bigfoots.

»Lo enviaron al Instituto de Salud Mental de Bangor. Según el informe médico, casi no tiene hígado. Había estado bebiendo disolvente de pinturas…

—Oh, por Dios —susurró Beverly.

—… y es propenso a las alucinaciones. Se aferran a él. Hasta hace tres días, Rademacher aún seguía con su idea de que Earl era el sospechoso principal. Mandó que ocho tipos fueran a excavar alrededor del cobertizo, en busca de cabezas, pantallas de lámpara hechas con piel humana o sabe Dios qué.

Mike hizo una pausa, bajó la cabeza y luego prosiguió, con voz algo más ronca:

—Yo había estado esperando, pero cuando me enteré de este último, os llamé a todos. Ojalá lo hubiera hecho antes.

—Veamos —dijo Ben, abruptamente.

—La víctima fue otro niño de quinto curso. Compañero del niño Feury. Lo encontraron a la altura de Kansas Street, cerca del sitio donde Bill escondía su bicicleta cuando íbamos a Los Barrens. Se llamaba Jerry Bellwood. Estaba destrozado. Lo…, lo que quedaba de él apareció al pie de un muro de contención que levantaron a lo largo de Kansas Street, en casi toda su extensión, hace unos veinte años, para detener la erosión del suelo. La policía fotografió la sección de la pared donde hallaron a Bellwood menos de media hora después de retirar el cadáver. Aquí está la foto.

La entregó a Rich Tozier, que la pasó a Beverly después de echarle un vistazo. Ella la miró por un instante, hizo una mueca de espanto y la entregó a Eddie, quien la contempló por largo rato, absorto, antes de cederla a Ben. Ben la pasó a Bill tras una mirada muy rápida.

Unas letras de imprenta trazaban un camino inestable a lo largo del muro de cemento. Decían:

VOLVED A CASA VOLVED A CASA VOLVED A CASA

Bill miró a Mike con gesto sombrío. Hasta ese momento se había sentido desconcertado y con miedo; ahora experimentaba las primeras sacudidas del enfado. Se alegró de eso. No era muy bonito sentirse enfadado, pero era mejor que el espanto, mejor que el miserable miedo.

—¿Esto está escrito con lo que yo pienso?

—Sí —dijo Mike—. Sangre de Jerry Bellwood.

5

Richie recibe un abucheo

Mike había recogido sus fotografías. Tenía la impresión de que Bill podía pedirle la de George, pero él no lo hizo. Entonces las guardó en el bolsillo interior de su chaqueta y, cuando todas estuvieron fuera de la vista, el grupo, él incluido, experimentó una especie de alivio.

—Nueve niños —estaba diciendo Beverly—. No lo puedo creer. Es decir… lo creo, pero no puedo creerlo. ¿Nueve niños y nada? ¿Absolutamente nada?

—No exactamente —aclaró Mike—. La gente está furiosa y tiene miedo…, al menos eso parece. En realidad, es imposible saber quiénes sienten eso y quiénes fingen.

—¿Que fingen?

—¿Recuerdas, Beverly, que cuando éramos niños un hombre dobló su periódico y entró en su casa mientras tú le pedías ayuda a gritos?

Por un momento, algo pareció saltar a los ojos de la mujer; se la vio aterrorizada y consciente. Después, sólo desconcertada.

—No… ¿Cuándo ocurrió eso, Mike?

—No importa. Ya lo recordarás, cuando llegue el momento. Por ahora sólo puedo decir que, en Derry, todo parece estar como debería. Frente a tan horrenda cadena de asesinatos, la gente hace todo lo que uno espera de un pueblo, y muchas de esas cosas son las mismas que se hicieron mientras desaparecían niños y se encontraban sus cadáveres en 1958. La Comisión de Seguridad para los Niños ha vuelto a reunirse, sólo que esta vez lo hace en la escuela primaria municipal y no en la secundaria. Hay dieciséis detectives de la oficina de la fiscalía estatal en la ciudad y también un contingente de agentes del FBI; no sé cuántos son y no creo que Rademacher lo sepa, aunque habla mucho. Se ha vuelto a imponer el toque de queda…

—Ah, sí, el toque de queda. —Ben se frotaba lenta y deliberadamente el costado del cuello—. Eso sirvió de muchísimo en 1958, por lo que recuerdo.

—… y hay grupos de madres acompañantes, para que todos los escolares, desde el jardín de infancia hasta el octavo grado, vuelvan a su casa bien vigilados. El News ha recibido más de dos mil cartas, sólo en las últimas tres semanas, exigiendo una solución. Y, como cabía esperar, ha vuelto a iniciarse la emigración. Creo, a veces, que es el único modo de saber quiénes son sinceros en su deseo de que esto cese y quiénes no. Los sinceros se asustan y se van.

—¿La gente se está yendo, de verdad? —preguntó Richie.

—Pasa cada vez que el ciclo se pone en marcha. Es imposible saber cuántos se van, porque el ciclo no ha caído nunca en año de censo desde 1850, más o menos. Pero es un número considerable. Huyen como niños que descubrieran, al fin y al cabo, que la casa está embrujada de verdad.

—Volved a casa, volved a casa, volved a casa —musitó Beverly. Cuando apartó la vista de sus manos fue a Bill a quien miró, no a Mike—. Eso quería que nosotros volviéramos. ¿Por qué?

Tal vez quiere que todos estemos aquí —observó Mike crípticamente—. Puede querer venganza. Después de todo, una vez lo paramos en seco.

—Venganza o sólo poner las cosas en orden —dijo Bill.

Mike asintió.

—En la vida de todos vosotros también hay cosas que no están en orden, como sabréis. Ninguno de vosotros salió de Derry indemne, sin su marca. Todos vosotros olvidasteis lo que pasó aquí, y los recuerdos de aquel verano aún son sólo fragmentarios. Además, es curioso el hecho de que todos seáis ricos.

—Oh, vamos —protestó Richie—. No se puede decir que…

—Tranquilo, tranquilo —dijo Mike, levantando la mano con una leve sonrisa—. No estoy acusándoos de nada; sólo trato de poner las cartas sobre la mesa. Todos vosotros sois ricos, desde la óptica de un bibliotecario de ciudad pequeña que no llega a ganar once mil dólares al año, deducidos los impuestos, ¿comprendéis?

Rich encogió los hombros de su costoso traje, con aire incómodo. Ben parecía intensamente concentrado en desgarrar pequeñas tiras de los bordes de su servilleta. Nadie miraba directamente a Mike, salvo Bill.

—Ninguno de vosotros es multimillonario, realmente —continuó el bibliotecario—, pero disfrutáis de una situación más que holgada aun dentro de la clase media-alta norteamericana. Aquí estamos entre amigos, de modo que podéis confesar: si uno solo de vosotros declaró menos de noventa mil dólares en la declaración de renta de 1984, que levante la mano.

Todos se miraron entre sí, casi furtivamente, azorados, como parecen sentirse siempre los norteamericanos, por la desnuda realidad de su propio éxito, como si el dinero fuera huevos duros y la solvencia, los pedos que sobrevienen inevitablemente a una ración excesiva de ellos. Bill sintió calor en las mejillas, pero no pudo evitar que enrojecieran. Sólo por el primer borrador del guión de El desván le habían pagado diez mil más que la suma mencionada por Mike. Le habían prometido veinte mil dólares por cada uno de los manuscritos adicionales que pudiesen hacer falta en número de dos como máximo. Además, estaban los derechos de autor… y un suculento adelanto por dos libros que acababa de prometer por contrato. ¿Cuánto había declarado en 1984? Algo más de ochocientos mil dólares, ¿verdad? Una suma que llegaba a parecer casi monstruosa junto a las ganancias que Mike había declarado: apenas once mil anuales.

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