It (Eso) – Stephen King

Fue el señor Keene quien, finalmente, me contó lo que considero la verdadera versión de la historia (Norbert Keene, propietario de la farmacia Center entre 1925 y 1975). Habló conmigo de buena gana, pero, al igual que el padre de Betty Ripsom, me hizo apagar la grabadora antes de soltar la lengua. Eso no cambiaba nada, porque todavía oigo su voz de papel: otro, cantante a capella en el maldito coro de esta ciudad.

—No hay motivos para que no te lo cuente —dijo—. Nadie va a publicar esa historia. Y si alguien lo hiciera, nadie la creería. —Me ofreció un anticuado frasco de boticario—. ¿Una gomita de regaliz? Recuerdo que preferías las rojas, Mikey.

Tomé una.

—¿Estuvo o no presente el comisario Sullivan aquel día?

El señor Keene, sonriendo, tomó una gomita de regaliz.

—Tienes tus dudas, ¿eh?

—Tengo mis dudas —asentí, mascando un trozo del regaliz rojo.

No había comido ninguno desde los tiempos en que, siendo niño, empujaba mis monedas sobre el mostrador hacia el señor Keene, por entonces mucho más joven y vital. Sabía tan bien como en aquella época.

—Eres demasiado joven para recordar el home run de Bobby Thomson para los Giants, en 1951 —dijo el señor Keene—. Por entonces tendrías apenas cuatro años. ¡Bueno! Algunos años después, el diario publicó un artículo sobre ese partido y parece que casi un millón de neoyorquinos aseguraron haber estado en el estadio ese día.

El señor Keene masticó su gomita de regaliz; un poco de saliva oscura chorreó desde la comisura de su boca. La limpió cuidadosamente con su pañuelo. Estábamos sentados en el despacho de la trastienda, pues aunque Norbert Keene tenía ochenta y cinco años y llevaba diez jubilado, aún le llevaba los libros al nieto.

—¡En el caso de la banda de Bradley pasa exactamente lo contrario! —exclamó. Sonreía, pero no era una sonrisa simpática sino cínica, fríamente reminiscente—. En aquel entonces, en la parte más poblada de Derry vivían unas veinte mil personas. Las calles Main y Canal estaban pavimentadas desde hacía cuatro años, pero la calle Kansas aún era de tierra. En el verano, se levantaba polvo y en los meses de lluvia se convertía en un pantano. Al comenzar el verano, se aceitaba Up-Mile Hill, y todos los días de la Independencia el alcalde anunciaba que se iba a pavimentar la calle Kansas, pero no lo hicieron hasta 1942. Era…, pero ¿qué te estaba diciendo?

—En el centro de Derry vivían unas veinte mil personas —apunté.

—Ah, sí. Bueno, de esas veinte mil, la mitad o más ya habrán muerto, a estas alturas; cincuenta años es mucho tiempo y en Derry la gente tiende extrañamente a morir joven. Tal vez sea el aire. Pero de los que aún viven, no encontrarás más de diez o doce dispuestos a decirte que estaban en la ciudad el día en que la banda de Bradley se fue al infierno. Butch Rowden, el de la carnicería, ése confesaría, supongo. Tiene una fotografía en la pared en la que se ve uno de los coches, ni siquiera te das cuenta de que es un coche. Charlotte Littlefield te diría una o dos cosas si la cogieras por el lado bueno. Enseña en la secundaria y se acuerda de muchos detalles, aunque no tendría más de diez o doce años por aquel entonces. Carl Snow…, Aubrey Stacey…, Eben Stampnell… y ese viejo que pinta cuadros raros y se pasa la noche bebiendo en el bar de Wally; Pickman, creo que se llama. Ellos se acuerdan. Todos estaban allí.

Dejó apagar la voz vagamente mirando el trocito de goma de regaliz que tenía en la mano. Pensé en azuzarlo, pero decidí no hacerlo. Por fin continuó:

—Los otros, en su mayoría, te mentirían, como miente la gente al decir que estaba en el estadio cuando Bobby Thomson lanzó aquella pelota. Eso es lo que quería decirte. Pero la gente miente sobre aquello del estadio porque habría querido estar allí. En cambio, miente sobre lo que pasó en Derry aquel día porque habrían preferido no estar. ¿Me comprendes, hijito?

Asentí.

—¿Seguro que quieres saber el resto? —me preguntó el señor Keene—. Se te nota un poco nervioso, Mikey.

—No quiero —reconocí—, pero me parece mejor saberlo, de cualquier modo.

—Bien —aceptó el señor Keene mansamente.

Era mi día de evocaciones. Cuando volvió a ofrecerme el frasco de boticario, con las gomitas de regaliz, recordé súbitamente un programa de radio que solían escuchar mis padres cuando yo era pequeño: Mr. Keene, rastreador de personas perdidas.

—El comisario estaba aquí ese día, claro que sí. Se suponía que iría a cazar aves, pero cambió inmediatamente de idea cuando Lal Machen fue a decirle que esperaba a Al Bradley esa misma tarde.

—¿Cómo sabía Machen eso? —pregunté.

—Bueno, eso, en sí, es bastante revelador —dijo el señor Keene; aquella sonrisa cínica volvió a arrugarle la cara—. Bradley nunca llegó a enemigo público número uno en la lista del FBI, pero lo buscaban desde 1928, más o menos. Al Bradley y su hermano George asaltaron seis o siete bancos en el Medio Oeste y después secuestraron a un banquero para pedir rescate. Se pagaron los treinta mil dólares pedidos (una gran suma para aquellos tiempos), pero ellos, de todos modos, mataron al banquero.

»Por entonces, el Medio Oeste se había puesto demasiado peligroso para las bandas que operaban allí, así que Al, George y su camada de ratas huyeron al nordeste y alquilaron una finca grande por aquí, cerca del límite municipal de Newport, no lejos de donde están ahora las granjas Rhulin.

»Eso ocurrió en el verano de 1929, en julio, tal vez, o en agosto, quizá a principios de septiembre; no estoy seguro. Eran ocho: Al Bradley, George Bradley, Joe Conklin y su hermano Cal, un irlandés llamado Arthur Malloy, a quien apodaban Cegatón, porque era corto de vista pero no se ponía las gafas a menos que fuera absolutamente necesario, y Patrick Caudy, un jovencito de Chicago del que decían que era un loco asesino, pero bello como un Adonis. También había dos mujeres en la banda: Kitty Donahue, la concubina de George Bradley, y Marie Hauser, quien pertenecía a Caudy, aunque a veces pasaba de mano en mano, según lo que se contó después.

»Tenían una idea equivocada cuando llegaron aquí, hijito: creyeron que tan lejos de Indiana, estarían a salvo.

»Por un tiempo se quedaron quietos, pero al fin se aburrieron y decidieron salir de caza. Tenían armas de sobra, pero andaban escasos de municiones. Así que el siete de octubre vinieron todos a Derry en dos automóviles. Patrick Caudy llevó a las mujeres de compras mientras los otros iban a la tienda de deportes de Machen. Kitty Donahue compró un vestido en Freese’s; murió con él puesto dos días después.

»Lal Machen atendió personalmente al hombre. Lal murió en 1959. Era demasiado gordo. Pero con la vista no tenía ningún problema y reconoció a Al Bradley en cuanto lo vio entrar, según dijo. Creyó reconocer a algunos de los otros, pero sobre Malloy no estuvo seguro hasta que lo vio ponerse las gafas para mirar unos cuchillos.

»Al Bradley se acercó a él y le dijo:

»—Necesitaríamos algunas municiones.

»—Bueno —dice Lal—, han venido al mejor lugar para eso.

»Bradley le entregó un papel. Ese papel se ha perdido, por lo que sé, pero dijo Lal que dejaba frío a cualquiera. Querían quinientas balas calibre 38, ochocientas de calibre 45, sesenta de calibre 50, que ya no se fabrica más, municiones para escopeta y mil balas de calibre 22 para rifle corto y largo. Además, fíjate, seis mil balas para ametralladora calibre 45.

—¡Mierda! —exclamé.

El señor Keene volvió a su cínica sonrisa y me ofreció el frasco. Primero sacudí la cabeza, pero acabé por tomar otra gomita. Keene continuó:

—Bonita lista de compras, chicos —dice Lal.

»—Vamos, Al —dijo Cegatón Malloy—, ya te dije que aquí no íbamos a conseguir nada. Vamos a Bangor. Allá tampoco van a tener nada de esto, pero el paseo me vendrá bien.

»—Un momento —dice Lal, frío como un pescado—. No pienso perderme una venta como ésta para que la haga ese judío de Bangor. Puedo darles ahora mismo las del 22 y las de escopeta. En cuanto al resto podría tenérselo preparado… —Lal entrecerró los ojos y se dio unos golpecitos en el mentón, como si estuviera haciendo cálculos— pasado mañana. ¿Qué les parece?

»Bradley sonrió como para partirse la cara en dos y dijo que le parecía estupendo. Cal Conklin todavía prefería ir a Bangor, pero ganó la mayoría.

»—Si no está seguro de poder cumplir con el pedido —dijo Al Bradley a Lal—, dígalo ahora, porque soy buena persona, pero cuando me enfurezco no conviene ponérseme delante. ¿Me entiende?

»—Entiendo —dijo Lal—, y le voy a tener todo listo, señor… ¿Su nombre?

»—Rader —dijo Bradley—. Richard D. Rader, para servirle.

»Le tendió la mano y Lal se la estrechó con ganas, sin dejar de sonreír.

»—Realmente encantado, señor Rader.

»Cuando Bradley le preguntó a qué hora podría pasar con sus amigos para recoger la mercancía, Lal Machen les dijo que a las dos de la tarde, si les parecía bien. Asintieron y se fueron. Lal los observaba. Se reunieron en la acera con las dos mujeres y con Caudy. Lal reconoció también al chico.

»¿Y qué crees que hizo Lal, entonces? —preguntó el señor Keene, con los ojos brillantes—. ¿Llamar a la policía?

—Supongo que no —respondí—, teniendo en cuenta lo que ocurrió después. Por mi parte, no me habrían alcanzado las piernas para correr al teléfono.

—Bueno, tal vez si y tal vez no —replicó el señor Keene, con la misma sonrisa cínica y los mismos ojos brillantes.

Me estremecí, porque comprendí lo que pensaba… y él se dio cuenta de que yo lo comprendía. Una vez que algo gordo se pone en marcha, no se lo puede detener: sigue rodando hasta que encuentra una planicie prolongada que le haga perder el impulso. Si te pones delante, te aplasta… pero no se detiene.

—Tal vez sí y tal vez no —repitió el señor Keene—. Pero te diré lo que hizo Lal Machen. Por el resto de ese día y todo el día siguiente, cada vez que entraba un hombre, él le decía que la banda de Bradley había estado cazando por Newport y Derry con ametralladoras y que Bradley y los suyos volverían al día siguiente, a eso de las dos, para recoger sus municiones. Que él les había prometido darles todas las balas que quisieran y pensaba respetar su promesa.

—¿Cuántos? —Pregunté, hipnotizado por sus ojos centelleantes.

De pronto, el olor seco de esa trastienda —olor a medicamentos y polvos, a Musterole y a Vicks Vaporub y a jarabe Robitussin para el catarro— me resultó sofocante. Pero no podía irme, así como no podía suicidarme conteniendo la respiración.

—¿Quieres saber a cuántos les dio la noticia? —preguntó el señor Keene.

Asentí.

—No estoy seguro. No estaba allí, contando. Supongo que lo dijo a cuantos le parecieron de confianza.

—De confianza —musité, con voz algo ronca.

Ayuh. Hombres de Derry, ¿comprendes? No había tantos que criasen vacas.

Se rió de su viejo chiste antes de proseguir

—Yo fui a su tienda a eso de las diez, al día siguiente de la visita de los Bradley. Me contó la historia y luego me preguntó en qué podía servirme. Iba sólo a retirar mi carrete de película revelado, pero después dije que también llevaría municiones para mi Winchester.

»—¿Vas a cazar, Norb? —me pregunta Lal, pasándome las balas.

»—Podría acabar con algunas plagas —dije y nos reímos.

El señor Keene rió palmoteándose el flaco muslo como si fuera el mejor chiste del mundo. Después se inclinó hacia delante y me dio una palmadita en la rodilla.

—La cuestión es, hijo, que la historia circuló todo lo necesario. Ya se sabe lo que pasa en los pueblos pequeños. Si eliges a la gente adecuada y le cuentas lo que quieres divulgar… ¿comprendes? ¿Quieres otra gomita de regaliz?

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