It (Eso) – Stephen King

7

Bajo la ciudad, 16.15 h.

Eddie los guió por los túneles oscurecidos durante una hora, quizá una hora y media, antes de admitir, con más desconcierto que miedo, que por primera vez en su vida se había extraviado. Aún se oía el vago tronar del agua en las cloacas, pero la acústica de esos túneles era tan descabellada que resultaba imposible determinar si los ruidos llegaban desde delante o desde atrás, por la derecha o por la izquierda, desde arriba o desde abajo. Se habían acabado las cerillas. Estaban perdidos en la oscuridad.

Bill se sentía muy asustado, por cierto. No dejaba de venirle a la mente la conversación que había mantenido con su padre, en el taller: Como cuatro kilos de planos desaparecieron sin dejar rastros… Eso quiere decir que nadie sabe a dónde van esas malditas tuberías ni por qué. Mientras funcionan, a nadie le importa. Cuando dejan de funcionar, el departamento de aguas corrientes envía a tres o cuatro pobres tíos que deben tratar de descubrir qué bomba se estropeó o dónde está el embozamiento… Está oscuro, huele mal y hay ratas. Todos ésos son buenos motivos para no meterse, pero hay otro más importante: que uno puede perderse. No sería la primera vez.

No sería la primera vez. No sería la primera vez. No sería…

Por supuesto. Allí estaba ese montón de huesos y restos de uniforme que habían visto camino de la madriguera de Eso, por ejemplo.

Bill sintió que el pánico trataba de alzar la cabeza y lo empujó hacia abajo. No fue fácil. Lo sentía allí, vivo, forcejeando y debatiéndose, tratando de escapar. A eso se agregaba la pregunta inoportuna, imposible de responder, sobre si habían matado a Eso o no. Richie decía que sí, Mike decía que sí, y también Eddie. Pero a Bill no le había gustado la expresión asustada y dubitativa en la cara de Bev y Stan un momento antes de apagarse la luz, mientras cruzaban la puerta alejándose de la telaraña que caía, susurrante.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó Stan.

Bill percibió el temor asustado e infantil de su voz y comprendió que la pregunta estaba dirigida a él.

—Sí —dijo Ben—. ¿Qué? Maldición, ojalá tuviéramos una linterna o siquiera… una vela.

Bill creyó haber oído un sollozo sofocado en aquella pausa. Eso lo asustó más que ninguna otra cosa. Ben se habría asombrado mucho de saber que Bill lo consideraba fuerte y lleno de recursos, más estable que Richie y menos propenso a derrumbarse súbitamente que Stan. Si Ben estaba a punto de estallar, estaban en el umbral de un problema muy grave. Y la mente de Bill no volvía al esqueleto del obrero de aguas corrientes, sino a Tom Sawyer y Becky Thatcher, perdidos en la caverna McDougal. Trataba de apartar esa idea, pero volvía subrepticiamente una y otra vez.

Otra cosa le preocupaba, pero el concepto era demasiado grande y vago para su cansada mente de niño. Tal vez era su propia simplicidad lo que hacía huidiza esa idea: se estaban separando. El vínculo que los había unido durante todo ese largo verano, se estaba disolviendo. Eso había sido enfrentado y vencido. Podía estar muerta, como creían Richie y Eddie, o tan malherido que durmiera por cien años, mil, diez milenios. Se habían enfrentado a Eso, la habían visto ya descartada la última máscara, y era horrible, sí, por supuesto. Pero una vez vista, su forma física no era tan espantosa, con lo que perdía su arma más potente. Después de todo, ¿quién no había visto una araña en su vida? Eran extrañas y causaban una horrible impresión; probablemente ninguno de ellos pudiera volver a verlas

(si es que salimos de esto)

sin sentir un estremecimiento de repulsión. Pero las arañas eran sólo arañas, después de todo. Quizás, al fin, cuando el horror deponía sus máscaras, no había nada que la mente humana no pudiera resistir. Ese pensamiento era alentador. Nada, salvo

(los fuegos fatuos)

lo que había allá fuera. Pero quizás hasta esa luz viviente, indecible, que se agazapaba en el portal del macrocosmos, estaba muerta o moribunda. Los fuegos fatuos y el viaje por la oscuridad hacia el sitio en donde existían, ya se estaban tornando neblinosos y difíciles de recordar. Y en realidad, eso no venía al caso. El fondo de la cuestión, percibido aunque no comprendido, era, simplemente, que esa amistad estaba llegando a su fin…, estaba terminando y ellos todavía estaban en la oscuridad. Aquello otro había podido hacer de ellos algo más que niños, quizá, mediante la amistad. Pero ahora volvían a ser niños. Bill lo sentía tanto como los otros.

—¿Y ahora, Bill? —preguntó Richie, planteándolo, por fin, directamente.

—N-n-no lo sé —dijo Bill.

Allí estaba otra vez su tartamudeo, vivito y coleando. Él lo oyó. Los otros lo oyeron. De pie en la oscuridad, oliendo el empapado aroma del pánico creciente, se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que alguien (Stan, muy probablemente sería Stan) pusiera las cartas sobre la mesa: «¿Y por qué no lo sabes? ¡Tú nos metiste en esto!».

—¿Y qué pasó con Henry? —preguntó Mike, intranquilo—. ¿Sigue por allá fuera o qué?

—Oh, vaya —dijo Eddie, casi gimiendo—. Me había olvidado de él. Por supuesto que estará por aquí, probablemente tan perdido como nosotros, y podemos tropezamos con él en cualquier momento… Diablos, Bill, ¿no tienes ninguna idea? ¡Tu padre trabaja por aquí! ¿No se te ocurre nada?

Bill escuchó el trueno distante y burlón del agua. Trató de concebir la idea que Eddie, que todos ellos tenían el derecho a exigirle. Porque sí, en efecto, él los había metido en eso y era responsabilidad suya sacarlos de allí. No se ocurrió nada. Nada.

—Tengo una idea —dijo Beverly, en voz baja.

En la oscuridad, Bill oyó un ruido que no pudo identificar de inmediato. Un susurro leve, que no daba miedo. Luego, algo más fácil de reconocer: una cremallera. ¿Qué…?, pensó. Y de pronto se dio cuenta. Ella se estaba desnudando. Por algún motivo, Beverly se estaba desnudando.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richie, y su voz espantada se quebró en la última palabra.

—Hay algo que sé —dijo Beverly, en la oscuridad. A Bill le pareció que su voz sonaba como si ella fuese mayor—. Lo sé porque me lo dijo mi padre. Sé cómo hacer para que volvamos a estar juntos. Porque si no estamos juntos, no saldremos jamás.

—¿Qué? —preguntó Ben, aturdido y aterrorizado—. ¿De qué estás hablando?

—De algo que nos unirá para siempre. Algo que demostrará…

—¡N-n-no, B-B-Beverly! —exclamó Bill, comprendiendo de pronto, comprendiéndolo todo.

—…que demostrará cuánto os amo a todos —terminó ella—, y que todos sois mis amigos.

—¿De qué está hablando esta ch…? —empezó Mike.

Beverly, tranquilamente, interrumpió sus palabras.

—¿Quién será el primero? —preguntó—. Creo que

8

En la madriguera de Eso, 1985

se está muriendo —sollozó Beverly—. El brazo, le comió el brazo…

Alargó la mano hacia Bill y se aferró a él, pero Bill se la sacudió.

—¡Eso se está escapando otra vez! —aulló. Tenía sangre en los labios y en el mentón—. ¡Va-va-vamos! ¡Richie! ¡Ben! ¡E-e-esta ve-vez tenemos q-q-que liquidarla!

Richie sujetó a Bill y lo puso frente a sí para mirarlo como se mira a quien está completamente delirante.

—Bill, tenemos que atender a Eddie. Tenemos que ponerle un torniquete y sacarlo de aquí.

Pero Beverly ya estaba sentada en el suelo, con la cabeza de Eddie en el regazo, y lo acunaba. Le había cerrado los ojos.

—Ve con Bill —dijo—. Si dejáis que muera por nada…, si Eso vuelve dentro de veinticinco años, de cincuenta, aunque sea dentro de dos mil años, juro que… perseguiré al espíritu de cada uno de vosotros. ¡Iros!

Richie la miró por un momento, indeciso. Luego cobró conciencia de que su cara se estaba desdibujando; ya no era una cara, sino una forma pálida en las sombras crecientes. La luz languidecía. Eso lo obligó a tomar una decisión.

—Está bien —dijo a Bill—. Esta vez la perseguiremos.

Ben estaba de pie detrás de la telaraña que había comenzado a desprenderse otra vez. También había visto la silueta que se balanceaba allá arriba y rogaba que Bill no la viera.

Pero en el momento en que la tela empezaba a caer, hebra a hebra, porción a porción, Bill la vio.

Vio a Audra, descendiendo como en un ascensor muy viejo y ruinoso. Bajó tres metros, se detuvo, balanceada de un lado a otro y descendió abruptamente otros cuatro o cinco metros. Su cara no se alteraba. Tenía muy abiertos los ojos, azules como porcelana. Los pies descalzos se movían como péndulos. El pelo le colgaba, lacio y sin gracia, sobre los hombros. Tenía la boca entreabierta.

—¡AUDRA! —vociferó Bill.

—¡Vamos, Bill! —gritó Ben.

La telaraña ya estaba cayendo en derredor por todos lados. Golpeaba contra el piso con un ruido sordo y empezaba a escurrirse. De pronto, Richie sujetó a Bill por la cintura y lo empujó hacia delante encaminándose hacia una abertura de unos tres metros que quedaba entre el suelo y el primer hilo de la telaraña desprendida.

—¡Ven, Bill! ¡Ven, ven!

—¡Ésa es Audra! —gritó Bill, desesperado—. ¡E-e-ésa es AUDRA!

—Me importa un bledo que sea ella o el Papa —aseguró Richie, ceñudo—. Eddie ha muerto y nosotros vamos a matar a esa Araña, si es que todavía está viva. Esta vez vamos a terminar el trabajo, Gran Bill. Audra está viva o está muerta. Y ahora, ¡vamos!

Bill se quedó un momento más. Las fotografías de los niños, de todos los niños muertos, parecieron pasar por su mente como fotografías perdidas del álbum de George. AMIGOS DE LA ESCUELA.

—E-e-está bien. Va-vamos. Y que D-d-d-Dios me pe-perdone.

Corrió con Richie bajo la hebra de telaraña segundos antes de que cayera y se reunió con Ben al otro lado. Ambos siguieron a la Araña, mientras Audra se bamboleaba a quince metros del suelo, envuelta en un capullo entumecedor que estaba sujeto a la telaraña en derrumbe.

9

Ben

Siguieron el rastro de sangre negra: aceitosos charcos de icor que goteaban en las grietas entre las lajas. Pero a medida que el suelo empezaba a elevarse hacia una negra abertura semicircular en el extremo más alejado de la cámara, Ben vio algo nuevo: un rastro de huevos. Eran negros, de cáscara dura, tan grandes como un huevo de avestruz. Una luz cerúlea los iluminaba desde dentro. Ben vio que eran semitransparentes y distinguió unas formas negras que se movían en el interior.

Sus hijos —pensó, sintiendo que se le estrangulaba el estómago—. Sus hijos abortados. ¡Dios! ¡Dios!

Richie y Bill se habían detenido y miraban los huevos con estúpido, deslumbrado desconcierto.

—¡Seguid! ¡Seguid! —les gritó Ben—. ¡Yo me encargo de esto! ¡Atrapad a Eso!

—¡Cógela! —indicó Richie, arrojándole una cajita de cerillas del hotel.

Ben la atrapó en el aire. Bill y Richie siguieron corriendo mientras el arquitecto los seguía con la vista, a la luz del resplandor cada vez más mortecino. Luego miró el primero de aquellos huevos, con su negra silueta de raya que se movía dentro, y su decisión vaciló. Eso…, joder, eso era demasiado. Demasiado horrible. Sin duda morirían sin que él hiciera nada. No habían sido puestos, sino que habían caído.

Pero estaba casi a punto… y si sobrevive sólo uno de ellos…

Reunió todo su valor. Recordó la cara pálida y moribunda de Eddie. Y plantó una de sus botas sobre el primer huevo. Se rompió con un chapoteo opaco, dejando escapar una placenta maloliente que formó un charco alrededor de la suela. Un momento después, una araña del tamaño de una rata reptaba débilmente por el suelo tratando de escapar, Ben oyó en la mente sus agudos maullidos, como los de un serrucho flexionado rápidamente, emitiendo música fantasmagórica.

Corrió tras ella, aunque sus piernas parecían palos y volvió a asestar un pisotón. El cuerpo de la araña crujió bajo su talón, salpicando. Sintió náuseas y, en ese momento, no pudo contenerse. Vomitó, pero de inmediato hizo girar el talón a un lado y a otro triturando aquella cosa contra las piedras hasta que los gritos de su cabeza se borraron por completo.

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