It (Eso) – Stephen King

—Tom —dijo ella—. Tom, tengo que…

—Estás fumando. —Su voz parecía venir desde lejos, como de una radio muy buena—. Parece que lo has olvidado, nena. ¿Dónde los tenías escondidos?

—Mira, lo apago —dijo ella y fue a la puerta del baño. Arrojó el cigarrillo al inodoro (aún desde allí Tom vio las marcas de sus dientes en el filtro). Fsss. Volvió—. Era un viejo amigo, Tom. Un viejísimo amigo. Tengo que…

—¡Que callarte, eso es lo que tienes que hacer! —le gritó él—. ¡Te callas!

Pero el miedo que deseaba ver, miedo a él, no estaba en su cara. Había miedo, pero era algo brotado del teléfono y el miedo no tenía por qué llegar a Beverly desde ese lado. Era casi como si no viera el cinturón, como si no lo viera a él y Tom sintió un goteo de ansiedad. ¿Estaba allí él? La pregunta era estúpida, pero, ¿estaba?

Esa cuestión era tan terrible y elemental que, por un momento, se sintió en peligro de desligarse por completo de su propia raíz, hasta quedar flotando como una semilla de cardo en la brisa fuerte. Pero se dominó. Estaba allí, claro, y basta de cháchara psicológica por esa noche, qué joder. Estaba allí. Era Tom Rogan, Tom Rogan, por Dios, y si ese coño barato no se ponía en línea en los siguientes treinta segundos, quedaría como sacada de entre las ruedas de un tren.

—Tengo que darte una paliza. Lo siento, nena.

Había visto antes esa mezcla de miedo y agresividad, sí. En ese momento, por primera vez, saltó hacia él como un rayo.

—Deja eso —dijo ella—. Tengo que ir al aeropuerto cuanto antes.

¿Estás aquí, Tom? ¿Estás?

Tom apartó ese pensamiento. La banda de cuero que, en otros tiempos, había sido un cinturón, se balanceó lentamente delante de él, como un péndulo. Sus ojos vacilaron, pero de inmediato se prendieron a la cara de Beverly.

—Escúchame, Tom. Hay problemas en la ciudad donde nací. Problemas muy graves. En aquellos tiempos tuve un amigo. Supongo que pudimos haber sido novios, pero todavía no teníamos edad para eso. Él tenía sólo once años y era muy tartamudo. Ahora es novelista. Hasta creo que leíste uno de sus libros… ¿Los rápidos negros?

Le estudiaba la cara, pero él no le dio pistas. Sólo ese péndulo del cinturón, que iba y venía, iba y venía. Permanecía de pie, con la cabeza gacha y las gruesas piernas apartadas. Entonces ella se pasó la mano por el pelo, inquieta, distraída, como si tuviera cosas muy importantes en que pensar y no hubiera visto en absoluto el cinturón. Aquella pregunta horrible, acosadora, volvió a resurgir en la mente de Tom: ¿Estás aquí? ¿Seguro?

—Ese libro estuvo por aquí durante semanas y no lo relacioné. Tal vez debí hacerlo, pero todos somos mayores y hacía muchísimo tiempo que ni siquiera me acordaba de Derry. El caso es que Bill tenía un hermano, George, se llamaba. A George lo mataron antes de que yo conociera a Bill. Lo asesinaron. Y al verano siguiente…

Pero Tom había escuchado ya demasiadas locuras, desde dentro y desde fuera. Avanzó rápidamente, levantando el brazo derecho por encima del hombro, como si fuera a arrojar una jabalina. El cinturón siseó un sendero en el aire. Beverly, al verlo llegar, trató de apartarse, pero se golpeó el hombro derecho contra la puerta del baño y se oyó un carnoso ¡whap! al encontrar el cuero su brazo izquierdo y dejar una magulladura roja.

—Tengo que darte una paliza —repitió Tom. Su voz era cuerda, hasta apenada, pero mostraba los dientes en una sonrisa blanca y helada. Quería ver esa expresión en sus ojos, esa expresión de miedo, terror y vergüenza, la que decía: Sí, tienes razón, me lo merecía. Esa expresión que decía: Sí, estás ahí, siento tu presencia. Entonces volvería el amor y eso estaba bien, era bueno, porque él la amaba, de veras. Hasta podían conversar, si ella quería, sobre quién había llamado y de qué se trataba todo eso. Pero eso sería después. De momento estaban en clase. El viejo uno-dos: primero la paliza, después el sexo.

—Lo siento, nena.

—Tom no hagas e…

Él lanzó el cinturón hacia el costado y vio que le lamía las caderas. Se produjo un satisfactorio chasquido al terminar en la nalga. Y…

¡Por Dios, ella lo estaba sujetando! ¡Estaba sujetando el cinturón!

Por un momento, Tom Regan quedó tan atónito por ese inesperado acto de insubordinación que estuvo a punto de perder el cinturón. Lo habría perdido, de no ser por el lazo, que estaba bien seguro en su puño.

Se lo arrancó de un tirón.

—Nunca más trates de quitarme nada —dijo, ronco—. ¿Me oyes? Si tratas de hacerlo otra vez, te pasarás un mes meando zumo de moras.

—Basta, Tom —dijo Beverly. El tono lo enfureció. Parecía un maestro hablando con un chiquillo caprichoso en el recreo—. Tengo que irme. No es broma. Ha muerto gente y hace tiempo prometí…

Tom oyó muy poco de todo eso. Lanzó un aullido y se arrojó hacia ella con la cabeza gacha, balanceando el cinturón a ciegas. La golpeó una y otra vez, apartándola de la puerta, haciendo que retrocediera a lo largo de la pared. Echó el brazo hacia atrás, la golpeó. Más tarde, por la mañana, no podría levantar el brazo sobre los ojos antes de tragarse tres tabletas de codeína, pero por el momento sólo sabía que ella lo estaba desafiando. No sólo había estado fumando: además había tratado de quitarle el cinturón. Oh, camaradas, oh amigos y vecinos, ella se lo había buscado. Atestiguaría ante el trono de Dios Todopoderoso que ella se lo había buscado y estaba por conseguirlo.

La llevó a lo largo de la pared disparando el cinturón en una lluvia de golpes. Ella mantenía las manos en alto para protegerse la cara, pero el resto de su persona era un blanco fácil. El cinturón emitía gruesos chasquidos de látigo en el silencio de la habitación. Pero ella no gritaba, como solía hacerlo, no le pedía que parase, como de costumbre. Peor aún, no lloraba, como siempre lo hacía. Los únicos ruidos eran el cinturón y la respiración de ambos: la de él, pesada, áspera; la de ella, ligera y rápida.

Beverly se apartó hacia la cama y el tocador que había a un lado. Tenía los hombros rojos de los golpes del cinturón. Su pelo chorreaba fuego. Él la siguió torpemente, más lento, pero grande, muy grande. Había jugado al squash hasta dos años antes, al desgarrarse el tendón de Aquiles. Desde entonces estaba un poco pasado de peso («muy pasado» habría sido una expresión más correcta), pero los músculos seguían allí, como un firme cordaje envainado en la grasa. Aun así, se alarmó un poco por la falta de aliento.

Ella alcanzó el tocador. Tom supuso que se agazaparía allí, tal vez tratando de meterse abajo. Pero lo que hizo fue buscar a tientas… girar en redondo… y de pronto el aire se llenó de proyectiles. Le estaba ametrallando con los cosméticos. Un frasco de perfume francés le golpeó directamente entre las tetillas, cayó a sus pies y se hizo trizas. De pronto lo envolvió un asqueante olor a flores.

—¡Basta! —bramó—. ¡Basta, perra!

En vez de cesar, las manos de Beverly volaban por la superficie de vidrio cogiendo todo lo que allí había, arrojándolo. Él se palpó el pecho, allí donde lo había golpeado la botella, incapaz de creer que ella le hubiera arrojado algo. La tapa de vidrio le había hecho un corte. No era gran cosa, apenas un arañazo triangular, pero cierta dama pelirroja presenciaría la salida del sol desde un hospital, ¿no? Oh, sí, por cierto, una dama que…

Un bote de crema lo golpeó sobre la ceja derecha con súbita fuerza. Oyó un choque sordo que parecía provenir del interior de su cabeza. Una luz blanca estalló en el campo visual de ese ojo. Retrocedió un paso, boquiabierto. Entonces fue un poco de Nivea lo que se estrelló contra su panza con un leve ruido a palmetazo. Y ella estaba… ¿Era posible? ¡Sí! ¡Le estaba gritando!

¡Me voy al aeropuerto, hijo de puta! ¿Me oyes? ¡Tengo algo que hacer y me voy! ¡Te conviene quitarte de en medio porque ME VOY!

La sangre corrió hasta el ojo derecho de Tom, picante, caliente. Se la limpió con los nudillos.

Permaneció allí por un momento, mirándola como si la viera por primera vez. En cierto sentido, era la primera vez que la veía. Los pechos le subían y bajaban con rapidez. Su rostro echaba fuego, todo rubor y palidez. Tenía los dientes descubiertos en una mueca feroz. Sin embargo, ya había dejado vacía la superficie del tocador. Su depósito de municiones estaba vacío. Él seguía viéndole el miedo en los ojos… pero no era miedo a él.

—Guarda esa ropa —dijo, intentando no jadear. Eso no quedaría bien. Sonaría a debilidad—. Después guardas la maleta y te metes en la cama. Y si haces todo eso, es posible que no te castigue demasiado. Es posible que puedas salir de la casa a los dos días, no a las dos semanas.

—Escúchame, Tom. —Hablaba con lentitud. Su mirada era muy clara—. Si vuelves a acercarte, te voy a matar. ¿Entiendes bien, bolsa de tripas? Te voy a matar.

Y de pronto —tal vez por el odio de su cara, por el desprecio, tal vez porque lo había llamado bolsa de tripas o tal vez por el modo rebelde en que subían y bajaban sus pechos —el miedo lo sofocó. No era un pimpollo ni una flor, sino todo un maldito jardín, el miedo, el miedo horrible de no estar allí.

Tom Rogan se precipitó contra su mujer, esta vez sin aullar. Llegó silencioso como un torpedo abriendo camino en el agua. Probablemente, su intención ya no era sólo golpear y someter, sino hacerle lo que ella, tan descaradamente, había prometido hacerle a él.

Pensó que ella huiría, probablemente hacia el baño. Tal vez, hacia la escalera. Pero se mantuvo firme. Su cadera golpeó contra la pared cuando echó todo su peso contra el tocador, empujándolo hacia arriba, hacia él, sus palmas sudadas hicieron que se le resbalaran las manos y se rompió dos uñas a la altura de la raíz.

Por un momento, la mesa se tambaleó, inclinada, hasta que ella volvió a impulsarse hacia adelante. El tocador valseó sobre una sola pata, mientras el espejo reflejaba la luz, arrojando un breve acuario contra el cielo raso. Por fin, se inclinó hacia fuera. Su borde se clavó en los muslos de Tom, derribándolo. Se oyó un tintineo musical, mientras los frascos se hacían trizas dentro. Tom vio que el espejo se estrellaba a su izquierda y levantó un brazo para protegerse los ojos; así perdió el cinturón. El vidrio se hizo añicos en el suelo, plata por el dorso. Algún fragmento se le clavó, haciendo brotar la sangre.

Ahora sí, Beverly lloraba, el aliento le brotaba en fuertes sollozos, casi alaridos. Una y otra vez se había imaginado abandonando a Tom, abandonando su tiranía tal como lo había hecho con la de su padre, marchándose furtivamente en la noche, con las maletas apiladas en el maletero de su Cutlass. No era estúpida, por cierto, ni siquiera en ese momento, de pie en el borde de ese desastre increíble, no era tan estúpida como para pensar que no había amado a Tom, que no lo amaba aún, de algún modo. Pero eso no evitaba que le tuviera miedo…, que lo odiara…, ni que se despreciara a sí misma por haberlo elegido sobre la base de oscuras razones sepultadas en tiempos que habrían debido quedar en el pasado. Su corazón no se quebraba, antes bien, parecía estar asándose en su pecho, fundiéndose. Sintió miedo de que el calor de su corazón aniquilara pronto su cordura en un incendio.

Pero sobre todas las cosas, martilleando sin cesar en el fondo de su mente, oía la voz seca y tranquila de Mike Hanlon: Ha vuelto, Beverly… ha vuelto…, y prometiste…

Autore(a)s: