It (Eso) – Stephen King

No fue así. Se detuvo junto a la acera tras el seto del seminario, con el motor en marcha. Henry hizo una mueca (el vientre se le estaba poniendo duro como una tabla; la sangre que manaba lentamente entre sus dedos tenía la consistencia de la savia de arce justo antes de que uno retire los grifos del árbol a principios de la primavera) y se puso de rodillas para espiar por entre las ramas del seto. Vio los faros delanteros y la silueta de un coche. ¿Policía? Su mano apretó la navaja y se aflojó, apretó y aflojó.

Te envié un coche, Henry —susurró la voz—. Una especie de taxi. Después de todo, tienes que llegar pronto al «Town House». La noche avanza.

La voz emitió una de esas carcajadas sordas que sonaban a hueco y guardó silencio. Los únicos ruidos eran el canto de los grillos y el rumor regular del coche en marcha.

Se levantó torpemente y volvió al camino del seminario para echar una mirada al coche. No era de la Policía; no tenía luces en el techo y la forma no correspondía. La forma era… vieja.

Henry volvió a oír esa risita… o tal vez era sólo el viento.

Emergió de la sombra del seto, pasó a rastras bajo la cadena y volvió a incorporarse. Caminó hacia el coche detenido que existía en un mundo blanco y negro, como una instantánea Polaroid, de claro lunar e impenetrables sombras. Henry era un desastre: tenía la camisa negra de sangre y los vaqueros empapados hasta las rodillas. Su cara era una mancha blanca bajo el corte de pelo militar.

Llegó a la intersección del camino y la acera y echó un vistazo al coche tratando de discernir qué era ese bulto tras el volante. Pero fue el coche lo que reconoció primero: era el que su padre había jurado poseer algún día, un Plymouth Fury 1958, rojo y blanco. Henry sabía, por haberlo oído decir a su padre muchas veces, que el motor era un V-8 327, de 255 caballos de fuerza, capaz de salir a cien en sólo nueve segundos. Voy a tener un coche como ése y cuando muera pueden enterrarme con él, había dicho Butch, muchas veces. Claro que nunca tuvo el coche y el estado se hizo cargo de su entierro después de que Henry fuera llevado al manicomio, delirando y aullando que veía monstruos.

Si el que está adentro es él no creo poder soportarlo, pensó Henry, apretando la navaja, mientras se balanceaba como un borracho para poder ver el bulto tras el volante.

Entonces se abrió la puerta del pasajero, se encendió la luz interior y el conductor se volvió a mirarlo. Era Belch Huggins. Su cara era una ruina colgante. Le faltaba un ojo y tenía un agujero de podredumbre en la mejilla reseca por donde se le veían los dientes ennegrecidos. Llevaba, sobre la cabeza, la gorra de béisbol que tenía puesta el día de su muerte. Estaba vuelta hacia atrás, con la visera cubierta de moho verde agrisado.

—¡Belch! —exclamó Henry.

El tormento le corrió hacia arriba desde el vientre haciéndole gritar otra vez sin palabras.

Los labios muertos de Belch se estiraron en una sonrisa abriéndose en pliegues grises, desangrados. Tendió una mano retorcida hacia la portezuela abierta a modo de invitación.

Henry vaciló por un instante. Luego cruzó por delante del Fury dándose tiempo para tocar el emblema en forma de V, tal como hacía siempre cuando el padre lo llevaba a Bangor, al salón de ventas. Cuando llegó al otro lado, una mancha gris lo abrumó en una suave ola. Tuvo que sujetarse de la portezuela para no perder el equilibrio. Allí permaneció, con la cabeza gacha, aspirando en breves jadeos. Por fin el mundo volvió, al menos en parte, y pudo dejarse caer en el asiento. El dolor volvió a retorcerle las entrañas; otro poco de sangre fresca le cayó en la mano. Parecía gelatina caliente. Echó la cabeza hacia atrás y apretó los dientes haciendo sobresalir los tendones de su cuello. El dolor empezó a ceder, al menos en parte.

La puerta se cerró sola. La luz interior se apagó. Henry vio que una de las manos putrefactas de Belch accionaba la palanca de cambios poniendo el coche en movimiento. Los nudillos blancos brillaban a través de la carne podrida de sus dedos.

El Fury bajó por Kansas Street hacia Up-Mile Hill.

—¿Cómo estás, Belch? —se oyó decir Henry.

Era una estupidez, por supuesto. Belch no podía estar allí, los muertos no conducen coches. Pero no se le ocurrió otra cosa.

Belch no respondió. Su ojo único, hundido, estaba fijo en la carretera. Sus dientes relumbraban enfermizamente por el agujero de la mejilla. Henry notó, vagamente, que Belch olía bastante mal. En verdad, olía como un canasto de tomates que se hubiesen puesto blandos y acuosos.

De pronto se abrió la guantera golpeando a Henry en las rodillas. A la luz del interior vio una botella Texas Driver llena a medias. La sacó y, después de abrirla, tomó un buen trago. La bebida descendió como seda fresca y golpeó en su estómago como un estallido de lava. Henry se estremeció de pies a cabeza, gimiendo…, pero luego se sintió un poco mejor, algo más conectado con el mundo.

—Gracias.

Belch giró la cabeza hacia él. Sus tendones hacían ruido, como las puertas al girar sobre goznes herrumbrados. Lo miró por un momento, con su ojo único y muerto. Sólo entonces notó Henry que le faltaba casi toda la nariz. Al parecer, algo se había ensañado con él. Un perro, tal vez. Quizá ratas. Era más probable que fuesen ratas. Los túneles por donde habían perseguido a los mocosos, aquel día, estaban llenos de ratas.

Con la misma lentitud, la cabeza de Belch volvió a enfocar la carretera. Henry se alegró de eso. Eso de que Belch lo mirara así… no llegaba a entenderlo del todo. Había algo en ese ojo hundido: reproche, enfado, ¿qué?

Hay un chico muerto al volante de este coche.

Henry se miró el brazo y vio que tenía la carne de gallina. Tomó apresuradamente otro trago de la botella. Ese cayó con más suavidad y esparció su calor con más amplitud.

El Plymouth bajó por Up-Mile Hill y giró en la rotonda, en sentido inverso a las manecillas del reloj… sólo que a esa hora de la noche no había tráfico y todos los semáforos parpadeaban en amarillo salpicando las calles vacías y los edificios cerrados con incesantes pulsaciones luminosas. El silencio era tal, que Henry oyó el chasquido de los relés dentro de cada semáforo. ¿O era pura imaginación?

—Aquel día yo no tenía intenciones de dejarte allí, Belch —dijo—. Es decir… por si… lo pensaste.

Otra vez aquel alarido de tendones secos. Belch, mirándolo con ese ojo hundido y sus labios estirados en una sonrisa macabra, descubriendo las encías negras y agrisadas donde estaba brotando todo un jardín de musgo.

¿Qué clase de sonrisa es ésa? —se preguntó Henry mientras el coche ronroneaba sedosamente por Main Street, pasando junto al bar de Nan por un lado y al cine Aladdin por el otro—. ¿Es una sonrisa de perdón? ¿De viejos amigos? ¿O es el tipo de sonrisa que dice: Te la voy a dar, Henry, me vas a pagar el abandono en que nos dejaste a mí y a Vic? ¿Qué clase de sonrisa es?

—Tienes que comprender cómo eran las cosas —dijo Henry. Y se interrumpió.

¿Cómo habían sido las cosas? Todo estaba confuso en su mente, como los fragmentos de rompecabezas que arrojaban sobre las mesas en esos malditos salones de recreo de Juniper Hill. ¿Cómo habían sido las cosas, exactamente? Ellos habían seguido al gordo y a la putilla hasta Kansas Street; esperaron entre los matorrales mientras ellos trepaban hasta lo alto. Si hubiesen desaparecido de la vista, él, Victor y Belch habrían abandonado el escondite para ir tras ellos; dos eran mejor que nada y el resto llegaría a su debido tiempo.

Pero ellos no desaparecieron. Se recostaron contra la cerca, conversando, mientras vigilaban la calle. De vez en cuando echaban un vistazo al terraplén, pero Henry mantenía a sus dos soldados bien fuera de la vista.

Recordó que el cielo se había encapotado; las nubes llegaban desde el este; el aire se estaba espesando. Esa tarde llovería.

Y después, ¿qué pasó? ¿Qué…?

Una mano huesuda, callosa, le ciñó el brazo. Henry dejó escapar un grito. Se había estado dejando llevar otra vez hacia esos algodones grises, pero el horrible contacto de Belch y la daga de dolor en su estómago, provocada por un grito, lo hicieron reaccionar. Miró a su lado. La cara de Belch estaba a menos de cinco centímetros de la suya. Aspiró hondo e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho: el viejo Belch estaba pasado, por cierto. Henry volvió a pensar en tomates que se pudrían silenciosamente en algún rincón del cobertizo. Se le revolvió el estómago.

De pronto recordó el fin: el fin de Belch y Vic, por lo menos. Algo había salido de la oscuridad, cuando estaban en una excavación que tenía una reja arriba, preguntándose por dónde continuar. Algo… Henry no había podido decir qué era. Hasta que Victor gritó:

—¡Frankenstein! ¡Es Frankenstein!

Y así era; allí estaba el monstruo de Frankenstein, con tornillos en el cuello y una profunda cicatriz suturada a lo ancho de la frente, caminando con zapatos que parecían cubos para construcciones infantiles.

—¡Frankenstein! —gritaba Vic—. ¡Fran…!

Y en ese momento desapareció su cabeza. La cabeza de Vic voló por aquella excavación hasta golpear la piedra del otro lado, con un golpe seco, pegajoso, agrio. Los ojos amarillos y acuosos del monstruo se habían fijado en Henry, que quedó petrificado. Se le aflojó la vejiga y sintió que algo caliente le corría por las piernas.

El monstruo avanzó hacia él y Belch… Belch había…

—Mira, ya sé que salí corriendo —dijo Henry—. Hice mal, pero…, pero…

Belch se limitaba a mirarlo.

—Me perdí —susurró Henry, como para expresar que él también había sufrido lo suyo.

Sonaba flojo. Era como decir: Sí, ya sé que a ti te mataron, Belch, pero yo me clavé una espina horrible bajo la uña. Es que había sido espantoso, de veras, vagar en ese mundo de hedionda oscuridad por horas enteras. Recordó que, al final, había empezado a gritar. En cierto momento se había caído —una caída larga, vertiginosa, en la que tuvo tiempo de pensar: Oh, bueno, dentro de un minuto habré muerto y esto se habrá acabado, pero de pronto estuvo en una corriente de agua rápida. Bajo el canal, probablemente. Había salido a la luz del sol, ya escasa y avanzado con trabajo hasta la orilla, para salir del Kenduskeag a menos de cincuenta metros del sitio donde se ahogaría Adrian Mellon, veintiséis años después. Resbaló, cayó, se golpeó la cabeza y quedó desmayado. Al despertar ya había oscurecido. De algún modo se las ingenió para encontrar el camino hasta la carretera 2 donde hizo autostop para volver a su casa. Y allí lo había estado esperando la policía.

Pero ésos eran otros tiempos y esto era el presente. Belch se había puesto frente al monstruo de Frankenstein, que le arrancó el lado izquierdo de la cara hasta el cráneo; hasta allí había visto Henry, antes de huir. Pero allí estaba Belch, en ese momento, y le señalaba algo.

Estaban detenidos frente al hotel «Town House» y de pronto Henry comprendió a la perfección: el «Town House» era el único hotel de verdad que quedaba en Derry. En 1958 estaba también el Eastern Star al final de Exchange Street y el Descanso del Viajero, en Torrault Street. Ambos habían desaparecido en la renovación urbana (Henry estaba bien enterado de eso, porque leía el Derry News todos los días sin falta en Juniper Hill). Sólo quedaba el «Town House» y unos cuantos motelitos junto a la interestatal.

Allí deben estar ellos —se dijo—. Justo allí. Los que quedan. Durmiendo, soñando con ciruelas confitadas… o con cloacas, tal vez. Y yo me voy a encargar de ellos. Uno por uno.

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