It (Eso) – Stephen King

La excepción a esa regla era, por supuesto, Henry Bowers.

Aunque trataba de demostrarlo lo menos, posible, Mike vivía aterrorizado por él. En 1958, Mike era delgado y de buena contextura, más alto que Stan Uris, pero menos que Bill Denbrough. Era rápido y ágil, lo cual lo había salvado de varias palizas a manos de Henry. Además, por supuesto, iban a distintas escuelas. Gracias a eso y a la diferencia de edad, sus caminos convergían rara vez. Mike se tomaba muchas molestias para que así fuese. Por eso, la ironía consistía en que, aunque Henry le odiaba más que a ningún otro chico de Derry, lo había acosado menos que a los otros.

Oh, tenía sus marcas, desde luego. Tras la muerte del perro, en la primavera, Henry saltó de entre los arbustos mientras Mike caminaba hacia la ciudad para ir a la biblioteca. Se acercaba el fin de marzo y hubiera podido ir en bicicleta porque hacía bastante calor, pero en aquellos tiempos Witcham Street terminaba en tierra más allá de la casa de los Bowers; por lo tanto, en aquella temporada era un pantano donde las bicicletas no servían para nada.

—Hola, negro —había dicho Henry saliendo de entre los matojos con una gran sonrisa.

Mike retrocedió dirigiendo rápidas miradas cautelosas a derecha e izquierda por si hubiera una posibilidad de huir. Sabía que, si lograba eludir a Henry, podría sacarle buena ventaja. Henry era grande y fuerte, pero también lento.

—Voy a hacerme un muñeco de alquitrán —dijo Henry, avanzando hacia él—. No eres tan negro como hace falta, pero yo me encargo de eso.

Mike desvió los ojos a la izquierda y torció el cuerpo en esa dirección. Henry cayó en la trampa y se arrojó hacia allí, tan rápida y pronunciadamente que no pudo echarse atrás. Mike, invirtiendo el movimiento con dulce y natural celeridad, echó a correr hacia la derecha (en el instituto integraría el equipo de fútbol; una fractura de pierna le impediría cubrir el récord de puntos anotados). Habría escapado con facilidad de no ser por el barro: Estaba resbaladizo y Mike cayó de rodillas. Antes de que pudiera levantarse, Henry caía sobre él.

¡Neggronegggroneeegro! —gritó Henry, en una especie de éxtasis religioso, mientras lo hacía rodar.

El barro subió por su espalda y por el fondillo de sus pantalones. Sintió que se le metía en los zapatos. Pero sólo empezó a llorar cuando Henry le untó la cara de lodo tapándole las fosas nasales.

—¡Ahora sí que eres negro! —aulló Henry, alegremente, mientras le frotaba el pelo con barro—. ¡Ahora eres negro de verdad! —Desgarró su chaqueta de popelina y la camiseta que llevaba debajo y le plantó una cataplasma oscura en el ombligo—. ¡Ahora eres más negro que la medianoche en un pozo de mina! —vociferó, triunfal, mientras aplicaba tapones de barro a sus orejas. Luego se echó atrás, con las manos enlodadas colgando del cinturón, y chilló—: ¡Yo maté a tu perro, negro!

Pero Mike no lo oyó por el barro que tenía en las orejas y por sus propios sollozos aterrorizados.

Por fin, Henry pateó un último terrón pegajoso contra él y se volvió para caminar hacia su casa sin mirar atrás. Pocos momentos después, Mike se levantó e hizo otro tanto, aún llorando.

Por supuesto, su madre se puso furiosa; quería que Will Hanlon llamara al comisario Borton para que fuera a casa de los Bowers antes del anochecer.

—No es la primera vez que persigue a Mikey —le oyó decir el chico, sentado en la bañera, mientras sus padres hablaban en la cocina. Era su segundo baño; el agua del primero se había puesto negra casi en el instante en que se sumergió en ella. La madre, en su cólera, había vuelto a su denso dialecto tejano, que al chico le era apenas comprensible—. ¡Mándale la policía, Will Hanlon! ¡El perro y la criatura! Les mandas a la policía, ¿me entiendes?

Will entendió, pero no hizo lo que su esposa le pedía. Al cabo de un rato, cuando ella se hubo tranquilizado (por entonces era de noche y Mike dormía desde hacía dos horas) él le recordó la realidad de la vida. El comisario Borton no era el viejo Sullivan. Si Borton hubiera ocupado ese puesto en la época del incidente con los pollos, Will jamás habría conseguido sus doscientos dólares. Algunos hombres apoyaban; otros, no. Borton era de estos últimos. En realidad, era un veleta.

—No es la primera vez que Mike tiene problemas con ese chico, sí —dijo a Jessica—. Pero no los tiene graves porque se cuida de Henry Bowers. Esto servirá para que ponga aún más cuidado.

—Entonces, ¿vas a permitir que se salgan con la suya?

—Supongo que Bowers ha contado a su hijo muchas mentiras sobre lo que le pasó conmigo —dijo Will—. Por eso el chico nos odia a los tres, y porque el padre le ha dicho también que hay que odiar a los negros. Todo se remonta a eso. No puedo cambiar el hecho de que nuestro hijo es negro, así como no puedo decirte que Henry Bowers será el último en odiarlo por el color de su piel. Tendrá que entenderse con eso por el resto de su vida, como me ha pasado a mí y como te ha pasado a ti. Hasta en esa escuela cristiana a la que te empeñaste en que fuese, la maestra les dijo que los negros no eran tan buenos como los blancos porque Cam, hijo de Noé, miró a su padre cuando estaba desnudo y borracho, mientras los otros dos hijos apartaron la vista. Por eso los hijos de Cam fueron condenados a ser siempre taladores de bosques y acarreadores de agua, les dijo. Y según Mikey, lo miraba directamente a él mientras contaba la historia.

Jessica miró a su marido, muda y angustiada. Cayeron dos lágrimas, una de cada ojo, que resbalaron lentamente por su cara.

—¿No hay forma de salvarse de esto, jamás?

La respuesta fue bondadosa, pero implacable; en aquellos tiempos, las mujeres tenían fe en sus maridos y Jessica no había recibido motivos para dudar de su Will.

—No. No hay modo de salvarse de que nos traten de negros, ni ahora ni en el mundo que se nos ha dado para vivir. Los negros campesinos de Maine siguen siendo negros. A veces pienso que, si volví a Derry, es porque no había mejor lugar para recordarlo. Pero voy a hablar con nuestro hijo.

Al día siguiente se llevó a Mike al granero. Will se sentó en el yugo de su arado y dio unas palmaditas a su lado, para que Mike lo imitara.

—Te conviene mantenerte lejos de Henry Bowers —le dijo.

Mike asintió.

—Su padre está loco.

Mike volvió a asentir. Había oído hablar de eso en la ciudad y sus pocos encuentros con el señor Bowers reforzaban esa idea.

—Y no quiero decir que esté un poco chiflado —prosiguió Will, encendiendo un cigarrillo liado por él, mientras miraba a su hijo—. Está a tres pasos del loquero. Así volvió de la guerra.

—Creo que Henry también está loco —dijo Mike.

Su voz sonaba baja, pero firme, y eso fortaleció el corazón del padre. Sin embargo, aunque su vida incluía incidentes tales como haber estado a punto de morir quemado vivo en una improvisada taberna llamada Black Spot, no podía creer que un chico como Henry estuviera loco.

—Bueno, presta demasiada atención a su padre, pero eso es natural —dijo.

Sin embargo, su hijo estaba mucho más cerca de la verdad. Henry Bowers, ya por asociación constante con su padre o por otro motivo, algo interno, estaba enloqueciendo, lenta pero seguramente.

—No quiero que vivas huyendo —dijo Will— pero por el hecho de ser negro tendrás que aguantar muchas cosas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, papá —dijo Mike, pensando en Bob Gautier, un compañero de escuela.

Bob había tratado de explicarle que lo de negro no podía ser un insulto porque su padre lo decía constantemente. Más aún, afirmaba Bob, gravemente, debía de ser un elogio, porque en la pelea que transmitieron por televisión, el viernes por la noche, su padre había dicho, de un luchador que, después de una gran paliza, seguía de pie: «Tiene la cabeza más dura que un negro». «Y mi papá es tan cristiano como tu papá», había concluido el chico. Mike recordaba que, al mirar aquella cara blanca, enjuta y severa, rodeada por la piel del capuchón, no había sentido rabia, sino una terrible tristeza que le daba ganas de llorar. En la cara de Bob veía franqueza y buenas intenciones, pero su sensación era de soledad, de distancia, de un gran vacío sibilante entre él y el otro chico.

—Veo que me entiendes —dijo Will, revolviéndole el pelo—. Y, en resumen, tienes que mirar muy bien dónde pisas. Tienes que preguntarte si Henry Bowers vale la pena. ¿Vale la pena?

—No —dijo Mike—. No, no la vale.

Pasaría un tiempo antes de que cambiara de idea. Eso ocurrió, en realidad, el 3 de julio de 1958.

4

Mientras Henry Bowers, Victor Criss, Belch Huggins, Peter Gordon y un chico de la secundaria medio retrasado que se llamaba Steve Sadler (a quien conocían por el apodo de Moose, por el personaje de Archie y sus amigos), perseguían al sofocado Mike Hanlon por las vías del ferrocarril en dirección a Los Barrens, distantes unos seiscientos metros, Bill y el resto de los Perdedores seguían sentados en la ribera del Kenduskeag, estudiando aquel problema de pesadilla.

—C-c-creo que sé dó-dónde está —dijo Bill, rompiendo por fin el silencio.

—En las cloacas —agregó Stan.

Y todos dieron un respingo, ante un ruido súbito y áspero. Eddie, con una sonrisa de culpabilidad, volvió a dejar el inhalador en su regazo.

Bill asintió.

—Ha-hace unas cuantas n-noches p-p-pregunté a mi pa-pa-dre co-cómo eran las c-c-cloacas.

—Toda esta zona era, originariamente, un pantano —explicó Zack a su hijo—, y los fundadores de la ciudad se las arreglaron para edificar lo que ahora es el centro en la peor parte posible. La sección del canal que corre bajo las calles Main y Center para salir en el parque Bassey es sólo un desagüe que contiene al Kenduskeag. La mayor parte del año, esos desagües están casi vacíos, pero, son importantes cuando se producen inundaciones… —Hizo una pausa, pensando, quizá, que durante la inundación del otoño anterior había perdido a su hijo menor—. A causa de las bombas —concluyó.

—¿Q-q-qué bombas? —preguntó Bill, girando la cabeza sin siquiera darse cuenta. Cuando tartamudeaba en ciertos sonidos, solía despedir saliva sin notarlo.

—Las bombas de drenaje —dijo su padre—. Están en Los Barrens. Son tubos de cemento que sobresalen casi un metro del suelo.

—B-b-ben Ha-hanscom les dice a-a-agujeros Mo-Morlock —dijo Bill, sonriendo.

Zack le devolvió la sonrisa…, pero era apenas una sombra de sus sonrisas de antes. Estaban en el taller, donde Zack hacía clavijas para sillas sin mayor interés.

—En realidad, son sólo bombas de sumidero —explicó—. Están puestas en cilindros, a unos tres metros de profundidad y bombean el agua residual y la de escurrimiento cuando la inclinación de la tierra se nivela o asciende un poquito. La maquinaria es vieja: habría que cambiarla, pero cuando el municipio pide fondos, el concejo siempre dice que no hay. Si me hubieran dado veinticinco centavos por cada vez que he debido meterme allí abajo, hundido hasta las rodillas en excrementos, para rebobinar alguno de esos motores… Pero no tienes por qué oír hablar de estas cosas, Bill. ¿Por qué no vas a mirar la tele? Creo que dan algo bueno.

—Pe-pe-pero me int-interesa —dijo Bill, y no sólo por haber llegado a la conclusión de que había algo terrible bajo Derry, en algún lugar.

—¿Para qué quieres saber sobre las bombas de cloaca? —preguntó Zack.

—U-un inf-informe para la e-e-escuela —dijo Bill, descabelladamente.

—¡Pero si las clases ya terminaron!

—P-p-para el año q-q-que viene.

—Bueno, es un tema muy aburrido —dijo Zack—. Lo más probable es que tu maestro te suspenda por hacerlo dormir. Mira, éste es el Kenduskeag. —Dibujó una línea recta en la leve capa de aserrín que cubría el banco de carpintero—. Aquí están Los Barrens. Ahora bien, como el centro es más bajo que las zonas residenciales, como las calles Kansas, Old Cape o Broadway Oeste, casi todas las aguas residuales del centro deben ser bombeadas para que lleguen al río. Las aguas residuales de las casas bajan en Los Barrens por cuenta propia, ¿ves?

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