It (Eso) – Stephen King

—Por lo que dijo —interpuso el jefe Rademacher.

—Sí.

—A John Garton, en la tarde del día diecisiete.

—Sí, a Webby. —Unwin volvió a romper en sollozos—. Pero cuando lo vimos en dificultades, tratamos de salvarlo. Al menos, yo y Stevie Dubay… ¡No queríamos matarlo!

—Vamos, Chris, no nos tomes el pelo —dijo Boutillier—. Arrojasteis al canal a ese mariquita.

—Sí, pero…

—Y vinieron los tres aquí para aclarar las cosas. El jefe Rademacher y yo os estamos agradecidos, ¿verdad, Andy?

—Claro. Hay que ser muy hombre para reconocer lo que se ha hecho, Chris.

—Entonces no lo pringues mintiéndonos ahora. Tuvisteis la intención de arrojarlo en cuanto lo visteis salir del «Falcon» con su amiguito, ¿no?

—¡No! —protestó Chris Unwin con vehemencia.

Boutillier sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su camisa y se puso uno en la boca. Luego ofreció el paquete a Unwin.

—¿Un cigarrillo?

Unwin tomó uno. Boutillier tuvo que perseguir la punta con la cerilla para encendérselo por el modo en que al muchacho le temblaba la boca.

—Pero sí cuando vieron que llevaba puesto el sombrero, ¿no? —preguntó Rademacher.

Unwin aspiró el humo profundamente bajando la cabeza de tal modo que el pelo grasiento le cayó sobre los ojos y expelió el humo por la nariz cubierta de puntos negros.

—Sí —reconoció, en voz tan baja que casi no se le oyó.

Boutillier se inclinó hacia adelante con un destello en sus ojos marrones. Aunque su cara era la de un ave de rapiña, su voz sonó amable.

—¿Qué has dicho, Chris?

—Dije que sí. Me parece. Queríamos arrojarlo al canal, pero no matarlo. —Levantó la mirada hacia ellos con expresión angustiada, incapaz de comprender los extraordinarios cambios que se habían producido en su vida desde que saliera de su casa para participar en la última noche del Festival del Canal organizado por Derry, con dos amigos, a las siete y media de la noche—. ¡Matarlo, no! —repitió—. Y ese tío que estaba bajo el puente…, todavía no sé quién era.

—¿De qué tío nos hablas? —preguntó Rademacher sin mayor interés.

Ya habían oído esa parte y ninguno de los dos la creía. Tarde o temprano, los acusados de asesinato sacaban a relucir, casi siempre, a ese misterioso «tío». Boutillier había llegado a darle un nombre al asunto. Lo llamaba síndrome del Manco, por el personaje de El fugitivo, aquella vieja serie de la televisión.

—El tipo vestido de payaso —dijo Chris Unwin estremeciéndose—. El tío de los globos.

3

El Festival del Canal, que se desarrolló entre el 15 y el 21 de julio, había sido un gran éxito, según decían casi todos los habitantes de Derry; algo muy bueno para la moral, la imagen de la ciudad… y el bolsillo. Los festejos de esa semana se habían organizado para celebrar el centenario de la inauguración del canal que corría por el centro de la ciudad. Había sido ese canal el que abriera plenamente a Derry al comercio de la madera, entre 1884 y 1910; también el canal lo que dio origen a los años de bonanza de Derry.

La ciudad fue acicalada de este a oeste y de norte a sur. Ciertos baches, de los que algunos decían que llevaban más de diez años sin ser reparados, fueron debidamente rellenados con alquitrán hasta que las calles quedaron parejas. Los edificios municipales recibieron una remodelación por dentro y una mano de pintura por fuera. Desaparecieron las peores leyendas inscritas en Bassey Park —muchas de ellas, frías y lógicas manifestaciones contra los homosexuales, tales como MATAD A TODOS LOS MARICAS y EL SIDA ES EL CASTIGO DE DIOS, MARICAS DEL INFIERNO—, borradas de los bancos y las paredes de madera que cerraban el pequeño puente cubierto sobre el canal, conocido como Puente de los Besos.

Se instaló un Museo del Canal en tres locales desocupados del centro, con material de Michael Hanlon, bibliotecario e historiador aficionado de la ciudad. Las familias más antiguas de la población prestaron gratuitamente sus casi inapreciables tesoros y durante la semana del Festival, casi cuarenta mil visitantes pagaron veinticinco centavos por cabeza para ver menús de 1890, herramientas de leñadores originarias de 1880, juguetes de los años veinte y más de dos mil fotografías, así como nueve rollos de película sobre la vida en el Derry de cien años atrás.

El museo estaba patrocinado por la Sociedad de Damas de Derry, quienes vetaron algunos de los objetos que Hanlon proponía exponer (tales como la notable silla-trampa, que databa de 1930) y fotografías (como la de la banda de Bradley después del famoso tiroteo). Pero todos reconocieron que era un verdadero éxito y, en realidad, nadie quería ver esas antiguallas macabras. Era mejor acentuar lo positivo y eliminar lo negativo, como decía la vieja canción.

En el parque había una carpa enorme de lona a rayas donde se vendían refrescos; todas las noches, una banda daba un concierto. En el parque Bassey se instaló una feria con atracciones y juegos administrados por los vecinos. Un tranvía especial recorría las zonas históricas de la ciudad, de hora en hora, terminando el recorrido en esa vistosa y amena máquina de hacer dinero.

Fue allí donde Adrian Mellon ganó el sombrero por el que lo matarían, un sombrero de copa hecho de papel con una flor y una banda que rezaba: I ♥ DERRY!

4

—Estoy cansado —dijo John Webby Garton.

Como sus dos amigos, vestía imitando inconscientemente a Bruce Springsteen, aunque probablemente habría dicho que Springsteen era un chulo o una maricona y que él admiraba a esos «hijoputas» del heavy-metal, como Deff Leppard, Twisted Sister o Judas Priest. Había arrancado las mangas de su camiseta azul para exhibir sus musculosos brazos. El pelo castaño, espeso, le caía sobre un ojo; ese toque era más al estilo de John Cougar Mellencamp que de Springsteen. En los brazos tenía tatuajes azules, símbolos arcanos que parecían dibujados por un niño.

—No quiero hablar más.

—Cuéntanos sólo lo del martes por la tarde, en la feria —dijo Paul Hughes.

Ese sórdido asunto tenía a Hughes cansado, impresionado y lleno de horror. Una y otra vez, tenía la impresión de que el Festival había finalizado con un último número que todos, de algún modo, estaban esperando, aunque nadie se hubiera atrevido a anotarlo en el programa diario. Si lo hubiesen hecho, eso habría aparecido así:

Sábado, 21 horas: Último concierto de la Banda de la Escuela Secundaria de Derry y los Melómanos de la Barbería.

Sábado, 22 horas: Gigantesco espectáculo de fuegos artificiales.

Sábado, 22.35 horas: Sacrificio ritual de Adrian Mellon, cerrando oficialmente el Festival del Canal.

—A la mierda con la feria —replicó Webby.

—Sólo lo que tú le dijiste a Mellon y lo que él te dijo a ti.

—¡Santo Dios…! —Webby puso los ojos en blanco.

—Vamos, flaco —insistió el compañero de Hughes.

Webby Garton puso los ojos en blanco y volvió a empezar.

5

Garton vio a Mellon y a Hagarty contoneándose cogidos de la cintura y soltando risitas como un par de chicas. Al principio pensó que, en verdad, eran dos chicas. Luego reconoció a Mellon, pues ya se lo habían señalado antes. Y en ese momento vio que Mellon se volvía hacia Hagarty… y que los dos se besaban por un instante.

—¡Voy a vomitar, macho! —exclamó Webby, asqueado.

Con él iban Chris Unwin y Steve Dubay. Cuando Webby señaló a Mellon, Steve Dubay creyó reconocer al otro marica; se llamaba Don Nosecuántos, dijo; había recogido en su coche a un chico de la secundaria, sólo para tratar de manosearlo.

Mellon y Hagarty volvieron a caminar hacia los tres muchachos, alejándose del tiro al blanco, rumbo a la salida de la feria. Webby Garton diría más tarde a los oficiales Hughes y Conley que se había sentido «herido en su orgullo cívico» al ver que un marica de mierda llevaba un sombrero con la leyenda I ♥ DERRY! Era una ridiculez, ese sombrero de copa con su gran flor meneándose en todas direcciones. Y esa ridiculez, al parecer, hirió aún más el orgullo cívico de Webby.

Cuando pasaron Mellon y Hagarty, siempre abrazados por la cintura, Webby gritó:

—¡Tendría que hacerte tragar ese sombrero, marica asqueroso!

Mellon se volvió hacia Garton y respondió parpadeando con coquetería:

—Si quieres comer, tesoro, puedo conseguirte algo mucho más sabroso que mi sombrero.

A esas alturas, Webby Garton decidió arreglarle el rostro al marica ese. En la geografía de esa cara se alzarían montañas y los continentes cambiarían de sitio. No iba a tolerar que nadie lo acusara de hacer porquerías. Nadie.

Cuando echó a andar hacia Mellon, Hagarty, alarmado, trató de llevarse a su amigo, pero Mellon se mantuvo firme, sonriendo. Más tarde, Garton diría a los oficiales Hughes y Conley que Mellon debía de estar drogado. Sí, en efecto, reconocería Hagarty, al serle sugerida la idea por los oficiales Gardener y Reeves, se había drogado con dos bollos fritos untados de miel y con la feria y con el día entero. No había podido reconocer, por tanto, la amenaza real que representaba Webby Garton.

—Pero así era Adrian —dijo Don, enjugándose los ojos con un pañuelo de papel, corriéndose la sombra brillante de los párpados—. No sabía confundirse con el ambiente. Era uno de esos tontos convencidos de que todo iba a salir bien.

Habría podido resultar seriamente herido en ese mismo instante si Garton no hubiera sentido un golpecito en el codo. Era un bastón de goma. Al girar la cabeza, se encontró con el oficial Frank Machen, otro miembro de la policía de Derry.

—Tranquilo, compañerito —le dijo Machen—. Métete en tus cosas y deja a esas locas en paz. Venga, muévete.

—¿No oyó lo que me dijo? —preguntó Garton, acalorado.

En ese momento se le agregaron Unwin y Dubay, olfateando problemas. Trataron de que Garton siguiera caminando con ellos, pero él se los sacudió, si hubieran insistido, los habría atacado a puñetazos. Su hombría acababa de sufrir un insulto que debía ser vengado. Nadie podía insinuar que él hiciera porquerías. Nadie.

—No creo que te hayan dicho nada malo —replicó Machen—. Y tú fuiste el primero en dirigirles la palabra. Anda, sigue caminando, hijo. No quiero tener que llevarte a comisaría.

—¡Pero me trató de maricón!

—¿Y te preocupa que sea cierto? —preguntó Machen, como si estuviera francamente interesado. Garton se puso violento y horriblemente rojo.

Durante ese diálogo, Hagarty trataba, con creciente desesperación, de alejar a Adrian Mellon de la escena. Por fin estaba convenciéndolo.

—¡Adiós, cariño! —se despidió Adrian con descaro.

—Cállate, culo dulce —le dijo Machen—. Vete de aquí.

Garton trató de precipitarse contra Mellon, pero el oficial lo sujetó.

—Podría detenerte, amigo —le dijo—. Y no sería mala idea, si sigues portándote así.

¡La próxima vez me la vas a pagar! —aulló Garton tras la pareja que se marchaba, haciendo girar muchas cabezas en su dirección—. ¡Y si te veo con ese sombrero te voy a matar! ¡En esta ciudad no necesitamos maricas como tú!

Mellon, sin volverse, agitó los dedos de la mano izquierda —tenía las uñas pintadas de rojo cereza— y se alejó contoneándose provocativamente. Garton volvió a lanzarse de cabeza.

—Una palabra o un movimiento más y te arresto —advirtió Machen suavemente—. Te hablo en serio, hijo.

—Vamos, Webby —dijo Chris Unwin, intranquilo—. Ablándate.

—¿A usted le gustan estos tipos? —preguntó Webby a Machen, ignorando por completo a Chris y a Steve—. Diga, ¿le gustan?

—Los margaritas no me preocupan —aseguró Machen—. Lo que me interesa es mantener la paz y la tranquilidad y tú estás perturbando lo que me gusta, cara de pizza. Ahora bien, ¿quieres dar una vuelta conmigo o no?

—Vámonos, Webby —dijo Steve Dubai, en voz baja—. Vamos a comer unos frankfurts.

Webby los siguió, arreglándose la camisa con movimientos exagerados y apartándose el pelo de los ojos. Machen, quien también prestó declaración la mañana siguiente a la muerte de Adrian Mellon, dijo: «Lo último que le oí decir cuando se alejaba con sus compañeros, fue: La próxima vez me la va a pagar caro».

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