La repudiada – Eliette Abécassis

La repudiada

Eliette Abécassis

Título original: La répudiée

A mi hermana Emmanuelle

Capítulo 1

Hoy tengo veintiséis años. Pronto hará diez años que estoy casada con Natán. Mi hermana Noemí tiene veintidós años. Es una chica menuda de largo cabello castaño, cutis oliváceo y ojos casi oblicuos. Tiene veintidós años y ya le ha llegado la hora de casarse. Pero ella no está enamorada de un hasid[1]. Ama a Jacob, que ha dejado nuestro barrio, y lo ama desde que tenía dieciséis años. La hora de casarse ha llegado y Jacob es el hombre con quien se quiere desposar, es él quien ha seducido su corazón. Pero aquí no queremos saber nada de él porque se fue a cumplir el servicio militar. El Rav[2] dice que es una abominación servir a este país, al que rechaza nombrar, porque rechaza su existencia antes de la venida del Mesías.

Vivimos en Jerusalén pero de hecho no estamos. Estamos en otra parte. De hecho, no estamos en ningún lugar. Vivimos en Meah Shearim, un barrio situado entre la ciudad antigua y la ciudad nueva, de casas bajas, de patios entrelazados, entradas infinitas, túneles confidenciales, pequeñas habitaciones, buhardillas o cavas, balcones de hierro forjado, interiores, exteriores, enclaves secretos. Entren, mézclense con nosotros, verán a los hasidim de paso apresurado en las yeshivás[3] donde estudian de noche, de día y de noche. Entren pues, y vean a esos hombres con papillotes, levitas y barbas negras. Entren con la cabeza cubierta, pero entren, ya que no se para de entrar aquí, patio tras patio, pasillo tras pasillo, tienda y trastienda, entren pues, y salten al otro lado del espejo de este país al que no se atreven a nombrar. Sin embargo, estamos en el corazón de Israel, en el centro de Jerusalén, cerca de la puerta de Damas y del barrio árabe del casco antiguo. Entren pues, y quizás poseerán el futuro, como nosotros, si se animan, y quizás sabrán por qué el mundo fue creado. Pero es un secreto que sólo pueden conocer aquellos que entran, juntos, arena y mar, en esta vasta familia que es la nuestra. Entren pues, y vean: somos todos iguales con nuestra ropa oscura, nuestro paso apresurado y, sobre todo, con nuestros ojos, estrellas cansadas por noches y noches en vela.

Nuestros ojos, cuya mirada bajamos cuando se cruza con otra, han leído mucho y saben que nuestra vida está en otra parte, en las pequeñas calles abarrotadas, en los patios con plantas colocadas al tresbolillo, las callecitas estrechas formando largas hileras. Cien puertas para nuestra fortaleza, que hay que estar preparado para abrir. Aquí existen todavía los sastres, y los escribas escriben, y los carniceros sacrifican, y los circuncisores cortan, y los peluqueros hacen pelucas, y los sombrereros y los gorreros sombreros, pero no para enriquecerse, sino para alimentarse, para sobrevivir, porque somos pobres ante el Eterno. Entren pues, si quieren ver al hombre de negro. Detrás de la puerta de su casa hay un rollo que besa. Bajo su ropa lleva un chal de oraciones, en la cabeza, un sombrero, ante él, una dinastía, detrás de él, una cola de hijos. Escondido por los pasillos y por las puertas secretas de su alma, así es el hasid.

Aquí, en nuestro país, no nos casamos por amor. Nos casamos gracias al alcahuete. El amor aparece tras años de vida compartida, los hijos y todo lo cotidiano es lo que teje lazos de unión entre las personas. Por eso nunca había visto a mi marido antes de la boda. Pero en cuanto lo vi, en la carpa blanca de los esposos, el suelo tembló bajo mis pies, su amor me prendió. No sabía si era el miedo o la emoción. Después comprendí: el amor, para mí, fue nuestro primogénito.

Capítulo 2

Todo había sido dispuesto por un alcahuete, que me dio una fotografía del hombre con quien me iba a casar. Una o dos veces había hablado con él por teléfono. Intercambiamos algunas palabras. Su voz era bonita, grave y profunda; su timbre sensible. Del resto se ocupó José, el asistente del Rav. Sólo se necesitaron tres meses para ultimarlo todo.

La sinagoga estaba llena de gente. En medio de la sala se había levantado una carpa. Los hasidim, que llevaban sombreros y papillotes, entraban y salían. Algunos tomaban asiento, esperaban. Otros rezaban, balanceándose a derecha y a izquierda. Las mujeres no estaban visibles: permanecían de pie tras la celosía que las separaba de los hombres. A mi prometido y a mí nos llevaron a la carpa.

Lo que primero conocí de su persona fueron unos dedos finos, curvos, que pusieron la alianza en el mío. Después, vi unos labios que se mojaban en la copa de vino que compartimos. Envolvieron un vaso en un pañuelo de cuello y el Rav lo rompió de un pisotón, como es costumbre, en memoria de la destrucción del Templo.

Entonces me subí el velo blanco que tapaba mi cara y di siete vueltas alrededor de mi esposo. Dirigí la mirada hacia él. Vi unos ojos de luz sombría, unos pómulos altos y rojos, una boca pequeña y púrpura como la granada. Era alto y esbelto como un cedro del Líbano. Era bello como la luna, brillante como el sol.

Todos callaron y se hizo el silencio. El Rav se levantó de su asiento y se situó en el centro de la sinagoga. Tenía una barba gris larga y unos penetrantes ojos negros. Su corpulencia había aumentado con la edad y no era muy alto; pero emanaba un aura tal que, cuando entraba en un lugar, todas las miradas se dirigían hacia él y todos se callaban.

–Cuando un hombre y una mujer se casan –dijo el Rav–, pueden por fin ser considerados como miembros de pleno derecho de la comunidad. Porque el hombre ha sido creado a imagen de Dios, es decir, es macho y hembra. Por eso el matrimonio es un mandato divino, y el celibato un ataque a la imagen divina en el hombre. El hombre puede llegar a completarse y alcanzar el más allá por el matrimonio, lo que le permite sentir al Mesías. Tú, Natán, y tú, Raquel, esperamos de vosotros que tengáis una descendencia numerosa, tan numerosa como las estrellas del cielo.

Así lo dijo el Rav durante mi matrimonio con Natán, mi esposo.

Después los hasidim se pusieron a bailar. En ciertos momentos, se elevaron gritos de fervor. Bailaban juntos, pegados unos a otros, ondulando sus cuerpos en locas cadencias. A veces, uno de ellos se separaba del grupo y se movía solo, en medio del círculo.

Una celosía separa los hombres de las mujeres. Nosotras, que estamos detrás apretujadas unas contra otras, observamos a los hombres pero no bailamos. Veía sus caras, oía los gritos que acompañaban los bailes, y la inquietud y la alegría que expresaban. Mi mirada se mezclaba con las voces desnudas de sílabas; la melodía danzaba, daba vueltas y cantaba, sin palabras, sin la traba de las palabras, y aquel silencio envolvía mi silencio.

El hombre que bailaba delante de mí intentaba, con movimientos amplios y lentos, fascinar a su compañero, hasta que acabaron por bailar juntos al mismo ritmo, cada vez más deprisa, y yo miraba, y no podía separar mis ojos del hombre que bailaba embriagado, del hombre que bailaba enloquecido: Natán, mi marido, con los ojos cerrados, loco por el baile, deslumbrado por la Presencia, y yo lo miraba, y estaba allí, siguiendo cada uno de sus movimientos, respirando cada uno de sus suspiros y jadeando por éstos, uniéndome al ritmo de su cuerpo. Y él me miraba y yo lo miraba mirarme, y me unía a él con el pensamiento, y estábamos unidos por el baile para formar un solo cuerpo en la zozobra y sentir el aliento de Dios sobre nosotros.

Capítulo 3

Este cuarto es nuestra alcoba. Tenemos la habitación propiamente dicha, donde se encuentran la cama de Natán, el armario, un sofá y un escritorio, y esta pequeña alcoba, en la que he hecho mi nido. Me gusta este cuarto de piedras blancas que se parece al muro del Templo.

Por la mañana, lo miro cuando se pone las medias negras, el pantalón negro, el abrigo, lo miro cuando se ata los zapatos. Se pone el gran sombrero de fieltro y ya está listo. A veces, procurando caminar detrás de él para no distraerlo, lo sigo hasta la sinagoga. Me gusta ver el movimiento de su cuerpo, grave y decidido, de delante hacia atrás, de atrás hacia delante. Me gusta verlo cuando se pone las filacterias. Me gusta observarlo cuando lee la oración final, recitada a solas y en voz baja, con los pies juntos y el cuerpo en dirección al Muro occidental. Me gusta cocinar para él. Me gusta su manera de comer los platos que le he preparado, con apetito y determinación. Conozco al detalle los pliegues de su boca. Conozco sus gustos: sé lo que le agrada y lo que le disgusta. Sé que prefiere tomar café sin azúcar después de la comida. Me gusta cuando conversa, comiendo, sobre ciertos textos estudiados esa misma mañana o bien sobre la gente de nuestra comunidad. A veces lo observo tan ávidamente que se estremece. Lo miro. Me observo en su mirada. Tengo los ojos de color azul grisáceo, una frente grande estriada de finas arrugas y el pelo negro y corto, que disimulo bajo un pañuelo. Cuando era pequeña, se rizaba en las puntas como sus papillotes. Cuando me casé, empecé a ponerme un pañuelo. Las mujeres casadas no deben gustar a otros hombres que no sean sus maridos. Por eso no enseñan el pelo y se visten con sencillez. Mis pies van calzados con zapatos planos y cerrados; mis piernas, ceñidas con medias gruesas, se esconden bajo mis largas faldas. Rezo, preparo el Shabbat y cumplo con todas las leyes que conciernen a la pureza ritual.

Mi marido estudia en la yeshivá, y yo trabajo con mi tío como contable. A través del escaparate de la tienda de mi tío, veo a niños pasar sin cesar, soñadores o socarrones, traviesos u obedientes, y sus papillotes enmarcan sus caras pálidas. Hay también adolescentes vestidos con caftanes negros de seda brillante, con cordones anudados alrededor de la cintura, sobre pantalones de satén; hay niñas con la cabeza cubierta con pañuelos, con las piernas ocultas bajo sus vestidos, con los tobillos ceñidos con medias de lana.

Así es como vivimos; así, como hemos vivido, durante diez años, mi esposo y yo, hasta el día en el que todo cambió.

Era la víspera del Shabbat, estábamos sentados a la mesa. Mi marido mojó el pan en la sal, para la bendición ritual. Después tomó un pequeño trozo y se lo comió. Sin abrir la boca, se dejó el pescado que le había servido. Miró el plato, pescado y tomates, sin probarlo.

Le pregunté:

–¿Qué pasa Natán? ¿Por qué no comes?

Bajó la mirada y sus pestañas comenzaron a temblar. Empezó a comer, lentamente. Los dos candelabros de la mesa estaban puestos delante de nosotros. Las velas se habían consumido la noche anterior.

–Raquel, no deberías –dijo–. No deberías organizar esos encuentros secretos entre tu hermana y Jacob. En la tienda de tu tío, además.

–Noemí y Jacob se aman desde hace muchos años. Nosotros también nos amamos desde hace muchos años…

Natán no respondió.

–Conozco el fondo de tu alma –dije.

–¿Y qué ves dentro?

–Veo que sufres. Te preguntas si no vivimos en pecado. Todos tus amigos ya son padres de tres o cuatro niños. La gente de la comunidad nos desprecia, los otros estudiosos de la Torá se ríen de ti, se ríen de mí. Tú quieres un hijo, Natán, tú quieres un niño. Si al cabo de diez años de matrimonio una mujer no tiene hijos, su marido tiene derecho a repudiarla.

–Derecho –respondió Natán–. No deber.

Me levanté, abrí el horno. Cogí el tarro de conservas de carne. Lo llevé. Serví a Natán, mi esposo. Después, lo miré. Se puso a comer, despacio. A veces se ayudaba con un pequeño trozo de pan. Más tarde paró de comer y me sonrió. Parecía más relajado, liberado de un peso que tenía en el corazón. Me cogió la mano, nos levantamos y fuimos hacia la alcoba.