It (Eso) – Stephen King

—¿Usted siempre habla con las cloacas, señor? —preguntó el niño.

—Sólo cuando estoy en Derry —dijo Bill.

Se miraron con solemnidad, por un momento, y luego rompieron a reír al mismo tiempo.

—Quiero hacerte una p-p-pregunta estúpida —dijo Bill.

—Diga.

—¿Has oído algo alguna vez en una de éstas?

El chico miró a Bill como si lo creyera chiflado.

—E-está bien —dijo él—, dejémoslo a-a-así.

Siguió caminando; se había alejado diez o doce pasos, colina arriba, con la vaga idea de echar un vistazo a su antigua casa, cuando el niño lo llamó:

—¿Señor?

Bill se volvió. Llevaba la americana deportiva enganchada en un dedo y echada sobre el hombro, el cuello desabrochado y la corbata floja. El niño lo observó con atención, como si lamentara su decisión de seguir hablando. Por fin se encogió de hombros, como si pensara: «Bah, al infierno».

—Sí.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Qué decía?

—No sé. Era un idioma extranjero. Lo oí en una de esas estaciones de bombeo, que hay en Los Barrens, esas que parecen tubos que salen del suelo.

—Sí, ya sé a qué te refieres. Lo que oíste, ¿era un chico?

—Al principio era un chico; después parecía un hombre. —El niño hizo una pausa—. Me dio un poco de miedo. Corrí a casa y se lo dije a mi padre. Él dijo que debía ser un eco o algo así, que venía por las tuberías desde alguna casa.

—¿Y crees que era eso?

El chico sonrió con simpatía.

—En mi Créase o no, de Ripley, leí que un tipo sacaba música de sus dientes. Música de radio. Sus empastes eran como radios pequeñitas. Creo que, si me creí eso, puedo creer cualquier cosa.

—A-ajá —dijo Bill—. Pero esto, ¿lo crees?

El chico sacudió la cabeza con desgana.

—¿Alguna vez volviste a oír esas voces?

—Una vez sí, cuando me estaba bañando —dijo el pequeño—. Era una voz de chica. Sólo lloraba. No decía nada. Cuando terminó me dio miedo sacar el tapón, porque me pareció que podía ahogarla, ¿me entiende?

Bill volvió a asentir.

El chico lo miraba con franqueza, los ojos brillantes y fascinados.

—¿Usted conoce esas voces, señor?

—Las oí —dijo Bill—. Hace mucho, mucho tiempo. ¿Conocías a alguno de los chi-chicos que han sido asesinados aquí, hijo?

Los ojos del niño perdieron el brillo y cobraron inquietud y cautela.

—Dice mi padre que no debo hablar con desconocidos. Dice que cualquiera podría ser el asesino.

Dio otro paso para alejarse de Bill, retirándose hacia la sombra del olmo donde él había estrellado su bicicleta veintisiete años atrás torciendo el manillar.

—Yo no, chico —le dijo él—. Estuve cuatro meses en Inglaterra. Llegué ayer.

—De cualquier modo no tengo que hablar con usted —insistió el chico.

—Me parece bien —convino Bill—. Estamos en un p-p-país libre.

Después de una pausa, el niño dijo:

—A veces jugaba con Johnny Feury. Era un buen chico. Lloré —concluyó, como sin dar importancia al asunto y se tragó el resto del polo. Como si acabara de acordarse, sacó la lengua, momentáneamente, de un naranja brillante, y se lamió el brazo.

—No te acerques a las cloacas ni a las alcantarillas —dijo Bill en voz baja—. Mantente lejos de lugares desiertos. Y de los patios del ferrocarril. Pero, sobre todo, no te acerques a las cloacas ni a las bocas de tormenta.

Los ojos del chico habían recobrado el brillo. Por un rato no dijo nada. Después:

—Señor, ¿quiere que le cuente algo divertido? —preguntó al fin.

—Claro.

—¿Usted vio esa película del tiburón que se comía a todo el mundo?

—La vio todo el mundo. Tiburón.

—Bueno, tengo un amigo que se llama Tommy Vicananza. No es muy inteligente. Tiene serrín en la cabeza, no sé si me entiende.

—Ya.

—Cree que vio a ese tiburón en el canal. Hace un par de semanas estaba solo en el parque Bassey y dice que vio una aleta. Que tenía dos metros y medio, tres metros… Dice que la aleta sola era así de grande, ¿se da cuenta? Y dice: «Fue el tiburón lo que mató a Johnny y a los otros chicos. Yo lo sé porque lo vi». Y yo le digo: «Vamos, Tommy, ese canal está tan contaminado que ni las mojarritas podrían vivir allí. Y vienes a decirme que viste al tiburón. Lo que pasa es que tienes serrín en la cabeza». Pero Tommy dice que lo vio levantarse en el agua, como hacia al final de la película; dice que trató de morderlo, pero que él se escapó a tiempo. Qué divertido, ¿no, señor?

—Muy divertido —dijo Bill.

—¿No es cierto que tiene serrín en la cabeza?

Bill vaciló.

—No te acerques tampoco al canal, hijo ¿me entiendes?

—Entonces, ¿usted se lo cree?

Bill vaciló de nuevo. Iba a encogerse de hombros, pero acabó haciendo una señal de asentimiento. El chico dejó escapar el aliento en un susurro grave, siseante, y bajó la cabeza como avergonzado.

—Sí. A veces creo que yo también tengo serrín en la cabeza.

—Te entiendo. —Bill se acercó al chico, que lo miró con solemnidad, sin apartarse—. Te estás destrozando las rodillas con esa tabla, hijo.

El niño se miró las rodillas llenas de costras y sonrió.

—Sí, creo que sí, a veces me caigo.

—¿Puedo probarla? —preguntó Bill, súbitamente.

El chico lo miró, boquiabierto; después se echó a reír.

—¡Qué divertido! —comentó—. Nunca vi a un mayor en una tabla de patinar.

—Te daré veinticinco centavos —dijo Bill.

—Dice mi papá…

—Que nunca aceptes dinero ni golosinas de desconocidos. Es un buen consejo. De cualquier modo, te daré ve-veinticinco centavos. ¿Qué te parece? Iré sólo hasta la esquina de la calle Jackson.

—Quédese con la pasta —dijo el chico, rompiendo a reír otra vez; era una risa alegre y sin complicaciones, fresca—. No la necesito. Tengo dos dólares. Prácticamente, soy rico. Pero eso es algo que quiero ver. Eso sí: si se rompe algo, no me eche la culpa a mí.

—No te preocupes —repuso Bill—. Estoy asegurado.

Hizo girar una de las ruedas de la tabla con el dedo; le gustó la veloz facilidad con que giraba: parecía haber un millón de cojinetes allí dentro. Sonaba bien y despertaba algo muy antiguo en el pecho de Bill. Un deseo caliente como la voluntad, encantador como el amor. Sonrió.

—¿Qué le parece? —preguntó el chico.

—Que me voy a matar de un golpe.

El chico rió otra vez.

Bill puso la tabla en la acera y apoyó un pie en ella. La hizo rodar atrás y adelante, probándola. El chico lo observaba. Mentalmente, Bill se vio viajando calle abajo, hacia la esquina de Jackson, en esa tabla verde aguacate, con la cabeza calva centelleando al sol y las rodillas flexionadas en esa frágil postura que adoptan los novatos del esquí la primera vez que salen a las cuestas. Esa postura indicaba que, mentalmente, ya se estaban cayendo. Sin duda alguna, el chico no usaría así la tabla. Sin duda alguna, volaría con ella

(como si se lo llevara el demonio)

como si no existiera el mañana.

La sensación agradable se le apagó en el pecho. Vio, con demasiada claridad, que la tabla huía bajo sus pies para seguir disparada calle abajo, sin estorbos, con su verde fosforescente, ese color que sólo a los chicos podía gustar. Se vio cayendo sentado, tal vez de espaldas. La imagen se borró lentamente dejando lugar a una habitación privada en el Hospital Municipal de Derry, como aquella donde habían visto a Eddie con el brazo fracturado. Bill Denbrough, con el torso enyesado y una pierna en tracción. Entra un médico, mira su gráfico, le echa un vistazo y dice: «Ha cometido dos faltas graves, señor Denbrough. La primera: conducción temeraria de una tabla de patinar. La segunda: olvidar que ya está cerca de los cuarenta años».

Se agachó, volvió a recoger la tabla y la devolvió a su dueño.

—Mejor no —dijo.

—Gallina —contestó el chico, no sin amabilidad.

Bill escondió los pulgares bajo los brazos y sacudió los codos, diciendo:

—Cloc-cloc-cloc…

El chico se echó a reír.

—Bueno, me tengo que ir a casa.

—Ten cuidado con eso —advirtió Bill.

—Con un patinete no se puede tener cuidado —respondió el chico, mirando a Bill como si ese adulto tuviera la cabeza llena de serrín.

—Cierto —dijo Bill—. Está bien, te entiendo. Pero no te acerques a las cloacas ni a los desagües. Y cuando salgas, hazlo siempre con tus amigos.

El chico asintió.

—Estoy cerca de mi casa.

También mi hermano estaba cerca de casa, pensó Bill. Y dijo:

—De cualquier modo, pasará pronto.

—¿Sí? —inquirió el muchachito.

—Creo que sí.

—Bueno. Hasta luego… ¡Gallina!

El chico puso un pie en la tabla y empujó con el otro. Una vez estuvo en movimiento, subió también el otro pie y salió calle abajo como un trueno, a una velocidad que Bill consideró suicida. Pero manejaba la tabla tal como él había supuesto: con garbosos e indiferentes movimientos de cadera. Bill sintió de pronto afecto por él, entusiasmo, el deseo de ser ese niño junto con un miedo casi sofocante. El chiquillo volaba como si no existieran la muerte y el envejecimiento. Parecía eterno e ineludible con sus pantaloncitos de boy scout y sus zapatillas raídas, sus tobillos desnudos y sucios, el pelo flotando hacia atrás.

¡Cuidado, hijo, que vas a pasar de largo en la esquina!, pensó Bill, alarmado. Pero el chico disparó sus caderas a la izquierda, como un bailarín de break-dance; los dedos de sus pies giraron sobre la tabla verde y, sin esfuerzo, giró zumbando hacia Jackson Street, dando por sentado que no habría allí nadie cerrando el paso.

No siempre será así, hijo, pensó Bill.

Siguió caminando hasta su vieja casa, pero no se detuvo; se limitó a aminorar el paso como quien vagabundea. En el prado había gente: una madre en una mecedora, con un bebé dormido en los brazos, contemplaba a dos niños, de ocho y diez años, aproximadamente, que jugaban al bádminton en el césped, aún mojado por la lluvia. El menor logró lanzar la pelota sobre la red y la mujer gritó:

—¡Bravo, Sean!

La casa aún estaba pintada de verde oscuro y tenía el mismo tragaluz sobre la puerta, pero los parterres de su madre habían desaparecido. También, por lo visto, las barras para gimnasia que su padre había levantado en el fondo, con caños viejos. Recordó que, un día, Georgie se había caído de lo más alto astillándose un diente. ¡Cómo había llorado!

Vio todo eso (lo viejo y lo nuevo) y pensó en acercarse a la mujer que tenía al bebé dormido en los brazos. Pensó decirle: «Hola, me llamo Bill Denbrough. En otros tiempos vivía en esta casa». La mujer diría: «Ah, qué bien». ¿Y qué más? ¿Podría preguntarle si en la viga de la buhardilla aún estaba la cara que él había tallado cuidadosamente, la que él y Georgie solían usar para probar puntería con los dardos? ¿Podría preguntarle si sus hijos dormían, a veces, en el porche trasero, en noches muy calurosas, hablando en voz baja mientras observaban la danza de los relámpagos en el horizonte? Tal vez podría hacer esas preguntas, pero era seguro que tartamudearía mucho si trataba de mostrarse simpático. Y en realidad, ¿quería las respuestas? Tras la muerte de Georgie, aquella casa se había vuelto fría. De cualquier modo, lo que él buscaba con su retorno a Derry, fuera lo que fuese, no estaba allí.

Así que siguió hasta la esquina y giró a la derecha, sin mirar atrás.

Pronto se encontró en Kansas Street rumbo al centro otra vez. Se detuvo por un rato ante la cerca que bordeaba la acera para contemplar Los Barrens. La cerca era la misma: madera desvencijada cuya pintura blanca se estaba borrando. Y Los Barrens parecían estar igual… más salvajes, tal vez. Las únicas diferencias visibles eran un largo puente que cruzaba sobre el enmarañado verdor (la extensión de la autopista) y la desaparición de la sucia humareda que siempre había indicado el sitio del vertedero municipal reemplazado por una moderna planta de procesamiento de desperdicios. Todo lo demás estaba tan igual como si él lo hubiera visto el verano anterior: hierbas y matojos que descendían hacia esa zona plana, pantanosa, ubicada a la izquierda y a densos bosquecillos de arbustos achaparrados a la izquierda. Vio los cañaverales que ellos llamaban bambúes, cuyos tallos plateados alcanzaban tres y cuatro metros de altura. Recordó que Richie, cierta vez, había tratado de fumar de eso, asegurando que era como lo que fumaban los músicos de jazz y que estimulaba. Sólo había conseguido ponerse enfermo.

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