It (Eso) – Stephen King

Y en ese momento, detrás de ella, vio el horror definitivo: Patrick Hockstetter avanzaba hacia él, cruzando el terreno. También él lucía el equipo de los Yankees.

Eddie echó a correr. Greta le lanzó otro manotazo desgarrándole la camisa y salpicándole un liquido horrible detrás del cuello. Tony Tracker estaba saliendo de su cueva de topo humano. Patrick Hockstetter tropezaba y se tambaleaba. Eddie echó a correr sin saber de dónde sacaba aliento para hacerlo, pero corrió de todos modos. Y mientras corría vio unas palabras flotando frente a sí, las mismas que había visto impresas en el globo verde de Greta Bowie:

LOS MEDICAMENTOS PARA EL ASMA PRODUCEN

CÁNCER DE PULMÓN

CORTESÍA DE LA FARMACIA CENTER

Eddie corrió. Corrió y corrió. En algún momento cayó, totalmente desmayado, cerca del parque McCarron. Algunos chicos, al verlo, se apartaron de él porque parecía un borracho o podía tener alguna enfermedad extraña y, por lo que ellos sabían, hasta podía ser el asesino y hablaron de denunciarlo a la policía, pero al final no hicieron nada.

3

Beverly Rogan hace una visita

Beverly caminaba por Main Street, distraída, desde el «Town House» adonde había ido a ponerse un par de vaqueros y una blusa fruncida de color amarillo intenso. No iba pensando en el sitio adonde iba. En cambio, pensaba esto:

Tu pelo es fuego de invierno,

rescoldo de enero.

Allí arde también mi corazón.

Lo había escondido en el último de sus cajones, bajo la ropa interior. Su madre podría encontrarlo, pero eso no importaba. Lo que importaba era que su padre nunca revisaba ese cajón. Si lo hubiera visto, la habría mirado con esos ojos brillantes, casi amistosos, paralizantes por completo, para preguntarle, casi cordialmente: «¿Has estado haciendo algo que no debieras, Bev? ¿Estuviste haciendo algo con un muchacho?». Dijera ella que sí o que no, habría un rápido par de golpes, tan rápidos y tan duros que, en un principio, ni siquiera dolerían; se tardaba unos segundos hasta que el vacío se disipaba y el dolor llenaba su sitio. Y entonces, la voz de su padre otra vez, casi cordial: «Me preocupas mucho, Beverly. Me preocupas muchísimo. Tienes que madurar, ¿no te parece?».

Bien podía ser que su padre siguiera viviendo allí, en Derry. Allí estaba la última vez que ella tuvo noticias suyas, pero de eso habían pasado… ¿cuántos años? ¿Diez? Por entonces, ni siquiera estaba casada con Tom. Había recibido una postal con la horrible estatua plástica de Paul Bunyan frente al Centro Municipal. Esa estatua había sido erigida en la década de los cincuenta. Era uno de los puntos destacados de su niñez, pero la tarjeta de su padre no despertó en ella nostalgias ni recuerdos; bien podría mostrar el Gateway Arch de Saint Louis o el Golden Gate de San Francisco.

«Espero que te vaya bien y seas buena chica —decía la tarjeta—. Me gustaría que me enviaras algo, si puedes, porque no tengo gran cosa. Te quiero, Bevvie. Papá».

La había querido, en verdad, y probablemente eso tenía mucho que ver con el modo en que ella se había enamorado de Bill Denbrough, tan desesperadamente, en aquel largo verano de 1958: de todos los chicos, Bill era el único que proyectaba una autoridad como la que ella asociaba a su padre…, pero era una autoridad distinta, una autoridad que escuchaba. Ni en los ojos ni en los actos de Bill se veía que él justificase la existencia de la autoridad con preocupaciones como las de su padre…, como si las personas fuesen mascotas a mimar y a disciplinar, todo a un tiempo.

Por la razón que fuese, al terminar aquella primera reunión como grupo completo en julio de aquel año, la reunión en la que Bill se había hecho cargo del grupo de un modo tan completo y sin esfuerzos, ella estaba locamente enamorada de él. Decir que era un deslumbramiento de colegiala era como definir el Rolls-Royce diciendo que era un vehículo de cuatro ruedas. Ella no reía como una tonta ni se ruborizaba al verlo; tampoco escribía su nombre con tiza en los árboles o en las paredes del Puente de los Besos. Simplemente vivía con su cara en el corazón, constantemente, con una especie de dolor dulce, perenne. Hubiera muerto por él.

Resultaba natural, posiblemente, que deseara ver en él al autor de ese poema de amor…, aunque nunca había llegado a convencerse de eso. No, ella había sabido quién era el autor del poema. Y más tarde, en algún momento, ¿no lo había reconocido el mismo chico que se lo había enviado? Sí, Ben se lo había dicho (aunque ahora no podría recordar, ni por todo el oro del mundo, en qué circunstancias lo había dicho en voz alta), y hasta ese momento había ocultado su amor tan discretamente como ella ocultaba el que sentía por Bill,

(pero tú se lo dijiste, Bevvie, le dijiste que lo amabas, sí)

para cualquiera que supiera mirar (y que fuera bondadoso) eso era evidente en el modo en que él dejaba siempre alguna distancia entre ambos, en su manera de aspirar súbitamente cuando ella le tocaba el brazo o la mano, en el hecho de que él se vistiera con más cuidado cuando sabía que iba a verla. Querido, gordo, dulce, Ben.

Ese difícil triángulo preadolescente había terminado de algún modo. Cómo había terminado, era otra de las cosas que aún no podía recordar. Tenía la sensación de que Ben había confesado haber escrito y enviado ese pequeño poema de amor. Que ella había dicho a Bill que lo amaba y que lo amaría eternamente. Y de algún modo, esas dos confesiones habían ayudado a salvar la vida de todos…, ¿o no? No lo recordaba. Esos recuerdos (o antes bien, recuerdos de recuerdos) eran como islas que no eran islas, en realidad, sino vértebras de una misma espina dorsal coralina, que asomaba sobre el nivel del agua, no separada, sino en una sola pieza. Sin embargo, cuando trataba de profundizar más para ver el resto, intervenía una imagen enloquecedora: la de los grajos que volvían a Nueva Inglaterra cada primavera atestando los cables telefónicos, los árboles y los tejados, llenando con sus disputas y sus chismorreos el aire del deshielo. Esa imagen acudía a ella una y otra vez, ajena y perturbadora como una onda de radio que cubriera la señal deseada.

Con súbita impresión, se dio cuenta de que estaba ante la lavandería automática donde ella, Stan Uris, Ben y Eddie habían lavado los trapos aquel día de junio: trapos manchados con una sangre que sólo ellos podían ver. Ahora las ventanas estaban empañadas con jabón; pegado a la puerta había un cartel escrito a mano: DUEÑO VENDE. Espiando entre las pinceladas de jabón, Beverly vio un local vacío con cuadrados de un amarillo más claro allí donde habían estado las máquinas de lavar.

Estoy yendo a casa, pensó, horrorizada, pero siguió caminando.

El vecindario no había cambiado mucho. Faltaban algunos árboles más: probablemente, olmos atacados por alguna enfermedad. Las casas lucían algo más abandonadas. Había más ventanas rotas que en su infancia. Algunos vidrios rotos habían sido reemplazados por cartón, otros no.

Y allí estaba ya, frente al 127 de Main Street, bajos. Aún seguía en el mismo sitio. La pintura blanca desconchada que ella recordaba se había convertido en pintura marrón desconchada durante los años transcurridos, pero la casa seguía siendo inconfundible. Allí estaba la ventana de lo que había sido su cocina; allí, la ventana de su habitación.

(¡Jim Doyon, sal inmediatamente de la calle! ¿Quieres que te atropelle un coche?)

Se estremeció cruzando los brazos contra el pecho, con los codos envueltos en las palmas.

Bien podría ser que papá aún viviera aquí. Oh, sí, él no pensaba cambiar de casa mientras pudiese evitarlo. No tienes más que acercarte, Beverly. Mira los buzones. Tres buzones para tres apartamentos, como en los viejos tiempos. Y si hay uno que diga MARSH, puedes tocar el timbre y muy pronto oirás un arrastrar de zapatillas por el pasillo, se abrirá la puerta y podrás ver al hombre cuyo esperma te hizo pelirroja, zurda y con habilidad para el dibujo. ¿Recuerdas qué habilidad tenía él para el dibujo? Podía dibujar lo que se le antojara. Cuando tenía ganas, claro. Y eso no ocurría con frecuencia. Creo que tenía demasiadas preocupaciones. Pero cuando tenía ganas, tú te sentabas por horas enteras a observar, mientras él dibujaba gatos, perros, caballos y vacas con un MUUUU saliéndole de la boca en un globito. Tú reías y él también reía. Y después él decía: «Ahora tú, Bevvie», y tú sostenías la pluma mientras él te guiaba la mano, y el gato, la vaca o el hombre sonriente salían bajo tus propios dedos, mientras olías su colonia para después de afeitar y el calor de su piel. Sube, Beverly. Toca el timbre. Saldrá y verás que es viejo, que tiene arrugas profundas en la cara y que sus dientes, los que queden, son amarillos. Te mirará diciendo caramba pero si es Bevvie, Bevvie ha venido a visitar a su viejo papá, pasa Bevvie, cuánto me alegro de verte. Me alegro, porque siempre me preocupas, Bevvie, me preocupas MUCHO.

Caminó lentamente por el sendero de entrada y las hierbas que crecían entre las resquebrajadas baldosas de cemento le rozaron los vaqueros. Miró atentamente las ventanas de la planta baja, pero estaban cubiertas por cortinas. Observó los buzones. Segundo piso, STARKWEATHERS. Primer piso, BURKE. Planta baja (perdió el aliento), MARSH.

Pero no voy a tocar el timbre. No quiero verlo. No voy a tocar el timbre.

¡Por fin una decisión firme! ¡La decisión que abriría las puertas a una vida plena y útil de decisiones firmes! ¡Volvió por el camino! ¡Volvió al centro! ¡Subió al hotel! ¡Hizo las maletas! ¡Tomó un taxi! ¡Un avión! ¡Dijo a Tom que desapareciera! ¡Vivió triunfalmente! ¡Murió feliz!

Tocó el timbre.

Oyó el campanilleo familiar en el salón, sones que siempre le habían parecido un nombre chino: Ching-Chong. Silencio. No hubo respuesta. Pasó el peso del cuerpo de un pie a otro; de pronto necesitaba orinar.

No hay nadie en casa —pensó, aliviada—. Ahora me puedo marchar.

Pero volvió a tocar: Chin-Chong. No hubo respuesta. Pensó en el encantador poemita de Ben y trató de recordar exactamente cuándo, cómo había confesado su autoría, y por qué, por un breve instante, lo había asociado a su primer período menstrual. ¿Acaso había tenido la primera regla a los once años? No, sin duda, aunque a mediados de invierno habían comenzado a crecerle dolorosamente los pechos. ¿Por qué…? Entonces, intrusa, surgió la imagen mental de miles de grajos en los cables telefónicos y los tejados, todos parloteando bajo el blanco cielo de primavera.

Ahora me marcharé. Ya he llamado dos veces; es suficiente.

Pero llamó otra vez.

¡Chin-Chong!

Entonces oyó que alguien se acercaba y el ruido era exactamente el que había imaginado: el cansado susurro de viejas zapatillas. Miró a su alrededor, aterrorizada, y estuvo a punto de salir disparada. ¿Podría bajar por el camino de cemento y doblar la esquina dejando pensar a su padre que había sido sólo una travesura de chicos? Eh, señor, ¿tiene Tío Pepe en botella…?

Dejó escapar el aliento con brusquedad y tuvo que tragar saliva. Porque lo que estaba a punto de brotar fue una risa de alivio. No era su padre, por cierto. De pie en el umbral, mirándola, había una mujer que ya se acercaba a los ochenta años. Tenía pelo largo y hermoso, casi completamente blanco, pero con vetas de oro purísimo. Tras los anteojos sin montura se veían ojos tan azules como el agua de los fiordos que, probablemente, habían despedido a sus antepasados. Llevaba un vestido de seda purpúrea, raído, pero aún digno. Su rostro arrugado era bondadoso.

—¿Sí, señorita?

—Disculpe —dijo Beverly. La necesidad de reír había pasado en un instante. Notó que la anciana lucia un camafeo en la garganta. Debía de ser marfil auténtico rodeado por una banda de oro tan fino que resultaba casi invisible—. Creo que me he equivocado de timbre. —O lo pulsé mal a propósito, susurró su mente—. Buscaba el apartamento de Marsh.

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