It (Eso) – Stephen King

Se palpa el bolsillo del chaleco, pero los dólares de plata han desaparecido. De sus bolsillos a los de Ricky Lee. De pronto lamenta no haberse quedado con uno siquiera. Tal vez le habría sido útil. Siempre era posible, por supuesto, ir a un Banco cualquiera (al menos cuando uno no estaba dando tumbos a ocho mil metros de altitud) y conseguir un puñado de dólares de plata. Pero no se podía hacer nada con esos malos sándwiches de cobre que el gobierno trataba de hacer pasar en estos tiempos como monedas de verdad. Y tratándose de hombres lobo, vampiros y todas esas cosas que deambulan a la luz de las estrellas, lo que hace falta es plata, plata verdadera. Hace falta plata para detener a un monstruo. Hace falta…

Cerró los ojos. El aire, alrededor de él, estaba lleno de campanillas. El avión se mecía y daba tumbos y el aire estaba lleno de campanillas. ¿Campanillas?

No… Campanadas.

Eran campanas. Era LA campana, la reina de todas las campanas, la que se esperaba durante todo el año, una vez la escuela perdía su novedad, como siempre ocurría al terminar la primera semana. LA campana, la que indicaba otra vez la libertad, la apoteosis de todas las campanas escolares.

Ben Hanscom, sentado en su butaca de primera clase, suspendido entre los truenos a ocho mil metros de altura, vuelve la cara hacia la ventanilla y siente que la muralla del tiempo se vuelve súbitamente muy delgada. Se ha iniciado una especie de terrible y maravillosa peristalsis. Piensa: «Dios mío, estoy siendo digerido por mi propio pasado».

Los relámpagos juegan caprichosamente sobre su cara y, aunque él no lo sabe, el día acaba de cambiar. El 28 de mayo de 1985 se ha convertido en 29 de mayo sobre el terreno oscuro y tormentoso que es, esa noche, el oeste de Illinois. Los agricultores, con la espalda dolorida por la siembra, duermen como benditos allá abajo, soñando sus sueños de mercurio, ¿y quién sabe qué cosa se mueve en sus graneros, sus sótanos y sus sembrados, mientras se encienden los relámpagos y resuenan los truenos? Nadie sabe eso; sólo se sabe que hay potencia liberada en la noche, que el aire está loco por los grandes voltios de la tormenta.

Pero hay campanas a ocho mil metros de altitud, cuando el avión sale otra vez al cielo despejado y su movimiento se estabiliza. Son campanas. Es LA campana, mientras Ben Hanscom duerme. Y mientras duerme, la muralla entre pasado y presente desaparece por completo, cae dando tumbos hacia atrás, a través de los años, como quien cae en un pozo profundo: el Viajero del Tiempo de Wells, que cae con una palanca rota en la mano, abajo, abajo, hasta la tierra de los Morlocks, donde hay máquinas que bombean y bombean en los túneles de la noche. Es 1981, 1977, 1969. Y de pronto está aquí, aquí, en junio de 1958; brilla el sol en todas partes y, detrás de los párpados soñolientos, las pupilas de Ben Hanscom se contraen a la orden de su dormido cerebro que no ve la oscuridad tendida sobre Illinois, sino el brillante sol de un día de junio, en Derry, Maine, hace veintisiete años.

Campanas.

LA campana.

La escuela.

La escuela se.

¡La escuela se…

2

… acabó!

La campana retumbó en los pasillos de la escuela municipal de Derry, un gran edificio de ladrillo levantado en Jackson Street. A su tañido, los niños del quinto curso, donde estaba Ben Hanscom, lanzaron un espontáneo grito de alegría… y la señora Douglas, que solía ser la más estricta de las maestras, no hizo esfuerzo alguno por acallarlos. Tal vez sabía que habría sido imposible.

—¡Niños! —exclamó, al apagarse el grito—. Prestadme atención por un momento más.

Un balbuceo de cháchara excitada, mezclada con algunos gruñidos, se elevó en el aula. La señora Douglas tenía en la mano las calificaciones.

—¡Espero haber aprobado! —dijo Sally Mueller gorjeante, a Bev Marsh, que se sentaba en la fila vecina. Sally era inteligente, bonita, vivaz. Bev también era bonita, pero esa tarde no había ninguna vivacidad en ella, por más que fuera el último día. Se miraba, melancólica, los mocasines baratos. Tenía un cardenal amarillo desteñido en una de las mejillas.

—A mí me importa un cuerno aprobar o no —dijo.

Sally soltó un resoplido que decía: «Las señoritas no hablan así». Después se volvió hacia Greta Bowie. Ben pensó que, si Sally había cometido el error de dirigir la palabra a Beverly, era sólo por el entusiasmo de haber terminado otro curso escolar. Sally Mueller y Greta Bowie provenían de familias ricas que vivían en la parte oeste de Broadway; Bev, en cambio, iba a la escuela desde uno de esos edificios baratos que había en el último sector de Main Street. Había menos de dos kilómetros entre un barrio y otro, pero hasta los niños como Ben sabían que en realidad estaban tan distantes como la Tierra de Plutón. Bastaba con mirar el jersey barato de Beverly Marsh, su falda demasiado holgada, probablemente salida de alguna caja del Ejército de Salvación, y sus mocasines raspados, para saber la verdadera distancia entre ambos. Aun así, a Ben le gustaba más Beverly… mucho más. Sally y Greta llevaban ropas bonitas y, probablemente, se hacían la permanente o algo así cada mes; pero eso, en su opinión, no cambiaba los hechos básicos. Podían hacerse la permanente todos los días; no por eso dejarían de ser un par de mocosas malcriadas.

Beverly, en su opinión, era más simpática… y mucho más bonita, aunque él no se habría atrevido a decírselo ni en un millón de años. Sin embargo, en lo más crudo del invierno, cuando la luz, afuera, parecía un adormecimiento amarillo, como un gato acurrucado en el sofá, mientras la señora Douglas zumbaba sus matemáticas, leía preguntas sobre la lectura o hablaba de los yacimientos de cinc del Paraguay; en esos días en que las clases parecían interminables y no importaba que terminaran o no porque todo el mundo, afuera, era nieve medio derretida… En días como ésos Ben solía mirar a Beverly de soslayo, robándole la cara y el corazón le dolía desesperadamente, pero también se le iluminaba, todo al mismo tiempo. Probablemente tenía un encaprichamiento con ella o se había enamorado de ella y por eso pensaba siempre en Beverly cuando Los Penguins cantaban, por radio, Ángel de la tierra: «Querida mía, te amo sin cesar…». Sí, era estúpido, más flojo que el papel higiénico usado, pero no importaba, porque él jamás se lo diría. Pensó que, a los muchachos gordos, tal vez sólo se les permitía amar a las niñas bonitas secretamente. Si hablaba con alguien de lo que sentía (aunque no tenía a nadie con quien hablar de eso), lo más probable era que esa persona riera hasta ahogarse. Y si se lo decía a Beverly, ella podía reír también (malo) o sentir náuseas de asco (peor).

—Ahora, por favor, acercaos a medida que os llame por vuestro nombre. Paul Anderson… Carla Bordeaux… Greta Bowie… Calvin Clark… Cissy Clark…

A medida que la señora Douglas iba pronunciando los nombres, los niños de su quinto curso se adelantaron uno a uno (exceptuando a los gemelos Clark, que se levantaron, como siempre, de la mano, imposibles de distinguir, como no fuera por la longitud del pelo platinado y la vestimenta, vestido en la niña y vaqueros en el varón). Cada uno tomó su boletín con la bandera norteamericana delante y la Oración del Señor atrás y salió serenamente del aula… para echar a correr por el pasillo hasta las grandes puertas delanteras, completamente abiertas. Desde allí, corrieron simplemente hacia el verano y desaparecieron en él, algunos en bicicleta, otros saltando o a lomos de caballos invisibles, golpeándose los muslos con la palma para hacer ruido de cascos, y otros se fueron abrazados y cantando.

—Marcia Fadden… Frank Frinck… Ben Hanscom…

Él se levantó robando a Beverly Marsh la última mirada por ese verano (al menos, eso pensó entonces) y se adelantó hasta el escritorio de la señora Douglas. A los once años, tenía una barriga más o menos del tamaño de Nuevo México, envasada en un par de horrendos vaqueros cuyos remaches de cobre lanzaban pequeños dardos de luz y hacían jsst-jsst-jsst al rozarse sus gruesos muslos. Sus caderas se balanceaban como las de las chicas. Llevaba una sudadera holgada, aunque hacía calor. Casi siempre usaba sudaderas holgadas, porque su pecho le daba una terrible vergüenza; así había sido desde el primer día de clase, tras las vacaciones de Navidad. Al verlo con una de las camisas nuevas que le había regalado su madre, Belch Huggins, un niño de sexto grado, había graznado: «¡Eh, miren! ¡Miren lo que le trajo Santa Claus a Ben Hanscom! ¡Un buen par de tetas!». Belch había estado a punto de sufrir un colapso por lo delicioso de su ingenio. Algunos otros rieron, niñas, entre ellos. Si ante Ben se hubiera abierto, en ese mismo instante, un agujero hacia el submundo, él se habría dejado caer sin ruido alguno… o tal vez con un leve murmullo de gratitud.

Desde ese día usaba sudaderas. Tenía cuatro: la parda abolsada, la verde abolsada y dos azules, abolsadas también. Era una de las pocas cosas en las que conseguía imponerse a su madre, uno de los pocos límites que, en el curso de su niñez, casi siempre complaciente, se sentía obligado a trazar. Si ese día hubiera visto a Beverly Marsh riendo con los otros, sin duda habría muerto.

—Ha sido un placer tenerte como alumno, Benjamin —dijo la señora Douglas, al entregarle su boletín.

—Gracias, señora Douglas.

Un falsete burlón onduló desde la parte trasera del aula:

—Ay, graaacias, señora Douuuglas.

Era Henry Bowers, por supuesto. Henry estaba en quinto curso, como Ben, aunque habría debido estar cursando el sexto, con sus amigos Belch Huggins y Victor Criss, porque repetía curso. Ben tenía la sospecha de que iba a repetir otra vez. La señora Douglas no lo había llamado y eso era mala señal. Ben estaba intranquilo al respecto, porque si Henry repetía, a él le correspondería parte de la culpa… y Henry lo sabía.

Durante los exámenes finales, la semana anterior, la señora Douglas los había cambiado de asiento al azar, sacando sus nombres de un sombrero. Ben había acabado junto a Henry Bowers, en la última fila. Como siempre, enroscó el brazo alrededor de su hoja y se inclinó hacia ella, sintiendo la presión reconfortante de su panza contra el escritorio. De vez en cuando chupaba el lápiz en busca de inspiración.

A mitad del examen del martes, que era el de matemáticas, le llegó un susurro a través del pasillo. Era grave, apagado y experto como el susurro de un preso veterano al pasar un mensaje en el patio de la prisión:

—Déjame copiar.

Ben miró hacia la izquierda, directamente a los ojos negros y furiosos de Henry Bowers. Henry era corpulento, aun para sus doce años. Brazos y piernas habían adquirido músculos con el trabajo de labrador. Su padre, que estaba loco, según rumores, tenía unos terrenos en el extremo de Kansas Street, cerca del límite municipal de Newport y Henry pasaba al menos treinta horas semanales trabajando con la azada, sacando hierbas, plantando, recogiendo rocas, cortando leña y cosechando, cuando había algo que cosechar.

Llevaba el pelo cortado rabiosamente a la americana, tan corto que le asomaba, blanco, el cuero cabelludo. Se untaba el mechón delantero con un pomo que siempre llevaba en el bolsillo de los vaqueros; como resultado, parecía tener, sobre la frente, los dientes de una trilladora. Rezumaba siempre olor a sudor y goma de mascar con sabor a frutas. Para la escuela, usaba una chaqueta de motociclista color rosa con un águila en la espalda. Cierta vez, uno de cuarto grado tuvo la mala idea de reírse de aquella chaqueta. Henry se arrojó sobre el pobre diablo, ágil como una comadreja, y le propinó un doble puñetazo con una mano sucia de trabajar. El chico perdió tres dientes. A Henry le dieron dos semanas de vacaciones. Ben había abrigado la esperanza (la esperanza difusa, aunque ardiente, del pisoteado y aterrorizado) de que lo expulsaran en vez de suspenderlo. No tuvo suerte. La moneda falsa siempre vuelve. Terminada la suspensión, Henry volvió a pavonearse por el patio, resplandeciente con su chaqueta rosada y el pelo tan untado que parecía alzarse en un grito. Exhibía en ambos ojos los rastros coloridos e hinchados de la paliza que le había dado el padre loco por pelear en el patio. Las huellas de la paliza acabaron por desvanecerse; para los niños obligados a coexistir con Henry en Derry, la lección no se desvaneció. Hasta donde Ben sabía, nadie había vuelto a mencionar la chaqueta rosa con el águila a la espalda.

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