It (Eso) – Stephen King

Según Egbert Thoroughgood, el único motivo que uno podía encontrar para que Heroux estuviese en el movimiento era Davey Hartwell. Hartwell era el principal de los «organizadores» o «agitadores» y Heroux estaba enamorado de él. Tampoco era el único. Casi todos los hombres del movimiento amaban profunda y apasionadamente a Hartwell, con ese amor orgulloso que los hombres reservan para aquellos de su propio sexo poseedores de un magnetismo que los aproxima a la divinidad. «Davey Hartwell caminaba como si fuese dueño de medio mundo y tuviera a su nombre una hipoteca muy firme sobre el resto», dijo Thoroughgood.

Heroux siguió a Hartwell a la organización de sindicatos tal como lo habría seguido a la construcción de barcos o a la resurrección del servicio de postas. Heroux era astuto y perverso; supongo que, en una novela, eso haría imposible cualquier cualidad positiva. Pero a veces, cuando un hombre se pasa la vida en medio de la desconfianza, solitario (o fracasado) tanto por elección como por la opinión de la sociedad, puede llegar a vivir para el amigo o la amante que encuentre, como el perro vive para su amo. Así parecen haber sido las cosas entre Heroux y Hartwell.

La cosa es que los cuatro pasaron esa noche en el Hotel Bentwood, al que llamaban, por entonces, El Perro Flotante (por motivos ya perdidos en la oscuridad, tan difuntos como el hotel en sí). Cuatro se inscribieron para alojarse allí; ninguno cerró su cuenta. Uno de ellos, Andy de Lesseps, no fue visto nunca más. Por lo que se cuenta, bien puede haber pasado el resto de su vida con toda comodidad en Portsmouth, pero lo dudo. De los otros «agitadores», Amsel Bickford y Davey Hartwell en persona aparecieron flotando en el Kenduskeag, boca abajo. A Bickford le faltaba la cabeza; alguien se la había cortado de un hachazo. En cuanto a Hartwell, sus piernas habían desaparecido. Quienes lo encontraron juraron que nunca habían visto tal expresión de espanto y dolor en un rostro humano. Algo le distendía la boca inflándole las mejillas. Cuando sus descubridores lo pusieron boca arriba y le abrieron la boca, siete dedos de sus pies cayeron al barro. Algunos pensaron que pudo haber perdido los otros tres en sus años de leñador; otros arriesgaron la opinión de que se los había tragado antes de morir.

Prendido a la camisa de cada uno había un papel con la palabra SINDICATO.

Claude Heroux nunca fue sometido a juicio por lo que ocurrió en el «Dólar Soñoliento» la noche del 9 de septiembre, por eso no hay modo de saber con exactitud cómo escapó al destino de los otros aquella noche de mayo. Podemos suponer algunas cosas. Había pasado mucho tiempo librado a sus propios recursos, por lo que sabía moverse con rapidez. Quizá había desarrollado el instinto de algunos perros callejeros que los lleva a huir antes de que se presenten problemas graves. Pero ¿por qué no llevó a Hartwell consigo? ¿O tal vez lo llevaron a los bosques con el resto de los «agitadores»? Tal vez lo estaban reservando para el final y consiguió escapar aun cuando los alaridos de Hartwell (que debieron irse ahogando a medida que le metían los dedos de los pies en la boca) asustaban a los pájaros en la oscuridad. No hay modo de saberlo con seguridad, pero mi corazón se inclina por esto último.

Claude Heroux se convirtió en un fantasma. Aparecía en algún campamento de leñadores, hacía cola ante la cocina con el resto de los obreros, recibía su plato de potaje y, después de comerlo, desaparecía antes de que alguien descubriese que no formaba parte del personal. Semanas después, aparecía en alguna cervecería de Winterport hablando de sindicarse y jurando que se vengaría de quienes habían asesinado a sus amigos. Los nombres que mencionaba con más frecuencia eran los de Hamilton Tracker, William Mueller y Richard Bowie. Todos ellos siguen viviendo en Derry. Hasta el día de hoy exhiben sus magníficas mansiones en Broadway Oeste. Años más tarde, ellos y sus descendientes incendiarían el Black Spot.

No cabe duda de que a muchos les habría gustado eliminar a Claude Heroux, especialmente después de los incendios que se iniciaron en junio de ese año. Pero aunque se le veía con frecuencia, era rápido y tenía un instinto animal del peligro. Hasta donde he podido averiguar, nunca se cursó una orden de arresto contra él y la policía jamás intervino. Quizá se tenía miedo de lo que el hombre pudiese revelar si se le juzgaba por incendiario.

Fueran cuales fuesen los motivos, los bosques de Derry y Haven ardieron con frecuencia todo ese verano. Desaparecieron niños, hubo más peleas y asesinatos que de costumbre; un dosel de miedo, tan real como el humo que se olía desde Up-Mile Hill, pendía sobre la ciudad.

Por fin llegaron las lluvias, el 1 de septiembre. Llovió durante toda una semana. Se inundó el centro de Derry, lo que no era infrecuente, pero las grandes casas de Broadway Oeste estaban a mayor altura y en algunas de ellas debieron oírse suspiros de alivio. «Que ese canuck loco se esconda todo el invierno en los bosques, si así lo quiere —debieron de decirse—. Por este verano no puede hacer más y lo pescaremos antes de que se sequen las raíces el próximo junio».

Y entonces llegó el 9 de septiembre. No puedo explicar lo que pasó. Thoroughgood tampoco puede explicarlo. Hasta donde yo sé, nadie puede. Sólo me es posible relatar los sucesos tal como ocurrieron.

El «Dólar Soñoliento» estaba repleto de leñadores que bebían cerveza. Afuera estaba cayendo una noche neblinosa. El Kenduskeag estaba alto; llenando su canal de ribera a ribera. Según Egbert Thoroughgood, «soplaba un viento otoñal, de esos que siempre te encuentran el agujero en el pantalón y te suben hasta el culo». Las calles eran pantanos. En una de las mesas, en la parte trasera de la habitación, un grupo jugaba a las cartas: eran hombres de William Mueller. Mueller era copropietario del ferrocarril «GS & WM», además de potentado de la madera: poseía millones de hectáreas de excelentes árboles. Los hombres que jugaban al póquer en el Dólar esa noche eran a veces leñadores, a veces matones de ferrocarril y siempre folloneros. Dos de ellos, Tinker McCutcheon y Floyd Calderwood, habían cumplido condenas en la cárcel. Con ellos estaban Lathrop Round (cuyo sobrenombre, tan oscuro como el del Hotel Perro Flotante, era el Katook), David Stugley Grenier, alias Stugley, y Eddie King, hombre de barba cuyas gafas eran casi tan gruesas como su barriga. Parece muy probable que algunos de ellos formasen parte del grupo que había pasado los dos últimos meses buscando a Claude Heroux. Y parece igualmente probable, aunque no hay una brizna de prueba, que estuviesen con la partida encargada de acabar con Hartwell y Bickford, en mayo.

El bar estaba atestado, según dijo Thoroughgood. Había allí docenas de hombres bebiendo cerveza, comiendo y mojando el suelo cubierto de serrín.

Se abrió la puerta y entró Claude Heroux con una enorme hacha de doble filo. Se acercó al bar y se hizo sitio a fuerza de codazos. Egbert Thoroughgood, que estaba de pie a su izquierda, dijo que olía a guiso de mofeta. El cantinero le llevó una jarra de cerveza, dos huevos duros y un salero. Heroux pagó con un billete de dos dólares y se guardó la vuelta (un dólar y ochenta y cinco centavos) en los bolsillos de su chaqueta de leñador. Después de salar los huevos, los comió. Saló también la cerveza, la bebió de un trago y soltó un eructo.

—Hay más espacio fuera que dentro, Claude —comentó Thoroughgood, como si Heroux no hubiera sido buscado por todas las fuerzas de Maine ese verano.

—Sí que es verdad —dijo Heroux, con su acento canuck.

Pidió otra jarra de cerveza, la bebió y volvió a eructar. La charla seguía en el bar. Varias personas lo saludaron. Claude respondía con gestos de la cabeza y la mano, pero no sonreía. Según Thoroughgood, parecía estar medio en sueños. En la mesa de atrás, la partida de póquer proseguía. El Katook estaba dando. Nadie se molestó en decir a los jugadores que Claude Heroux estaba en el bar, aunque, puesto que la mesa distaba seis metros del mostrador, donde más de una vez resonó el nombre de Claude, es difícil comprender que hayan seguido jugando sin prestar atención a esa presencia potencialmente asesina. Pero así fueron las cosas.

Al terminar su segunda jarra de cerveza, Heroux se disculpó ante Thoroughgood, recogió su hacha y se acercó a la mesa donde los hombres de Mueller jugaban al póquer. Y entonces empezó a talar.

Floyd Calderwood acababa de servirse una copa de whisky barato y estaba dejando la botella en la mesa cuando Heroux le amputó la mano a la altura de la muñeca. Calderwood se miró la mano y gritó: aún sostenía la botella, pero sólo estaba sujeta a tendones y venas que pendían. Por un momento, la mano amputada apretó la botella con más fuerza; luego cayó en la mesa como una araña muerta. La sangre brotaba a borbotones de la muñeca.

En el bar, alguien pidió más cerveza; otro preguntó al cantinero, que se llamaba Jonesy, si aún se teñía el pelo.

—Nunca me lo he teñido —dijo Jonesy, malhumorado porque estaba muy orgulloso de su pelo.

—En la casa de Mamá Courtney, una puta me dijo que alrededor de la polla tienes el pelo blanco como la nieve —le dijo el mismo tipo.

—Pues miente —replicó Jonesy.

—Bájate los pantalones y enséñanos —repuso un leñador llamado Falkland, con quien Egbert Thoroughgood había estado compartiendo copas hasta la llegada de Heroux. Eso provocó una risa general.

Detrás de ellos, Floyd Calderwood chillaba. Unos pocos de los hombres reclinados contra el mostrador echaron un vistazo a tiempo de ver que Claude Heroux sepultaba su enorme hacha en la cabeza de Tinker McCutcheon. Tinker era un hombre de barba negra que empezaba a encanecer. Se levantó a medias con la sangre chorreándole por la cara y volvió a sentarse. Heroux le arrancó el hacha del cráneo. Tinker empezó a levantarse otra vez y Heroux descargó el hacha de lado, clavándosela en la espalda. Según Thoroughgood, hizo el mismo ruido que un saco de ropa sucia arrojado en una alfombra. Tinker cayó sobre la mesa y las cartas le saltaron de la mano.

Los otros jugadores aullaban. Calderwoood, sin dejar de chillar, trataba de levantar su mano derecha con la izquierda mientras la vida se le escapaba en un chorro por la muñeca cortada. Stugley Grenier tenía una pistola colgada del hombro debajo de la chaqueta y estaba buscándola a tientas sin el menor éxito. Eddie King trató de levantarse y cayó de espaldas. Antes de que pudiese incorporarse, Heroux estaba de pie ante él, con un pie a cada lado de su cuerpo y balanceando el hacha sobre su cabeza. King gritó y levantó ambas manos para protegerse.

—¡Por favor, Claude, me casé el mes pasado! —gritó King.

Descendió el hacha: su cabeza desapareció casi por completo en la amplia barriga de King. La sangre salpicó hasta el techo. Eddie empezó a arrastrarse por el suelo. Claude le sacó el hacha, tal como un buen leñador la arrancaría de un árbol blando, meciéndola atrás y adelante para aflojar la adherencia de la madera esponjosa. Cuando la liberó, la alzó sobre su cabeza. Volvió a descargarla y Eddie King dejó de gritar. Pero Claude Heroux no había terminado con él; se dedicó a cortar a King como si estuviese cortando leña para la estufa.

En el mostrador, la conversación se había desviado hacia el clima. Se discutía cómo sería el invierno venidero. Vernon Stanchfield, granjero de Palmyra, aseguraba que iba a ser templado. Su teoría era que la lluvia de otoño agota la nieve de invierno. Alfie Naugler, que tenía una granja en el camino de Naugler a la altura de Derry (ya ha desaparecido; la prolongación de la autopista interestatal pasa ahora por el sitio donde él cultivaba sus guisantes y judías), se permitió estar en desacuerdo. Alfie aseguraba que el invierno venidero sería una congeladora, pues había visto hasta ocho anillos en algunas orugas peludas, número increíble, según decía. Otro hombre vaticinaba hielo; un cuarto, lodo. No dejaron de recordar la Ventisca del Año Uno. Jonesy enviaba por el mostrador, patinando, jarras de cerveza y escudillas con huevos duros. Por detrás de ellos seguía el griterío y la sangre manaba en ríos.

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