¡Guardias! ¡Guardias! (Mundodisco, #8) – Terry Pratchett

Un ejército de enanos ha de viajar a Ankn Morpork para enfrentarse a un enorme dragón que aterroriza a los habitantes del lugar. Pero se trata de un ejército muy pecualiar, pues, además de enanos, sus combatientes son unos cobardes recalcitrantes. Así las cosas, el panorama no parece muy alentador, aunque nunca se sabe… Una nueva entrega de la saga de ciencia ficción más hilarante de todos los tiempos.

¡Guardias! ¡Guardias!

Mundodisco – 8

Terry Pratchett

Título original: Guards! Guards!

Puede que los llamen «La Guardia de Palacio», o «La Guardia de la Ciudad» o «La Patrulla». Sea cual sea el nombre, su función en cualquier obra de fantasía heroica es siempre la misma: más o menos a la altura del capítulo Tres (o a los diez minutos de empezar la película) entran a saco en una habitación, van atacando al héroe de uno en uno, y mueren por orden. Nadie les pregunta nunca si es eso lo que quieren hacer.

Este libro lo dedico a esos abnegados hombres.

Y también a Mike Harrison, Mary Gentle, Neil Gaiman y a todos los demás que me ayudaron o se rieron con mi idea del Espacio-B; lástima que ninguno seamos licenciados en física…

Aquí es a donde fueron a parar los dragones.

Aquí yacen…

No están muertos, no están dormidos. No aguardan, porque el hecho de aguardar implica una cierta expectación. Posiblemente la palabra más adecuada sea…

… latentes.

Y aunque el espacio que ocupan no es como el espacio normal, están muy apretados. No hay ni un centímetro cúbico que no esté ocupado por una garra, una zarpa, una escama o la punta de una cola, de manera que la sensación que da es como en esos dibujos engañosos, hasta que por fin los ojos comprenden que el espacio que hay entre dragones es, de hecho, otro dragón.

Podrían recordar a una lata de sardinas, si uno imaginara sardinas enormes, con garras, orgullosas y arrogantes.

Y probablemente, en algún lugar, estará la llave.

En otro espacio completamente diferente, la madrugada envolvía Ankh-Morpork, la más antigua, grande y sucia de las ciudades. Una lluvia fina caía del cielo plomizo y perforaba las nieblas del río que serpenteaban entre las calles. Las ratas de diferentes especies se dedicaban a sus ocupaciones nocturnas: cobijados en la capa oscura de la noche, los asesinos asesinaban, los asaltantes asaltaban y las busconas buscaban. Etcétera, etcétera.

Ebrio, el capitán Vimes, de la Guardia Nocturna, se tambaleó calle abajo, se dejó caer suavemente en el canalón junto a la Casa de la Guardia y se quedó allí tendido, mientras sobre él unas extrañas letras hechas de luz chisporroteaban con la humedad, y cambiaban de color…

La ciudad era una…, una…, una cosa de ésas. Una mujer. Eso, una mujer. Una mujer vieja y eso. Te seducía, te dejaba que te eso, que te enamoraras, y luego te daba una buena patada en eso, en…, en la… cosa con d… en la dengua…, no, en los dientes. Eso, eso es lo que hacía la muy…, la muy animal…, ya sabes, la mujer del bicho ese…, la zorra. Y entonces la odiabas, y justo cuando pensabas que ya la tenías en un…, en un…, bueno, en un ése…, te abría su enorme corazón podrido y te cogía de impra… impre… improviso. Eso. Nunca sabías a qué atentarte…, atontarte…, atenerte. Lo único que sabías era que no podías soltarla. Porque era tuya, tuya hasta la última alcantarilla…

La húmeda oscuridad envolvía los venerables edificios de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia. No había más luz que un tenue parpadeo octarino en las pequeñas ventanas del nuevo edificio de Magia de Alto Voltaje, donde los cerebros más experimentados estaban estudiando el tejido mismo del universo, tanto si le gustaba como si no.

Y claro, también había luz en la biblioteca.

La biblioteca contenía la mayor colección de libros sobre magia de todo el multiverso. Miles de volúmenes de sabiduría ocultista combaban los estantes.

Se decía que, como una gran cantidad de magia puede distorsionar seriamente el mundo cotidiano, la biblioteca no obedecía las normas habituales de espacio y tiempo. Se decía que era infinita. Se decía que uno podía vagar días y días entre las estanterías más lejanas, que había tribus de estudiantes e investigadores perdidos, que en algunas zonas habitaban cosas extrañas, perseguidas por otras cosas aún más extrañas[1].

Los estudiantes inteligentes que se aventuraban a buscar algún libro alejado dejaban marcas de tiza en los estantes a medida que se adentraban en la oscuridad, y encargaban a sus amigos que los buscaran si no habían regresado para la hora de cenar.

Además, como la magia sólo se puede confinar hasta cierto punto, los libros de la biblioteca eran algo más que pulpa de madera en forma de papel.

Sus lomos chisporroteaban con energía mágica, controlada sólo por los hilos de cobre que colgaban de cada estantería a modo de toma de tierra. Unos leves rastros de fuego azul recorrían los volúmenes, y se oía un sonido, un susurro como de papel, como si hubiera una colonia de estorninos anidando entre ellos. En el silencio de la noche, los libros charlaban entre ellos.

También se oían ronquidos.

La luz procedente de las estanterías no iluminaba la oscuridad, sino más bien la subrayaba, pero el parpadeo violáceo habría bastado para que cualquiera que pasara por allí localizara un viejo escritorio destartalado, bajo la cúpula principal.

Los ronquidos provenían de debajo de él, donde una manta desastrada apenas cubría lo que parecía un montón de sacos de arena, pero eran de hecho un orangután macho adulto.

Era el bibliotecario.

Ya quedaba poca gente que mencionara el hecho de que se trataba de un simio. El cambio lo había provocado un accidente mágico, cosa que siempre es un riesgo calculado cuando uno se encuentra en compañía de tantos libros poderosos. Pero se lo había tomado bastante bien. Al fin y al cabo, conservaba su forma en lo básico. Y le habían permitido que siguiera con su trabajo, que por cierto se le daba bastante bien, aunque la palabra «permitido» no era la más apropiada. Era más bien por su manera de doblar hacia arriba el labio superior para dejar al descubierto más dientes increíblemente amarillos de los que había en cualquier boca que hubiera visto el Consejo de la Universidad. Por eso el tema nunca se había tratado de manera oficial.

Pero ahora había otro sonido, el sonido extraño de una puerta al abrirse. Unos pasos resonaron por el suelo y se perdieron entre las estanterías abarrotadas. Los libros crepitaron indignados ante la intromisión, y algunos de los grimorios más grandes sacudieron sus cadenas.

El bibliotecario siguió durmiendo, arrullado por el susurro de la lluvia.

Al abrigo de su canalón, el capitán Vimes de la Guardia Nocturna abrió la boca y empezó a cantar.

Una figura envuelta en una capa negra recorría las calles nocturnas, pasando de portal a portal para ocultarse, hasta llegar a un portalón sombrío. Ningún portalón puede llegar a ser tan sombrío sin esfuerzo. Parecía como si el arquitecto hubiera recibido instrucciones concretas. Queremos algo escalofriante en roble oscuro, le debían de haber dicho. Así que pon una gárgola bien desagradable sobre el arco, que al cerrarse suene como la patada de un gigante…, en fin, que quede bien claro para cualquiera que la vea que no es una de esas puertas cuyos timbres hacen «ding-dong».

La figura dio una serie de golpecitos a un complicado ritmo en la madera oscura. Se abrió una pequeña mirilla protegida por barrotes, y un ojo suspicaz escudriñó el exterior.

—El búho sensato ulula a medianoche —dijo el visitante, tratando de sacudirse la lluvia de la capa.

—Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo —entonó la voz al otro lado de la rejilla.

—Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera —replicó la figura empapada.

—Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.

—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina.

—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado —siguió la voz tras la puerta.

Hubo una pausa durante la cual sólo se oyó el sonido de la lluvia.

—¿Qué? —preguntó al final el recién llegado.

—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado.

Otra pausa, esta vez más larga.

—¿Estás seguro de que la torre mal construida no tiembla al paso de la mariposa? —insistió la figura empapada.

—Qué va. Es la sopa de verduras. Lo siento.

La lluvia seguía cayendo despiadada sobre el embarazoso silencio.

—¿Y la ballena enjaulada? —preguntó el empapado visitante, tratando de arrebujarse en el escaso refugio que ofrecía el temible portal.

—¿Qué le pasa?

—Que no sabe nada sobre las grandes profundidades, para que te enteres.

—Ah, la ballena enjaulada. Tú a los que buscas es a los Hermanos Esclarecidos de la Noche Ébano. Es tres puertas más abajo.

—¿Y quiénes sois vosotros?

—Somos los Iluminados y Antiquísimos Hermanos de Ee.

—Creía que os reuníais en la calle Melaza —señalo el hombre empapado.

—Sí, bueno, pero ya sabes cómo van estas cosas. Los del taller de marroquinería usan la sala los martes, y nos hicimos un lío.

—Ah. Bueno, pues gracias.

—No hay de qué.

La puertecita de la mirilla se cerró.

La figura envuelta en la capa se la quedó mirando un momento, y luego chapoteó sobre los charcos, calle abajo. Era verdad, allí había otro portal. El diseñador no se había molestado en variar mucho el estilo.

Llamó con los nudillos. La puertecita de la mirilla se abrió.

—¿Sí?

—Oye, el búho sensato ulula a medianoche, ¿vale?

—Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo.

—Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera, ¿te enteras?

—Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.

—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina. Aquí están cayendo chuzos de punta, supongo que lo sabes.

—Sí —replicó el otro con el tono de voz de quien, desde luego, lo sabe, pero no se está mojando.

El visitante suspiró.

—La ballena enjaulada no sabe nada sobre las grandes profundidades, y vale ya.

—La torre mal construida tiembla al paso de la mariposa.

La figura empapada se aferró a los barrotes de la mirilla y se alzó sobre las puntas de los pies.

—Venga, déjame entrar, estoy calado —siseó.

Hubo otra pausa llena de lluvia.

—Esas profundidades… ¿dijiste que eran grandes?

—Sí, lo dije, y bien claro. Unas profundidades todo lo grandes que quieras. Soy yo, el Hermano Dedos.

—Pues no te lo oí decir —insistió cauteloso el vigilante de la puerta.

—Oye, ¿queréis el maldito libro o no? Nadie me obliga a hacer esto. Podría estar tranquilamente en mi cama, a ver si te enteras.

—¿Seguro que lo dijiste?

—Estoy completamente seguro de que son unas profundidades profundísimas —lo apremió el Hermano Dedos—. Sabía lo profundas que eran cuando tú no eras más que un neófito. ¡Ahora, haz el favor de abrir la puerta!

—Bueno…, de acuerdo.

Sonaron varios cerrojos oxidados. Otra pausa.

—¿Te importa darle un empujón? —dijo la voz desde dentro—. La Puerta del Conocimiento que No Debe Traspasar el Ignorante se atranca en cuanto caen cuatro gotas.

El Hermano Dedos arrimó el hombro y empujó. La puerta se abrió. Lanzó una mirada asesina al Hermano Portero, y se dirigió hacia el interior.

Los demás le aguardaban en el Santuario Interior, de pie, con el aire desconcertado de los que no están acostumbrados a usar siniestras capas negras con capuchas. El Gran Maestro Supremo le hizo un gesto de saludo.

—Eres el Hermano Dedos, ¿verdad?

—Sí, Gran Maestro Supremo.

—¿Traes aquello en pos de lo cual se te envió?

El Hermano Dedos se sacó un paquete de entre los pliegues de la capa.

—Estaba donde dije —afirmó—. Ningún problema.

—Bien hecho, Hermano Dedos.

—Gracias, Gran Maestro Supremo.

El Gran Maestro Supremo dio unos cuantos manotazos para pedir silencio. Todos los asistentes formaron una especie de círculo en torno a él.

Autore(a)s: