It (Eso) – Stephen King

Tomé una con dedos entumecidos.

—Engordan —dijo el señor Keene, sonriendo. En ese momento lo vi viejo, infinitamente viejo, con los bifocales que le resbalaban por la nariz huesuda y la piel demasiado tensa en los pómulos como para arrugarse.

»Al día siguiente vine a la farmacia con mi rifle. Bob Tanner, el mejor ayudante que he tenido nunca, trajo la escopeta de su padre. A eso de las once, ese día, vino Gregory Cole para comprar bicarbonato y te aseguro que llevaba un Colt 45 encajado en el cinturón.

»—Te vas a volar los huevos con eso, Greg —le dije.

»—He venido desde Milford para esto, y llevo una resaca de la hostia —me dice Greg—. Creo que volarán un par de huevos, sí, pero no serán los míos.

»A eso de la una y media puse mi letrerito: SEA PACIENTE, POR FAVOR – VUELVO PRONTO. Tomé mi rifle y salí por atrás al callejón de Richard. Pregunté a Bob Tanner si quería acompañarme, pero dijo que prefería preparar la medicina para la señora Emerson y reunirse conmigo después. «Déjeme uno con vida, señor Keene», dijo, pero le contesté que no podía prometerle nada.

»En Canal Street apenas había tráfico: ni automóviles ni peatones. De vez en cuando pasaba algún camión de reparto, pero eso era todo. Vi a Jake Pinnette cruzar la calle con un rifle en cada mano. Se reunió con Andy Criss y ambos se sentaron en uno de los bancos que había junto al monumento a la guerra; ya sabes, donde el canal se hace subterráneo.

»Petie Vannes, Al Nell y Jimmy Gordon estaban sentados en los escalones del Palacio de Justicia comiendo sándwiches y fruta que habían llevado en una bolsa e intercambiaban bocadillos como los chicos en el colegio. Todos iban armados. Jimmy Gordon tenía un Springfield de la Gran Guerra más grande que él.

»Vi pasar a un chico rumbo a Up-Mile Hill; tal vez era Zack Denbrough, el padre de tu amiguito, el que se hizo escritor. Kenny Borton le grita desde la ventana de la sala de lectura, en el local de ciencia cristiana: “Te conviene salir de aquí, niño; va a haber tiroteo”. Zack echó un vistazo a su cara y salió como si se lo llevara el diablo.

»Había hombres por todas partes, armados, de pie en los portales, sentados en los peldaños asomados a las ventanas. Greg Cole estaba sentado en un portal con su 45 en el regazo y dos docenas de balas alineadas a su lado como si fueran soldados de juguete. Bruce Jagermeyer y el sueco, Olaf Theramenius, se habían ubicado bajo la marquesina del Bijou, a la sombra.

El señor Keene me miraba… miraba a través de mí. Sus ojos ya no brillaban: tenían la neblina del recuerdo, la suavidad que sólo se ve en la mirada del hombre cuando recuerda los mejores momentos de su vida: su primer home run, tal vez, o la primera trucha de buen tamaño que logró pescar o la primera vez que se acostó con una mujer bien dispuesta.

—Recuerdo haber oído el viento, hijito —dijo, soñador—. Recuerdo haber oído el viento y el reloj del Palacio de Justicia, que daba las dos. Bob Tanner apareció detrás de mí; yo estaba tan tenso que estuve a punto de volarle la cabeza.

»Él se limitó a hacerme un gesto tranquilizador y cruzó al almacén de Vannock arrastrando su sombra detrás de sí.

»Cualquiera habría dicho que al llegar las dos y diez sin que ocurriese nada y luego las dos y cuarto y luego las dos y veinte, la gente empezaría a marcharse, ¿no? Pero no fue así. Todo el mundo seguía en su sitio. Porque…

—Porque ustedes sabían que esa banda iba a aparecer, ¿verdad? —sugerí—. No cabía duda alguna.

Me dedicó una sonrisa luminosa como maestro complacido por la repuesta del alumno.

—¡Efectivamente! Nadie dijo nada. Nadie sugirió: «Bueno, esperemos hasta las dos y veinte y, si no aparecen, me vuelvo al trabajo». Seguíamos allí, en silencio. A eso de las dos y veinticinco de la tarde, dos automóviles bajaron por Up-Mile Hill y llegaron a la intersección; uno era rojo; el otro, azul oscuro; un Chevrolet y un La Salle. En el Chevrolet iban los hermanos Conklin, Patrick Caudy y Marie Hauser. En el La Salle, los Bradley, Malloy y Kitty Donahue.

»Empezaron a cruzar la intersección sin problemas. De pronto, Al Bradley clavó los frenos de ese coche tan de repente que Caudy estuvo a punto de chocar contra él. La calle estaba demasiado tranquila y Bradley lo notó. Era sólo un animal, pero no hace falta gran cosa para alertar a un animal que se ha visto perseguido por cuatro años, como una comadreja en el maizal.

»Abrió la puerta del La Salle y se irguió sobre el estribo, por un momento, para mirar alrededor. Después hizo un gesto con la mano a Caudy, indicándole que retrocediera. Caudy dijo: “¿Qué, jefe?” Lo oí con toda claridad; fue lo único que les oí decir aquel día. También recuerdo que había un destello de sol. Surgía de una polvera con espejo: la mujer de Hauser se estaba empolvando la nariz.

»Fue entonces cuando aparecieron Lal Machen y su ayudante, Biff Marlon. Salieron corriendo del negocio y Lal gritó: “¡Levante las manos, Bradley, están rodeados!” Antes de que Bradley pudiera apenas volver la cabeza, Lal empezó a disparar. Al principio tiraba como un loco, pero luego acertó al hombro del criminal. El clarete empezó a salir en el acto de aquel agujero. Bradley se sujetó de la portezuela y se arrojó al interior del coche. Puso la marcha. Y entonces todo el mundo empezó a disparar.

»Todo acabó en cuatro o cinco minutos, pero mientras tanto, pareció muchísimo más tiempo. Petie, Al y Jimmy Gordon, sentados en los escalones de los tribunales, disparaban contra la parte trasera del Chevrolet. Vi a Bob Tanner, con una rodilla en el suelo disparando como un loco. Jagermeyer y Theramenius, desde el teatro, acribillaban el flanco derecho del La Salle. Greg Cole estaba en la alcantarilla sujetando el 45 con ambas manos y apretando el gatillo frenéticamente.

»Serían cincuenta o sesenta los hombres que disparaban al mismo tiempo. Cuando todo terminó, Lal Machen extrajo treinta y seis balas de la pared de su tienda. Y eso fue tres días después. A esas alturas, todo el que deseaba un recuerdo había ido a escarbar en los ladrillos con una navajita. En lo peor de la escena, aquello parecía una batalla. Alrededor de Machen estallaron todos los vidrios de las ventanas.

»Bradley condujo el La Salle en semicírculo y no lo hizo con ninguna lentitud, por cierto, pero cuando terminó de dar la vuelta tenía las cuatro ruedas pinchadas, los faros delanteros rotos y el parabrisas hecho añicos. Malloy y George Bradley disparaban con revólver por las dos ventanillas traseras. Vi que Malloy recibía un balazo en el cuello; se le desgarró de punta a punta. Disparó dos veces más y quedó colgando de la ventanilla con los brazos afuera.

»Caudy trató de girar con el Chevrolet, pero sólo consiguió estrellarse contra la trasera del La Salle. Allí acabó todo, hijo, porque los parachoques se trabaron, quitándoles cualquier oportunidad de huir.

»Joe Conklin bajó del asiento trasero y se plantó en medio de la intersección con una pistola en cada mano. Disparaba contra Jake Pinnette y Andy Criss. Los dos cayeron del banco que ocupaban y aterrizaron en el pasto. Andy Criss gritaba: “¡Me han matado, me han matado!”, aunque ni siquiera tenía un rasguño. El otro tampoco.

»Joe Conklin tuvo tiempo de vaciar sus dos pistolas antes de que lo tocaran. Su chaqueta voló hacia atrás y sus pantalones se torcieron como si una mujer invisible les estuviera dando puntadas. El sombrero de paja que llevaba se le voló dejando ver su raya al medio. Mientras se ponía una de las pistolas bajo el brazo para cargar la otra. Alguien le disparó a las piernas y cayó. Kenny Borton dijo, más tarde, que había sido obra suya, pero no se puede asegurar nada. Pudo haber sido cualquiera.

»Cal, el hermano de Conklin, bajó unos segundos después y cayó como una tonelada de ladrillos con un agujero en la cabeza.

»Después salió Marie Hauser. Tal vez trataba de rendirse; no sé. Todavía llevaba la polvera en la mano derecha. Creo que gritaba, pero a esas alturas no se oía nada porque llovían balas de todas partes. La polvera voló de su mano. Quiso volver al coche pero recibió un tiro en la cadera. De algún modo se las arregló para arrastrarse y meterse en el coche.

»Al Bradley pisó el acelerador del La Salle y logró moverlo de nuevo. Arrastró el Chevrolet dos o tres metros antes de que el parachoques se desprendiese.

»Los chicos seguían haciendo llover plomo. Todas las ventanillas habían reventado. Uno de los guardabarros estaba caído en la calle. Malloy colgaba de la ventanilla, muerto, pero los dos hermanos Bradley seguían con vida. George disparaba desde el asiento trasero. Junto a él estaba su mujer, muerta, con un balazo en el ojo.

»Al Bradley llegó a la intersección grande; su coche subió a la acera y allí se detuvo. Bajó y echó a correr por Canal Street. Lo acribillaron.

»Patrick Caudy bajó del Chevrolet; por un minuto pareció dispuesto a rendirse, pero sacó una 38 de la sobaquera y disparó tres veces, creo, sin apuntar; de pronto, su camisa voló en llamas. Se deslizó por el costado del Chevrolet, hasta quedar sentado en el estribo y disparó una vez más. Por lo que sé, fue ésa la única bala que hirió a alguien: rebotó en algo y rozó a Greg Cole en el dorso de la mano. Le dejó una cicatriz que él exhibía cuando estaba borracho; por fin, alguien (creo que Al Nell) se lo llevó aparte y le dijo que era mejor callarse lo que había pasado con la banda de Bradley.

»La Hauser bajó y esa vez no había dudas de que trataba de rendirse, porque llevaba las manos en alto. Quizá nadie tuvo intenciones de matarla, pero en ese momento había fuego cruzado y ella se metió en medio.

»George Bradley corrió hasta el banco del monumento antes de que alguien le hiciera puré la nuca con una escopeta. Cayó muerto, con los pantalones meados.

Casi sin darme cuenta de lo que hacía, tomé otra gomita de regaliz.

—Siguieron llenando de balas aquellos dos coches por un minuto más antes de que el fuego empezara a disminuir —dijo el señor Keene—. Cuando a los hombres se les aviva la sangre, la cosa tarda en enfriarse. Fue entonces cuando miré hacia atrás y vi al comisario Sullivan detrás de Neil y los otros, en los peldaños del Palacio de Justicia, disparando contra el Chevrolet con un Remington. Si alguien te dice que no estuvo allí, no le creas: aquí tienes a Norbert Keene que lo vio con estos ojos.

»Cuando cesó el fuego, esos coches ya no parecían coches, sino chatarra rodeada de vidrios. Los hombres comenzaron a acercarse. Nadie hablaba. Sólo se oía el viento y el crujir de los vidrios bajo los pies. Entonces empezaron a tomar fotos. Y debes recordar bien esto, hijito: cuando empiezan a tomar fotografías es porque se acabó la historia.

El señor Keene se meció en la silla, golpeando plácidamente las zapatillas contra el suelo sin dejar de mirarme.

—El Derry News no publicó nada de eso —fue cuanto pude decir.

»Los titulares de ese día rezaban: POLICÍA ESTATAL Y FBI ACABAN CON LA BANDA BRADLEY EN ENFRENTAMIENTO CALLEJERO, con un subtítulo: Apoyo de la policía local.

—Por supuesto que no —rió el señor Keene, encantado—. Vi al director Mack Laughlin plantar dos balas en el cuerpo de Joe Conklin, personalmente.

—Cielos —murmuré.

—¿No quieres otra gomita de regaliz, hijo?

—He comido de sobra. —Me humedecí los labios—. Señor Keene, ¿cómo pudo taparse algo de tanta magnitud?

—No se tapó —replicó él, francamente sorprendido—. Simplemente, nadie mencionó mucho el asunto. Y en realidad, ¿a quién le interesaba? Los que cayeron ese día no fueron el presidente Hoover y su señora. Fue lo mismo que matar a unos cuantos perros rabiosos capaces de morderte a la menor oportunidad.

Autore(a)s: