La cabeza del muñeco – Francisco Zárate Ruiz

La cabeza del muñeco

Francisco Zárate Ruiz

¡Al fin!, las últimas palabras aletearon en la habitación; toda quedó repleta de silencio, y dejaron al muñeco rodeado de la atmósfera viciada con el humo de los cigarros que con­sumieron aquellos hombres, durante todo el tiempo en que habían permanecido allí encerrados, sosteniendo una charla para ellos amena y para él detestable. No pocas veces pareció que esa charla iba a caer, pero alguien la apuntalaba, como edificio en peligro; alguno lo levantaba, como en los fronto­nes los buenos jugadores lo hacen con la pelota cuando va re­botando muy cerca del suelo, próxima ya a rodar solamente.

Se desesperó porque no podía abrir la ventana y estaba condenado a pasar así, envuelto en la gasa azul del humo, la noche entera.

Y con el pensamiento suspiró largamente, hondamente, ¡qué suplicio!

Tras unos cuantos instantes que pasó encerrado en una caja de cartón, lo desenvolvieron, lo desabrigaron del papel de china que se le enroscaba en el cuerpo, lo desnudaron a la vis­ta de toda la familia.

¡Cómo lo alabaron!

Pasó de mano en mano, ¡qué bonito!

Y cada uno que lo examinaba, al darle vueltas entre los dedos, le hacía temblar la cabeza, aquella cabeza, fuente y re­ceptáculo de sus padeceres.

Temblando, lo dejaron despiadadamente sobre la mesa, con el peso enorme de la sombra sobre sus débiles espaldas.

Desde aquel día sus sufrimientos fueron mayores de los que había experimentado en el escaparate de la mercería.

Casi no tuvo desde esa vez una hora de reposo.

Continuamente tenía en movimiento la cabeza, su cabeza buena y pesada, su cabeza de plomo, cabeza de estúpido, ¡ojalá que de veras lo hubiese sido!

Con esa cabeza, siempre estremeciéndosele, sentía revolo­tearle en el interior el pensamiento, como ave asustadiza que, caída por una ventana dentro de la iglesia, se azota contra las bóvedas, buscando torpemente la salida.

Los primeros días, cuando lo dejaron olvidado sobre algún mueble, aquel niño de cabellera rubia y tez brillante, iguales a las del gran rorro que en la tienda había, y el cual llamaba «papá» y «mamá», si le oprimían un botoncito oculto bajo las ropas, abri­gaba la esperanza de que iba a descansar, de que se le sosegaría la cabeza y podría dormir, dormir con su pesado sueño de plomo.

Pero no, alguien pasaba pisando fuerte, por cerca de él, y se estremecía el mueble, y nuevamente empezaba a temblarle la cabeza, a vibrarle el cerebro.

Otras veces, en medio del silencio de la noche, un carruaje pasaba a toda prisa, y la casa se estremecía, y la cabeza coro­nada con pesadísimo sombrero de través empezaba a colum­piársele de atrás a adelante.

Algunas veces no se explicaba la causa de sus estremeci­mientos; ¿sería que hasta el movimiento de la tierra le hacía daño?, porque él había oído decir un día que la Tierra giraba.

El rorro que en la juguetería había sido su compañero de escaparate, hablaba cuando le introducían aire pero no pen­saba; al igual que el caballo de madera, y el clown de porce­lana, tenía siempre quieta la cabeza.

¡Pero él! ¡Qué injusto había sido su creador! ¿Por qué le ha­bía hecho un cuerpo de muñeco y le había puesto cabeza de hombre, cabeza que pensaba?

Si al menos le hubiese sido dado hablar, habría pedido que se la arrancasen.

El niño de cabellera teñida por el sol y tez brillante como la de porcelana del rorro de la tienda, había roto en su pre­sencia muchos muñecos caros; al llevárselos el papá le había recomendado que los cuidase.

Él había acariciado la esperanza de que también le arrancara al­gún día la cabeza temblorosa, se la separase de aquella varilla del­gada y larga que, como espina, tenía clavada en mitad del cráneo.

Y no; era su favorito, era su juguete querido, el único que con su presencia le estancaba el llanto, en los ojos brillantes y azules, como lagos que retratan el cielo.

Tras las noches sin sueño, largas noches pasadas sintiendo el frío de la soledad, venía el niño inconscientemente cruel, ino­cente de las torturas que con sus manecitas hoyueladas y blan­cas provocaba, y reía, reía hasta enrojecer y fatigarse, ante aquel temblor de la cabeza, esclava de todos y nunca de su dueño.

La tarde en que se vio parado en el barandal del balcón, cuánto deseó que lo dejaran caer; un paso, un paso solamen­te y se habría estrellado contra las losas de la acera, pero i no podía mover los pies!

Por aquel cariño dañoso del chicuelo, rara vez cumplía con sus deberes de pisapapel. Rodaba por todos los muebles de la casa; unas veces en la sala de espera; allí una niña que tenía quince años y los ojos muy negros, lo tomó entre las manos; y repetidas veces, sonriente, le sacudió con fuerza; no supo que grande era el mal que causaba.

Muchas horas había pensado él en aquella niña, y había sentido no verla cerca, no estar sufriendo entre sus manos.

¿Por qué no habría vuelto? Ya que él no podía ir en su bus­ca, ¡si casualmente se le hubiera prendido a los encajes de su vestido y se lo hubiera llevado!

Un día lo habían dejado sobre el piano; cuando el temblor de su pobre cabeza empezó a hacerle pensar, vio en derredor mucha gente; miró muchos ojos hermosos, sintió perfume de mujer, los dedos de la joven sentada ante el mueble, travesea­ba sobre las teclas, y un hombre apoyado en la cubierta, allí en donde «él» estaba de pie, decía acompasadamente frases amorosas y deceptivas.

Cómo gozó y sufrió con las notas que saltaban por debajo de él.

Sintió deseos, unos deseos inmensos de llorar, y las lágri­mas agolpadas ante sus ojos cerrados para el exterior, le roda­ron sólidas y pesadas por dentro de la cabeza y al rebotarle le hicieron aún más daño, le provocaron dolores más grandes. Alguien lo tomó y al volver a colocarlo sobre el mueble, lo volvió de espaldas hacia la ejecutante.

Entonces pudo verse en el espejo. Hasta entonces se cono­ció; con la mirada siempre hacia el frente, no sabía qué cuer­po le sostenía la cabeza, qué cuerpo le sostenía a «él», porque, ¿él no era su cabeza?

Y él mismo, agitando la cabeza se contestaba materialmen­te y con acción sentenciosa que sí, que sí…

Se entristeció, pues, ¿no tenía aspecto estúpido?

El traje multicoloro, de pésimo gusto, con las manos —aparentaba tener manos— «perdidas» en los bolsillos del pantalón, replegaba hacia atrás el largo abrigo que le cubría. Y tenía abdomen redondo y abultado como de hombre satis­fecho, como de burgués rechoncho; él que, si alguna ventaja tenía, era la de no comer, porque no lo necesitaba.

¿Su cara?, una cara amplia y carnosa, cara de hércules can­dido, bueno, bonachón, tonto.

Si hubiera podido hablar, y hubiese dicho qué pensaba, nadie le hubiera creído, sólo por el aspecto de idiota que tenía. Sin embargo, pensaba, y pensaba como hombre bar­budo —aunque ridiculamente barbado—. Además, el sufri­miento le había despertado extraordinariamente la inteli­gencia.

Mucho tiempo estuvo contemplándose en el espejo hasta que, agobiado, desvanecido, triste, se le detuvo el pensamien­to, entró en reposo absoluto su cerebro, con la cesación del movimiento de la cabeza que tanto odiaba; se odiaba a sí mis­mo, con odio destructor, odio mortal.

Sólo unos cuantos días, muy pocos, tres, había sido feliz; no había pensando.

Por la noche, el niño rubio lo dejó acostado en un librero y cuando él mismo fue a sacarlo de allí, llevaba el rostro muy pá­lido, como si lo hubiesen bañado con cera, y los ojos muy hun­didos, como si hubiesen estado a punto de sepultarse en sus propias órbitas.

¡Pobre niño!; él le amaba, a pesar de todo.

¡Ah!, él había sufrido no sólo con sus dolores; estaba sen­tenciado a ser testigo mudo del drama que se desarrollaba, como entre bastidores, en aquella casa. Él había asistido a las aterradoras desesperaciones de aquel hombre, dueño suyo, que, creyéndose solo se mesaba los cabellos y rugía por sollo­zar. Alguna vez ese hombre clavó sus ojos que destilaban lá­grimas en el muñeco de cabeza fuertemente estremecida y quedó pensativo; tal vez sospechó por un momento el supli­cio de aquella cabeza.

Otra vez fue despertado bruscamente; la dueña de la casa tomó entre sus manos un papel que él pisaba y la vio caer sin sentido sobre la alfombra, y contra la mesa hacerse sangre y ¡no pudo auxiliarla!

La cabeza le temblaba inusitadamente; pensaba, pensaba mucho, recorría su pasado y miraba hacia el horizonte de lo porvenir y se miraba desesperante, desgraciado, extraordina­riamente infeliz.

Aquellos hombres se habían estado allí toda la tarde, iban a descansar, iban a ver a sus mujeres, iban a gozar, a vivir, i ¡a dormir!!

Y él no, él no tenía afectos, no tenía comodidades, él ni si­quiera podía hablarles gritando: «Yo también pienso, también siento, yo también amo y odio, también vivo, pero con una vida de muñeco que tiene cabeza de hombre, con una vida sin igual, con la vida de una cabeza que separada de su tron­co, siguiera viviendo muchos días.»

Y la cabeza seguía balanceándose sobre la varilla elástica.

Le dolía por todos lados; parecíale que le enterraban en muchas partes gruesos clavos, y sentía la vibración continuada como debe sentir el estremecimiento el alambre telegráfi­co cuando le pasa la corriente.

El trozo de plomo desprendido de la bóveda craneana le rebotaba dentro de la cabeza; y a veces se le quedaba quieto en alguna sinuosidad como doloroso tumor.

Ese trozo de la misma sustancia que estaba hecha su cabe­za, ¿no sería su pensamiento?

Por la calle pasó despacio un carro cargado con rieles, le­vantando mucho ruido, y haciendo temblar el piso.

El estremecimiento se le acentuó, se hizo más fuerte y con­tinuado el temblequeo, y nuevamente se desesperó.

Sus dolores aumentaron; sintió como si se le derritiera por el interior la cabeza; igual sensación habría experimentado, cuando lo rundieron en el molde, si ya entonces hubiera tenido vida, si hubiera entonces podido sentir ya; pero no; la vida se la había dado fatalmente aquel bamboleo.

Al menos los hombres cuando odian la vida, pueden de­jarla a un lado.

Y bien, ¿no dicen que la cabeza manda y gobierna al cuerpo?

¿Por qué él no podía ni levantar una mano?

Y el esfuerzo del muñeco fue terrible…

En la mañana encontraron la cabeza caída a los pies del muñeco, y las manos, ¡las manos que había sacado de los bolsillos del pantalón!, crispadas y en alto, cerca de la varilla elástica, ya quieta, rígida, y en la cual antes se balanceaba la desgracia del pisapapel.