Rey blanco (Antonia Scott #3) – Juan Gómez-Jurado

Rey blanco

Antonia Scott – 3

Juan Gómez-Jurado

Para Babs,
porque la amo

Para Carmen,
por la lealtad

Para Antonia,
por prestarme el nombre

Un final

Antonia Scott no tiene ni siquiera tres minutos.

Para otras personas, tres minutos pueden ser un período minúsculo.

No para Antonia. Diríamos que su mente es capaz de almacenar ingentes cantidades de datos, pero la cabeza de Antonia no es un disco duro. Diríamos que es capaz de visualizar con nitidez el callejero completo de Madrid, pero la cabeza de Antonia no es un GPS.

La mente de Antonia Scott es más bien como una jungla, una jungla llena de monos que saltan a toda velocidad de liana en liana llevando cosas. Muchos monos y muchas cosas, cruzándose en el aire y enseñándose los colmillos.

Salvo que Antonia ha aprendido a domarlos.

Falta le hace. Porque Antonia Scott no tiene tres minutos. Dos hombres con pasamontañas —y una mujer de rostro amable— se acaban de llevar a su compañero, el inspector de policía Jon Gutiérrez.

Antonia Scott no corre detrás de la furgoneta. No grita pidiendo ayuda. No llama, desesperada, a la policía.

Antonia Scott no hace ninguna de esas cosas, porque Antonia Scott no es como cualquiera de nosotros.

Lo que hace es detenerse.

Diez segundos. Eso es todo lo que se concede.

En diez segundos —con los ojos cerrados y las manos apoyadas contra la pared de un edificio, para controlar la ansiedad—, Antonia es capaz de:

  • Calcular las tres rutas más probables de salida del casco urbano.
  • Recuperar mentalmente todos los detalles de la furgoneta y los secuestradores.
  • Decidir un curso de acción para salvar la vida de Jon.

Abre los ojos.

Marca un número de teléfono especial. Uno que le hace saber a Mentor que no tiene que decir nada al descolgar. Tan sólo escuchar y obedecer.

Antonia le dicta las palabras exactas que debe emitir en la alerta (10-00 Inspector Gutiérrez, 10-37 Mercedes Vito, máxima prioridad), la matrícula del vehículo (9344 FSY), y el color (por supuesto, blanco). Y luego elige una ruta de las tres posibles. Una sola salida, a la que ordenar que converjan los coches patrulla.

Pirámides, Madrid Río, Legazpi.

De esas tres, la más difícil, la lenta, la más improbable, es Madrid Río. El paseo de Santa María de la Cabeza está siempre congestionado. Y, junto a la salida, hay una comisaría de la Policía Municipal.

Antonia la descarta enseguida.

Quedan Legazpi y Pirámides.

Elige Pirámides. La ruta más corta, la más rápida, la más obvia.

No es fácil. Se juega la vida del inspector Gutiérrez. Cuando una tiene en sus manos la piel de una de las tres personas que más le importan en el mundo, debería poder tomar una decisión racional.

Ésta no lo es. Es una moneda al aire.

Y eso no le gusta en absoluto.

Una alerta

Ruano pone el intermitente en el último momento. En lugar de doblar hacia la comisaría, gira en sentido contrario.

—Una vuelta más. ¿Te importa?

Su compañero mira el reloj, mosqueado. Es tarde, su turno ha acabado hace once minutos, y quiere volver a casa con la parienta. Pero Osorio es comprensivo con el novato. Es final de mes. No es que Ruano vaya retrasado con las multas. Eso de que los municipales tienen un cupo que cumplir no es más que una leyenda urbana, por supuesto.

—¿Cuántas te quedan?

—Quince.

—No es para tanto. Sólo en doblefileros en Carlos V nos lo hacemos mañana, hombre.

No es buena idea aparcar «un momentito de nada» frente a El Brillante. Para los munipas rezagados con su cuota, es como pescar peces en un barril. Dos vueltas a la rotonda, identificar el coche abandonado, saludar al incauto hambriento cuando regresa. De su muñeca cuelga, siempre, una bolsa de plástico blanca con un bocadillo de calamares cuidadosamente envuelto en papel de aluminio. El olor inefable que desprende hace rugir el estómago de cualquier madrileño que se precie. Pero al incauto, en cuanto el municipal le alarga la receta, se le pasa el hambre. El olor, de pronto, se revela como lo que es: una peste a rebozo y grasuza que le acaba de costar doscientos euros.

En una tarde tonta, el agente avispado se pone al día con sus cupos.

Pero eso a Ruano no le gusta. El chaval ha salido idealista. Soñador. Gilipollas, vamos. A lo mejor tiene que ver con su antiguo trabajo. O, simplemente, porque es joven. Ya se le pasará en cuanto acumule grasa en el culo y sensatez en el cerebro.

A Ruano lo que le gusta es ganarse el sueldo. Dar vueltas y coger a infractores de verdad. Los que van a toda leche por calles estrechas, los que pasan maría en las esquinas. Si quisiera coger a los infractores de verdad me habría hecho policía de verdad, le dice Osorio.

Ruano le mira y se ríe, cada vez que oye eso. Una risa pasota, de millennial convencido. A Ruano todo le hace gracia.

—Verás cuando llegues a viejo como yo, verás.

—Tienes treinta y siete años, Osorio.

—Y aquí sigo dando vueltas en el coche con los novatos.

—A lo mejor si no hicieras el mínimo…

—A lo mejor si te fueras a la mierda…

Donde va Ruano es en dirección noreste. Gira de memoria, al tacto. Se saben ese triángulo a la perfección. Al día pueden recorrerlo una decena de veces. Al año, incalculables. Serían más, si Santa María de la Cabeza no fuese tan lenta. A todas horas, y a ésa, más.

A la altura de la calle Arquitectura, escuchan la alarma por la radio. Osorio enarca una ceja, a Ruano se le ensombrece la cara. Un inspector de policía. Secuestrado. A bordo de una furgoneta blanca. Abre la boca para decir algo, pero un sonido insistente le interrumpe.

Pripripri, pripriri.

El monitor del salpicadero desprende un resplandor naranja presidiario. Unos caracteres parpadean, en el centro.

9344 FSY

El coche patrulla está equipado con un sistema OCR. Varias cámaras situadas en el techo, en el salpicadero y el guardabarros, escanean las matrículas de los coches con los que se encuentran, y las cotejan con las bases de datos del CISEVI. Por si acaso. No vaya a ser.

El sistema es imperfecto, pero a veces salta un aviso. Un número de matrícula, y una causa por la que parar a ese coche. Que si lo han robado, que si debe mil euros en multas, que si dentro va un inspector de policía secuestrado.

—No entiendo nada —se extraña Osorio—. El OCR dice «Megane amarillo». Pero es por la alerta 10-00 de antes.

—¿No era una furgoneta blanca? —dice Ruano, con los ojos clavados en el retrovisor.

Osorio se gira en el asiento. Acaban de cruzarse con una Vito hace un par de calles. Puede verla, entre el tráfico, parada frente al semáforo de Peñuelas. Desde aquí no se ve la matrícula.

—Avisa por radio —dice Ruano.

Mientras Osorio habla, el tráfico se pone en marcha de nuevo. Pero el novato no continúa. Uno de los conductores pita, pero el coche patrulla no se mueve.

—Voy a seguirles.

—No puedes saltarte la mediana. Es muy alta.

Ruano tamborilea con los dedos en el volante. No hay una apertura en la mediana hasta ciento y pico metros más allá. Demasiado lejos.

Unidad M58, confirme contacto visual con vehículo sospechoso, cambio, pide la operadora por la radio.

—Se van a ir.

La furgoneta desaparece en el retrovisor, y Ruano no se lo piensa más. Maniobra, enfilando la mediana, y pisa a fondo. El parachoques del Nissan Leaf se desgaja, salpicando de trozos de plástico blanco el parterre, y provocando aún más pitidos de protesta de los coches que les siguen, pero consigue salvar el obstáculo y pasarse al carril contrario.

—Unidad M58, en dirección suroeste por Santa María de la Cabeza. Perseguimos Mercedes Vito involucrada en 10-00 —dice Osorio, por la radio. Suelta el botón y mira a Ruano, con preocupación—. Estás completamente loco, chaval.

—Se iban a ir —dice Ruano, estirando el cuello.

Enciende las luces, pero no la sirena. Lo justo para que los coches que van delante se aparten, dejándoles hueco. El atasco es considerable, pero los dos carriles ayudan. Y el miedo a las multas, también. Que el madrileño se aparta el doble de rápido cuando ve los infames cuadros azules y blancos de los munipas que ante una ambulancia o los nacionales.

Unos segundos más tarde consiguen volver a ver el techo blanco de la furgoneta.

—Si se meten por el túnel de Acacias, están jodidos. Damos aviso, y listo. Los nacionales les pillarán al otro lado.

—Si cruzan el puente, ni aviso ni leches —dice Ruano, mordiéndose el labio inferior.

Osorio resopla. El novato tiene razón. Al otro lado del puente, las opciones para la furgoneta se multiplican. Pueden perderse en Usera, o en Opañel. Una infinidad de calles laberínticas a ambos lados, y muchas carreteras que salen de Madrid. Demasiadas.

Unidad M58, no intervenga, repito, no intervenga. Estamos enviando zetas desde Pirámides. Tiempo de llegada, cuatro minutos.

—Un poco tarde para eso, central —dice Osorio a la radio. Con aire distante, casi como para sí mismo.

En la intersección de Esperanza con Santa María de la Cabeza el último semáforo se acaba de poner en rojo. La furgoneta es el tercero de los vehículos esperando en la fila.

Unidad M58, repito, no intervenga. No delate su posición a los sospechosos.

Un poco tarde para eso, también. Las luces del coche patrulla, que les han abierto el camino hasta la furgoneta, están ahora mismo arrancando reflejos azules de la carrocería de la Mercedes. Sólo un coche se interpone entre los municipales y ellos.

Los silbidos del semáforo se espacian, avisando de que la luz va a cambiar. El último peatón pone el pie en la otra acera. El primer coche arranca.

La furgoneta no se mueve.

El coche que hay delante de Ruano y Osorio pita, y acaba dando un volantazo para incorporarse al otro carril. Los demás vehículos siguen su camino, algunos pitando, otros bajando las ventanillas y dando voces a la furgoneta, que sigue inmóvil.

Ruano mira a Osorio y aprieta los dientes.

—¿Qué hacemos?

—Dale un aviso, a ver qué hacen.

Ruano aprieta y suelta el botón de la sirena. El aullido, breve y seco, muere sin respuesta.

—Venga ya, no me jodas —dice Osorio, abriendo la puerta del copiloto.

—¿Adónde vas? —le sujeta Ruano. Se inclina sobre el asiento, agarrándole por la cazadora.

—A ningún lado, como no me sueltes.

El novato mira a su compañero con extrañeza. No es ésa la actitud a la que le tiene acostumbrado. Pero esto no es un aviso normal. Ruano echa una ojeada a la furgoneta inmóvil. Quizás dentro de ella haya un inspector de policía retenido contra su voluntad.

—Nos han dicho que no intervengamos.

Osorio chasquea la lengua con fastidio.

—No voy a intervenir, no me pagan bastante para eso. Sólo voy a asegurarme de que no se mueven del sitio mientras vienen los…

Ruano abre los dedos, un poco. Lo justo para que Osorio ponga un pie en la acera. La bota hace un sonido acuoso al entrar en contacto con el asfalto. Un ruido que debería ser casi imperceptible, pero que resuena en los oídos de Ruano, que se multiplica con un eco persistente y mordaz. Que llega a ahogar el ronquido metálico de la puerta lateral de la Vito, abriéndose. Que aún sigue rebotando en su cabeza, cuando los primeros disparos comienzan a estallar.

Ruano no los escucha.

Siente los puñetazos del plomo sobre la carrocería, el olor del aceite y la grasa del motor, cosido a balazos, que le protege de los proyectiles.

Siente el aire entrando a través de la puerta abierta del copiloto, formando una corriente con el que entra a través del parabrisas destrozado.

Nota fragmentos de cristal cayendo sobre su cabeza, introduciéndose en su uniforme, arañándole la piel.

De Osorio, de su compañero, del hombre que hace unas semanas le invitó a pasar la Navidad con ellos —no va a estar solo, mujer, pobrecito, donde caben cuatro…—, del gruñón dejado y simpático que está tocándole las pelotas buena parte de su tiempo, apenas ve nada. Sólo un hombro, derrengado sobre el ángulo antinatural de la puerta desgajada.

Ruano no escucha los disparos, ni los gritos de terror de la gente, ni el chirrido de los neumáticos de la furgoneta alejándose a toda velocidad. El eco de la bota de Osorio poniendo un pie en el suelo se extingue después de que lo haga el propio Osorio, que muere sin acabar la frase.