Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Los Martillos De Ulric

Dan Abnett
Nick Vincent
James Wallis

Título Original: Hammers of Ulric (Warhammer Fantasy)

JAHRDRUNG

Una compañía de Lobos

Aquel día estaba lloviendo en Middenheim, lo que a nadie le causaba una gran sorpresa.

La lluvia primaveral, fría como agujas de hielo, caía torrencialmente sobre la vieja ciudad, que se alzaba, meditabunda, en lo alto del risco de granito, desde donde contemplaba los sombríos bosques que la rodeaban. Se retiraba con lentitud otro largo invierno, y la ciudad, además de todos sus habitantes, estaba mojada, fría y se sentía desdichada.

En el patio encharcado que se encontraba detrás de la taberna de El Águila Voladora, Morgenstern daba los últimos cuidadosos retoques a unos rechonchos nabos que había dispuesto en hilera sobre las losas de piedra; cada uno estaba colocado encima de un cubo puesto boca abajo. Luego, avanzo hasta el extremo del patio, eructó delicadamente con una mano sobre la boca y el dedo pequeño curvado, se escupió las carnosas palmas y levantó el enorme martillo de guerra, que se encontraba recostado contra los fangosos ladrillos.

Lo hizo girar, cruzando los brazos con destreza y desplazando la poderosa cabeza del martillo de un lado a otro para trazar un número ocho en torno a sus hombros, mientras el arma zumbaba en el aire. Pero Morgenstern se encontraba un poco demasiado cerca de la pared trasera y, tras completar el primer circuito, la cabeza del martillo impactó contra la piedra. Varios bloques se hicieron pedazos y cayeron, y el martillo de guerra rebotó en el suelo.

Morgenstern maldijo repetidamente y se tambaleó un poco al inclinarse para recobrar el arma. De su enorme cabeza peluda, caían gotas de lluvia. Luego se desequilibró aún más al recoger la jarra. Se enderezó, sorbió un tanto y, después, intentó colocar en su sitio los trozos de piedra, afanándose como si nadie fuese a reparar en el destrozo si lograba disimularlo. Cayeron varios bloques más.

Al cabo de un rato, renunció al intento, se volvió otra vez hacia la hilera de cubos y comenzó nuevamente a girar el martillo, aunque esa vez comprobó el espacio que tenía para moverlo.

—¿Vas a tardar mucho más? -preguntó Aric desde la puerta de la taberna, en cuya jamba se apoyaba.

Era un hombre alto y joven, de casi veintidós años y poderosa constitución, con una melena de cabello negro y brillantes ojos azules. Llevaba con elegancia la armadura de bordes de oro y la piel blanca como la nieve de los templarios del Lobo Blanco.

—¡Calla! -respondió el caballero de más edad, concentrado en seguir girando el martillo, sin volver la cabeza.

Morgenstern ajustó la posición de su propia piel de lobo para que no restringiera los movimientos de sus brazos acorazados.

—Observa, joven amigo mío, cómo exhibe su destreza un maestro del martillo de guerra. ¡Mira! ¡Ante mí, las cabezas de los enemigos!

—¿Los nabos que hay sobre los cubos?

—Ya lo creo. Es, en efecto, lo que representan.

—Y esos enemigos, ¿cómo están?: ¿tumbados?, ¿enterrados hasta el cuello?

—Son guerreros grandes y físicamente capacitados, Aric -respondió Morgenstern con sonrisa paternal-. Yo, de todas formas, estoy sobre un caballo.

—Por supuesto.

—Para la demostración, imagina que lo estoy.

Sin dejar de darle vueltas al martillo, Morgenstern comenzó a cabriolar en el sitio como un hombre-caballo de teatro que representara un misterio. Hacía con la boca los ruidos de los cascos del caballo, que intercalaba con frases como: «¡Quieta ahí! ¡Sooo, muchacha!». Aric cerró los ojos.

—¡Arre! -gritó Morgenstern, de pronto, y se lanzo hacia adelante, con la cabeza echada atrás, cuando su corcel imaginario dio un salto.

Su gran masa acorazada y retumbante, con el martillo girando a su alrededor en un gran círculo, avanzo con pasos atronadores por el patio, haciendo saltar agua. Varias losas del suelo se soltaron cuando cargó contra los cubos. El golpe aplastó el nabo que había sobre el primer cubo y, luego, sin alterar el paso, galopó entre los restantes y decapitó a cada nabo por turno, serpenteando entre ellos, balanceando y cruzando el martillo con asombrosa precisión.

Para entonces, Aric había vuelto a abrir los ojos. A despecho de toda la idiota pantomima, a pesar de la borrachera y del hecho de que Morgenstern ya hubiese superado los cincuenta y cinco años y pesara noventa kilos de más, el joven quedó impresionado por la destreza del hombretón.

Con un bramido y una elegante floritura, Morgenstern mató al último enemigo, con cubo y todo; de hecho, el golpe los hizo pasar por encima del hastial del tejado. Entonces, sus botas resbalaron sobre los lustrosos guijarros, él tropezó a toda velocidad y se precipitó de cabeza a los establos… a través de una puerta que no había abierto antes de entrar.

Aric hizo una mueca de dolor, dio media vuelta y regreso al interior de la taberna. Aquél iba a ser un día muy largo.

***

Dentro de El Águila Voladora, se reunió con Anspach. Gruber y Von Glick ante la mesa pequeña situada en el rincón.

—¿Lo hizo? -preguntó Gruber.

—Acabó con todos -respondió Aric al mismo tiempo que asentía con un gesto de cabeza.

Anspach dibujó su maliciosa y melódica risilla entre dientes. Era un hombre apuesto, de casi cuarenta años, con ojos diabólicamente traviesos y una sonrisa capaz de encantar a los cinturones de castidad y lograr que se abrieran de modo espontáneo.

—Eso son seis chelines de cada uno de vosotros, su pongo.

—¡Por el Lobo, Anspach! -gruñó Von Glick-. ¿Es que no hay nada por lo que no seas capaz de apostar?

—En realidad, no -replicó el interpelado a la vez que aceptaba las ganancias obtenidas-. De hecho, eso me recuerda que tengo apostada una bolsa de oro por una cierta cabra que corre esta tarde en Bernabau.

Von Glick sacudió la cabeza, consternado. Lobo veterano de la vieja escuela, Von Glick era un hombre delgado y anguloso, de sesenta años de edad. Su cabello canoso era largo y lozano, y en su mentón afeitado se veía la sombra de una espesa barba. Era un tipo estirado, que todo lo desaprobaba. Aric se preguntó si habría algo de lo que Von Glick no pudiera quejarse. En cierto modo, dudaba que el remilgado anciano hubiese sentido alguna vez pasión por ser un noble guerrero.

—¿Y dónde está Morgenstern ahora? -quiso saber Gruber, que jugaba con la jarra.

—Se ha tumbado -respondió Aric-. Ya sabes, creo que… ha bebido demasiado.

Los otros tres profirieron bufidos.

—Hermano templario -le dijo Anspach-, eres demasiado nuevo en esta noble orden para haber tenido la ocasión de comprobarlo, ¡pero nuestro Morgenstern es famoso por su prodigiosa capacidad para beber! Algunas de sus más grandiosas victorias en el campo de batalla…, como aquella escoria de ogros con los que acabó en la batalla de la Puerta de Kern…, ¡fueron atizadas por Ulric, y alimentadas por la cerveza!

—Tal vez -respondió Aric con tono dubitativo-, pero creo que lo está afectando. Sus reflejos, su coordinación…

—Mató a los nabos, ¿no es cierto? -inquirió Von Glick.

—Y a la puerta del establo -replicó Aric con tono triste, y todos guardaron silencio.

—Sin embargo, nuestro Morgenstern… -comenzó a decir Anspach-. Apuesto a que podría…

—¡Venga, cállate! -gruñó Von Glick.

Aric se retrepó en la silla y recorrió con la mirada la humosa taberna. Podía ver a Ganz, el nuevo y joven comandante de la compañía, sentado en un reservado lateral, donde el exaltado Vandam le hablaba con actitud ansiosa.

—¿De qué va eso? -le preguntó a Gruber.

El hombre de cabello blanco estaba sumido en profundos pensamientos y, sobresaltado, dio un respingo cuando Aric le dirigió la palabra.

«Ahora mismo parecía casi asustado -pensó Aric-. No es la primera vez que lo sorprendo perdido en pensamientos que no le gustan.»

Gruber era el hombre más respetado de la compañía, un veterano como Morgenstern y Von Glick, que había servido con el viejo Jurgen desde el principio. Tenía cabellos finos, ojos pálidos y una piel delicada, casi translúcida, pero Aric sabía que dentro de aquel guerrero había poder, una fuerza terrible.

Excepto, entonces… Entonces, por primera vez desde que había ingresado en la compañía dieciocho meses antes, Aric sintió que el poder de Gruber estaba mermando. ¿Era por la edad? ¿Era por… Jurgen? ¿Era por alguna otra cosa?

Aric volvió a señalar con un gesto a Vandam y Ganz.

—¿Con qué le está llenando la cabeza Vandam a nuestro comandante?

—He oído decir que Vandam quiere que lo trasladen -respondió Von Glick en voz baja-. Persigue la gloria. Quiere que lo asciendan. Según se dice, considera que nuestra compañía es un callejón sin salida. Quiere que lo trasladen a otra; tal vez a la Compañía Roja.

Los cuatro gruñeron para expresar su desaprobación y bebieron un trago.

—No creo que Ganz se lo permita. Ganz apenas ha tenido tiempo para hacerse valer desde la…, desde ese asunto. No querrá perder a un hombre antes de haber demostrado lo que vale. -Gruber parecía pensativo-. Eso si es que alguna vez vuelven a dejarnos que demostremos algo.

—No falta mucho para Mitterfruhl -comentó Anspach-. Entonces, comienza de verdad la temporada de campañas. Nos tocará algo…, una buena incursión en el Drakwald. Os apuesto a que sí.

Aric guardaba silencio. Tendría que suceder algo pronto, o aquella valiente compañía de Lobos Blancos en particular iba a descorazonarse por completo.

***

El gran templo de Ulric se hallaba casi vacío. El ambiente era frío, sosegado y olía a humo de vela.

Ganz entró y, con gesto reverente, depositó los guantes y el martillo de guerra en el relicario del atrio.

La acústica era soberbia dentro de la espaciosa sala abovedada, y podía oír las precisas entonaciones de los cuatro caballeros que arrodillados y con la cabeza inclinada, susurraban plegarias al otro lado del elevado altar. También podía oír el suave chirrido de las hilas que un maestro del templo usaba para lustrar los remates de bronce del atril. La grandiosa estatua de Ulric se alzaba como una nube de tormenta y bloqueaba la luz procedente de las altas ventanas.

Ganz inclinó la cabeza e hizo el signo acostumbrado; después atravesó la nave y se arrodilló ante la Llama Sagrada.

Se encontraba arrodillado allí cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro, y al alzar la cabeza vio la cara de Ar-Ulric, el sumo sacerdote, cuyo rostro barbudo y de rasgos prominentes reflejaban la luz de la llama.

—Debemos hablar, Ganz. Me alegro de que hayas venido. Acompáñame hasta la capilla del Regimiento.

Ganz se puso de pie y echó a andar junto al venerable guerrero. En ese momento vio que los cuatro caballeros, lanzándoles miradas de curiosidad, se marchaban.

—He venido a buscar… guía, eminencia -comenzó Ganz-. Esta temporada será la primera para mí como comandante, y ya…

—¿Te falta confianza, Ganz?

—No, señor; pero carezco de experiencia, y los hombres están… apáticos.

Descendieron por una corta escalera y llegaron a una puerta de enrejada, donde hacía guardia un templario de la Compañía Gris. Saludó con respeto al sumo sacerdote y abrió el candado para que pudieran pasar. Ganz siguió a Ar-Ulric a través de la puerta, y entraron en la más pequeña y cálida capilla del templo, decorada con estandartes, banderas y trofeos, además de una serie honorífica de placas conmemorativas.

Ambos hombres hicieron una breve reverencia ante la gran piel de lobo que había en la pared y ante el intimidatorio tesoro incrustado en plata situado sobre el altar que se encontraba debajo: las Mandíbulas del Lobo, el icono más precioso del templo.

El sumo sacerdote se inclinó ante él por un momento, murmuró una bendición a Ulric y a Artur, y luego se irguió y se volvió hacia Ganz. Sus ojos destellaron como la primera escarcha de un duro Jahrdrung.

—Tu compañía está más que apática, Ganz. Hubo un tiempo en que la Compañía Blanca era la mejor que este templo podía tener; realizaba hazañas con las que sólo podían soñar los jinetes de otras compañías de Lobos, como la Roja o la Gris. Pero ahora es débil… ha perdido el camino. Durante todo este invierno han haraganeado por la ciudad, malgastando salud, dinero y tiempo. Varios se han convertido en conocidos borrachos, especialmente Morgenstern.

—Es fácil exagerar…

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