La última sirena – Shana Abe

Título Original: The Last Mermaid

Argumento

531 a.d.: Se dice que la diminuta isla de Kell está encantada, habitada por una criatura extraordinaria que consuela a los marineros víctima de naufragio en su paso al otro mundo. El príncipe Aeda de las Islas no cree en semejantes tonterías… hasta que despierta en la isla de Kell y conoce a la sensual sirena que lo rescata del mar.

1721: Ronan MacMhuirich, conde de Kell, es el objetivo de un atípico asesino: Leila, una misteriosa mujer procedente de una tierra exótica. Pero su irresistiblemente y hermosa futura asesina está en igual peligro que Ronan cuando se enamora de este hombre poseedor de su propia magia.

2004: ¿Qué harías si heredases una isla escocesa de la que desconocías su existencia… y descubres que estás siendo perseguida por un guapo desconocido que quiere comprártela? Eso es lo que le sucede a Ruri Kell cuando acepta la invitación de Ian MacInne para visitar su heredad, y escuchar una proposición tan pecaminosamente tentadora como el resto de él.

Tres seductoras historias de amor, tres apasionadas parejas, todas relacionadas por uno de los mitos más románticos de todos.

Libro Uno: La Leyenda

Prólogo

Había una vez una isla…

Durante miles y miles de años permaneció intacta, resguardada del hombre; un lugar de leyenda y magia, que sobrellevó cada amanecer, cada crepúsculo color lavanda en viva soledad. Ningún barco se atrevía a cercar sus aguas, ningún ser humano pisaba su costa. Los marineros que la conocían juraban que era la morada de los dioses del mar y que la entrada a todo mortal estaba prohibida. Ofrecían pruebas sobrenaturales: cantos bañados en plata se extendían sobre las aguas, risas lejanas, pecaminosa dulzura. Si un barco se acercaba demasiado, se batían salvajes tormentas, neblinas cegadoras, un mar embravecido. Otros decían que intentar acercarse a la isla implicaba navegar toda una vida con la promesa de la perfección siempre fuera de alcance.

Así, mientras el mundo se agitaba y cambiaba constantemente, la isla permanecía pura y en calma; una perla brillante suspendida en las aguas azules.

De vez en cuando, los vientos del mar sonreían y la neblina se elevaba y resplandecía. Sólo aquellos que avistaron tal maravilla nunca pudieron olvidar lo que contemplaron: una exuberante tierra perdida, un veneno paradisíaco, dulce y mortal a la vez; una isla encantada, tan deslumbrante que un hombre era capaz de vender su alma con tal de poseerla.

Y con el tiempo, un hombre lo hizo.

Nunca nadie supo su nombre completo. Vivió antes de que se tomara nota de tales registros; antes de que las lecciones de vida se escribiesen en pergaminos o que las fábulas se transmitieran de padre a hijo. El hombre sólo fue conocido como Kell y dio su nombre a la isla en la que se estableció y por la que dio su vida.

Era un pescador solitario, perdido en el mar, a punto de perecer. Mientras la muerte lo acechaba, soñó que una dama estaba a su lado y que entonaba una dulce canción que parecía liberarlo del dolor hasta que sintió que flotaba junto a ella, encantado.

No era una mujer, por supuesto. Como la isla, ella era lo que ningún hombre podía poseer: una sirena, de cabellos totalmente dorados, ojos de un azul tormentoso y piel con un extraño brillo color marfil. Con voz seductora, le ofreció al pescador un pacto y él inmediatamente lo aceptó: su vida o su alma, y la unión en matrimonio.

Había hechizado las aguas por todas partes, la última de su raza, condenada por su propia naturaleza a vivir y a morir en soledad, a menos que ganara el alma dispuesta de un hombre mortal. En matrimonio, juró preservar el alma del pescador, honrarlo y servirlo como lo haría cualquier doncella humana. A cambio él obtendría riquezas más allá de sus sueños, un castillo, una familia, un hogar. Siempre sería amado.

Ahora, según cuenta la leyenda, Kell no era ni bárbaro ni tonto. Sabía a lo que se arriesgaba, pero lo hacía porque para ese momento ya había perdido la razón en los tormentosos ojos azules de la sirena. Además, había visto la isla que ella le había prometido. Había un bosque verde y brillantes arroyos, arenosas playas y grutas ocultas, venados y búhos, bulliciosas criaturas nocturnas y toda la riqueza secreta que tanto la tierra como el mar podían ofrecer juntos.

De este modo, en el mar bañado por el sol, Kell le entregó a la sirena su alma, y más también. A cambio, prometió amarla, permitirle que nadara en las aguas y caminara por la tierra y nunca dudar de su salvaje corazón.

En la isla encantada, vivieron durante largo tiempo, mucho más del que un hombre pudiera contar. La sirena le dio muchos hijos; todo lo que ella había prometido se hizo realidad. Durante un tiempo, Kell estuvo satisfecho.

Sin embargo, el tiempo cambia a todos los hombres, y Kell, el pescador, no fue la excepción. Aunque había perdido su alma, todavía conservaba su salvaje corazón, y en él habitaba una muy pequeña semilla de duda. A través de los años fue creciendo, lentamente, en silencio, hasta que comenzó a arrepentirse del pacto que había hecho a pesar de su cautivadora vida. Comenzó a detestar la isla y a su familia nacida del mar. Hablaba de regresar a su antiguo hogar, un lugar con arados y surcos y hombres comunes, bien alejados de todo embrujo.

Sin embargo, la sirena no lo dejaría ir. Ella mantenía su alma encerrada con fuerza en un relicario de plata brillante que colgaba de una gargantilla que nunca se quitaba.

Finalmente, en una noche sin luna, Kell no pudo tolerarlo más. Mientras su esposa sirena dormía, avanzó a hurtadillas y le arrebató la cadena de plata del cuello al tiempo que el relicario se abrió. La sirena despertó inmediatamente, intentó alcanzarlo y gritó:

¡Mi amado! ¡Tonto mío! ¡Nos has traicionado a ambos!

Durante todo el tiempo que estuvo con ella, el alma permanecía cautiva cerca de su corazón; esclavizada, pero a salvo. Pero cuando el pescador abrió el relicario, su alma voló libre hacia las estrellas.

El viejo Kell murió en ese preciso instante, traicionado como había dicho la sirena. Y esa noche, ella volvió al mar, herida y desamparada, mientras juraba en su dolor maldecir el amor, mantener su isla y a sus hijos a salvo de los infieles mortales.

En las grutas cubiertas por las estrellas, cantó su canción de sirena, que advertía de modo justo a todos aquellos osaran pasar por allí:

Una isla encantada, un mundo completamente abominable;

Un océano agitado, temerarios marineros se lamentaban. Aquí está mi maldición, nacida de una verdadera mentira de amor:

Abandonen este lugar, abandónenlo o morirán. El desafío se acerca y largo tiempo permanecerán, noche y día, atrapados en mi corazón estarán. Váyanse de nuevo y el precio será alto: Rueguen no perder la cordura; sólo la muerte encontrarán.

Le doy tres giros a mi maldición, la voluntad de cambiar, la esperanza de vivir. Seis vidas llevarán acabar con este hechizo, que me liberará:

El beso del Rey para serenar la muerte, un alma recobrada;

El Hijo del mar se quita el velo, amado por su enemigo; Espíritus gemelos perdidos y hallados para completar este destino.

Dicho sea. Que así sea.

Y aún hoy la isla permanece fuera del alcance, deslumbrante, seductora. Y todavía los marineros murmuran: cuidado con la sirena y sus hijos. Cuidado con el dulce veneno de Kell.

Capítulo 1

El reino de las Islas, 512 d.c.

El mar estaba caprichoso esa noche y el crujido del barco mantenía a Aedan despierto, aun después de que sus padres y su hermana se hubiesen ido a dormir. Yacía allí, en una oscuridad casi total, mientras contemplaba la última y tenue llama de los faroles con adormecida atención.

El barco se elevaba y volvía a caer. El estómago de Aedan se retorcía.

Los camarotes reales estaban bien, pero demasiado cerca el uno del otro. Olían a pieles almizcleñas y juncos y océano. Siempre el océano. Si cerraba los ojos, podía imaginarlo más allá del casco del barco: negro y en trozos pequeños y resbaladizos a la luz de la luna, capas de plata sobre interminables olas.

Aedan no cerraba los ojos. Era peor para su estómago.

Lo vencería. No sucumbiría. Esa era la forma de ser de los reyes. En verdad, todavía no era rey, pero algún día…

El barco araba el mar, alto, elevado, suspendido; Aedan presionó su cabeza contra la almohada y se aferró al camastro mientras tragaba con dificultad. Con un fuerte quejido, la proa golpeó una vez más, al tiempo que un temblor se sintió en el suelo.

Tomó asiento y respiró por la boca. El farol se balanceaba en su lugar con un alborozo enfermizo, hacia atrás y hacia adelante… podía olerlo también… metal caliente y aceite, aceitoso, empalagoso.

Caminó desde el camastro hacia la puerta con pasos inseguros, mientras buscaba a tientas el picaporte.

Una voz suave, justo detrás de él:

—¿Aedan?

Caliese no estaba dormida, pero no tenía tiempo de conversar con ella. Tiró de la puerta, la dejó abierta y se dirigió hacia las escaleras. Quería llenarse los pulmones con aire puro. Entonces, de algún modo, logró subirlas. Con las manos apoyadas contra las paredes, intentaba vencer el movimiento ondulado del mar.

Fuera estaba oscuro, una noche negra como su imaginación, pero a Aedan le llevó un tiempo darse cuenta. Estaba aferrado a la barandilla de la cubierta inferior. Luchaba por su vida; cerró los ojos con fuerza hasta que el viento helado en su rostro comenzó a morderlo. Gradualmente, con cuidado, abrió los ojos. El mar se retorcía; la noche, despejada. Una figura vestida de blanco se acercó hacia él… su pequeña hermana estaba sentada con soltura en la traicionera cubierta, su camisón se agitaba con el viento; sus ojos azules se posaron en él.

—¿Cómo estás?

—No es nada. —Volvió el rostro hacia el viento.

Aedan odiaba su debilidad. Lo avergonzaba, más de lo que pensaba, que su cuerpo fuera tan imperfecto. Le preocupaba que fuera una señal de un defecto aún más profundo, que fuera cobarde o tonto o débil. Era un príncipe, Señor de los Bosques, heredero del Gran Trono. No podía tener defectos.

¿Qué diría la gente, su gente, si sus profundos miedos fueran reales, si llegara a fallarles? Tenía doce años en ese entonces, los suficientes como para controlar su estómago y sus defectos. Aprendería a controlarlos.

Caliese se acercó aún más, hasta que su camisón se agitó sobre los dos y pudo tomar con sus manos la parte superior del brazo de su hermano. Se sentaron allí juntos, uno al lado del otro, y contemplaron cómo se batía el mar.

—Deberías volver adentro —dijo Aedan, tranquilo, ya que había un marinero cerca—. Te estás muriendo de frío.

—No.

—No puedes estar aquí sin un guardia, Caliese.

—Tampoco tú —respondió con sensatez.

La recorrió con la mirada: era tozuda y muy delgada, su perfil oculto por una mata de cabello rubio que se agitaba con el salvaje viento. Era pequeña para su edad, cinco años menor que él, la persona más bonita de su mundo. Si él tenía defectos, Caliese era lo opuesto en todo sentido: llena de vida, temeraria y verdaderamente audaz. Mientras estiraba sus pies descalzos entre la barandilla, Aedan aferró su brazo alrededor de los hombros de Caliese para que retrocediera.

—Caliese, ve abajo.

—Ven conmigo.

Evaluó el significado de esas palabras: camarote estrecho, metal caliente, almizcle… y tuvo que respirar profundamente una vez más.

—Aún no. Ve tú. Iré pronto.

Caliese ni se molestó en responderle, sólo se acercó más a él; apoyó la cabeza sobre las costillas de su hermano. No se iría sin provocar un alboroto y Aedan sabía, sinceramente, que lo que menos quería era un escándalo. Lo último que quería hacer era dar explicaciones de por qué los dos estaban allí fuera, en la parte prohibida del barco, solos y a altas horas de la noche.

Muy bien. Se sentó sobre sus manos nuevamente mientras disfrutaba la calidez de su hermana junto a él. En verdad, no resultaba tan desagradable estar allí fuera. No odiaba el mar… Después de todo, algún día lo regiría, tal como regiría todas las islas que conformaban el reino. Mejor dicho, ahora le agradaba, decidió Aedan. Sí, justo en ese momento, era de lo más… apacible, a pesar de las crestas de las olas.

Caliese levantó un brazo y señaló el este en silencio. Un vestigio verde surgía en el horizonte: escalofriante, distante, como la llama de un hada sobre las aguas. Como era costumbre, Aedan volvió su cabeza y buscó en otra dirección vestigios que le indicaran lo lejos que se encontraba aún de su hogar. Visualizaban una isla… no podía decir aún cuál era… No era demasiado grande. Entonces, no se trataba de Bealou ni de Alis. No era Griflet con su característica gruta…

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